Como si no tuviera ocupación mejor, la más caracterizada Universidad española –mi alma máter– se ha prestado a acoger protestas y apoyos basados en un resentimiento sin base y una reivindicación sin objetivo.
Días después, 40 energúmenos, disfrazados de antisistema, irrumpen en una pintoresca reunión de centros de menores y ciegan a los asistentes con gases lacrimógenos.
Y, mientras tanto, decenas de estudiantes acampan en los vestíbulos universitarios y claman, ya no por ideales en los que casi nadie cree, sino por precios y por facilidades.
¿Cómo sería posible reencontrar el alma de una Universidad dormida? ¿Dónde late ese adarme de espíritu que ha de ser el fermento de su renacer? ¿Cuál es el resto de espíritu académico que recogerá un relevo abandonado en el camino, y que resulta urgente volver a aferrar para descubrir una nueva inspiración?
Es fácil decir dónde no se encuentra el remedio. La renovación no vendrá de los políticos, cualquiera que sea su color. Rara vez por estos pagos han tenido los administradores públicos idea de cuál es el principio vital de la Universidad. Y hoy menos que nunca, con un Gobierno que no cree en el valor del pensamiento ni de la libertad, que todo lo revuelve y confunde cuando dice que lo está cambiando.
Lo único que se les ocurre, una y otra vez, es hacer una nueva ley de la que cuelguen racimos de farragosos reglamentos. Y una vez compuesta, transformarla lo más rápidamente posible. Como muestra, en dos años nos han propuesto ya tres modelos distintos de doctorados universitarios, sin que haya dado tiempo ni a probarlos.
Por no hablar de las recetas empresariales provenientes de ejecutivos, banqueros, fundaciones y presuntos expertos internacionales. Con el marchamo del pragmatismo, nos dicen que las carreras han de responder a las demandas de los empleadores, justo ahora que no hay empleo y que necesitamos más que nunca innovar el enfoque de la actividad económica.
Ya va siendo hora de que nos percatemos de que el funcionalismo no funciona.
Si vamos hacia la sociedad del conocimiento, será conveniente que quienes aporten las nuevas orientaciones sean los universitarios que todavía creen en el valor del saber. A nuestras instituciones de estudios superiores lo que les falta es vida y capacidad de iniciativa. Lo que sobra en casi todas ellas es bochornoso oportunismo, docilidad al poder político, y sumisión a agobiantes reglamentaciones de las que nunca ha resultado nada bueno.
En mis décadas de experiencia docente, que ya son más de cuatro, no recuerdo ninguna reforma que haya implicado un cambio a mejor. Siempre la misma ficción: la renovación de la enseñanza superior y de la investigación innovadora habrían de surgir de estructuras más complejas, de procedimientos sólo aparentemente nuevos, de la utilización de otros instrumentos no ensayados hasta ahora. Como si configuraciones artificiales y medios mostrencos fueran capaces de suscitar o transmitir humanismo y ciencia. Que no lo son.
El adormecimiento de la razón que padecemos conduce a un error capital: el procedimentalismo, la minusvaloración del conocimiento, y la depreciación de la figura del profesor.
Se multiplica el número de centros académicos, con el resultado de una creciente endogamia: el principal criterio para elegir Universidad es, cada vez más, la cercanía al domicilio familiar. Los políticos locales se cubren de gloria al construir recintos universitarios no igualados por ningún campus europeo. Pero, ¿qué hay dentro de tan bellos y lujosos contenedores?
Quienes habitan esos flamantes edificios son personas. Estudiantes, gestores, investigadores, profesores, que –al fin y al cabo– son los que pueden dar vida a organizaciones que, de lo contrario, corren el peligro de cosificarse y llevar una existencia gregaria y autocomplaciente. El fatalismo encubre desidia.
La libertad creadora, en cambio, siempre encuentra la salida de situaciones aparentemente clausuradas. España posee actualmente un potencial humano de extraordinario talento. Tal es, hoy por hoy, nuestro mejor asidero, por no decir el único. Los prolegómenos de la esperanza vienen dados por la inteligencia y la capacidad de asumir riesgos.
Para que tan magnífico recurso –ahora intacto– pase a la actuación efectiva, resulta imprescindible entrar en procesos de diálogo sin prejuicios, rompiendo el monótono perfil de una coyuntura en la que nuestro país parece dividido por gala en dos.
Semejante crispación –con su dramatismo escénico– es superficial y, en el fondo, inane. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Las libertades cultas y concertadas pueden emerger como un poder superior al de los ideólogos, al de los administradores y al de los grupos de interés.
Pero esa indudable fuerza creativa ha de aplicarse, en primer lugar, a nuestra tarea más urgente: encontrar de nuevo la Universidad perdida.
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