La de Mariam es una historia de rostros. Los rostros de una compañía que la ha llevado adonde ella nunca habría imaginado. A los diecisiete años, esta londinense de origen iraní, hija de madre musulmana y padre hindú convertido al islam, nunca había visto rostros como aquellos. Nunca antes de aquel septiembre de 2007, cuando una mañana igual que las demás, en el autobús que la llevaba a clase, conoció a tres chicas italianas, Inés, Francesca y Silvia, estudiantes del liceo Sacro Cuore de Milán que estaban estudiando un año en Londres.
Entre un trayecto y otro se van haciendo amigas. Tienen la misma edad y van al mismo instituto, pero no hace falta mucho para notar la diferencia: aquellas tres están con todos, comen con los demás compañeros, rezan todas las mañanas antes de empezar la jornada «y son más felices». Mariam enseguida se dio cuenta de que había algo excepcional, «pero mantenía las distancias porque es fácil que te engañen». Mejor no implicarse demasiado, mejor no dejar espacio a las preguntas que con el tiempo llegaban directas al corazón.
Pasaron los meses y Marian cada vez se sentía más atraída. «Hasta que –cuenta Francesca– un día la vimos sentada en la capilla de al lado del instituto, en el banco detrás de nosotras». Sólo entonces dejó salir su pregunta. Una pregunta radical. «¿Quiénes sois? ¿Y para qué estoy yo en el mundo?». No podían dejar aquellas cuestiones en suspenso, pero ya era junio, el curso había terminado y debían volver a casa. «Como regalo, la invitamos a que viniera de vacaciones con nosotroas». Mariam aceptó sin preguntar. Se fiaba.
Los días que pasaron en San Martino di Castrozza fueron decisivos. «No sé darle un nombre, pero nunca había visto nada tan bello», escribió a su vuelta a Inglaterra, adonde se llevó la promesa que le había sido hecha: «Lo que has visto aquí, está también en Londres. Y puedes encontrarlo».
Así fue cómo, a pesar del drama de la relación con su familia y el miedo a quedarse sola, Mariam decidió lanzarse. Empezó a ir a la Escuela de Comunidad y allí conoció a Marco y Valeria, una pareja italiana que la invitaba a su casa, se interesaba por ella y por su familia. Delante de aquella sobreabundancia de bien, el juicio era evidente: «No entiendo por qué me está pasando todo esto, ¿qué he hecho yo para ser querida y amada así?».
Una pregunta que lo remueve todo. Tanto que, cuando no consigue entrar en la facultad de Medicina y Marco le propone irse a Brasil para participar en una actividad de verano organizada por AVSI, no se lo piensa dos veces y se va. La amistad con Gisela, una Memor Domini de Sao Paulo, y con el padre Aldo Trento hacen el resto. «Al mirar sus rostros, por primera vez en mi vida sentí el dolor de no poder recibir la Comunión. Entendí que lo único que podía hacer que mi vida fuera feliz es Cristo. Deseaba ser parte de Él y que Él fuese parte de mí». Esta certeza le dio la audacia: «Quiero ser bautizada».
Se lo dijo a sus padres, pero la reacción fue muy dura. Un musulmán que reniega de su fe está maldito, y su familia también. Mariam luchó, no podía borrar lo que había visto, una amistad que implicaba también a su familia. Empezó la catequesis y en la noche de Pascua, en la catedral de Westminster, recibió los sacramentos. «Sus padres estaban preocupados», cuenta Francesca, «pero durante la misa cedieron, se dieron cuenta de que su hija estaba transfigurada. Parecía una esposa». Durante la Comunión, Francesca la miraba y pensaba en la frase de don Giussani en el Manifiesto de Pascua: «He visto qué es la Resurrección. Ahora puedo dar un nombre a Quien llena mi corazón cada instante. Sólo Cristo aferra la vida de una chica de veinte años y la hace infinitamente más grande. Igual que está aferrando la mía».
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