Imaginen un hombre que camina en tierras salvajes durante muchos meses, años, durante toda la vida. Como en cierto sentido hemos hecho nosotros - a lo largo del recorrido de nuestros antepasados hemos caminado a través de la selva para llegar hasta aquí. Éste es el hombre, cada uno de nosotros es así.
Va adelante, recogiendo frutos de las matas, buscando alimento donde puede, encontrando refugio bajo las rocas y bajo los árboles. Luego se detiene a lo largo del camino y acampa. Aprende a cultivar las plantas y se asombra continuamente por la capacidad del mundo de responder a sus necesidades. De aquí deriva un sentido de dependencia. Se vuelve consciente de que las cosas le son dadas - que hay en la realidad una fuerza que provee y protege. Se conmueve por eso, agradece y a veces pide ayuda.
Pero llegado a cierto punto, imaginen que este hombre, que podríamos ser tú o yo, continúa caminando y llega a un lugar nuevo, completamente diferente del lugar que ha atravesado. Un día llega a un edificio. De hecho es un aeropuerto, aunque nunca haya visto nada parecido y no haya ningún modo de saber qué es. La idea del vuelo humano es para él extraordinario (sobrenatural). Al atravesar las puertas entra en algo que de hecho es una máquina que traslada a la gente desde la entrada hasta el aeromóvil y viceversa. Para los que han diseñado esta máquina y los que la han utilizado, las personas son mercancías, cifras de uso del transporte aéreo, sus vidas mensurables en millas de vuelo, cantidad permitida de equipajes y números de pasajeros.
El hombre llegado de las tierras salvajes está maravillado por esta máquina. No logra convencerse de su esplendor y de la eficiencia con que mueve a las personas de un sitio a otro, sin que las personas se opongan a ser transportadas, más bien colaboran de hecho a su deshumanización. Las mira mientras se quitan sus cinturones y zapatos y mientras estiran los brazos para que les revisen.
Salta sobre la escalera móvil y trata de caminar en la dirección opuesta. En el café del aeropuerto, toma un croissant del mostrador y lo come del mismo modo con que solía comer bayas en las tierras salvajes. Es detenido por eso. Le dicen: «Venden fruta en la tienda de allí». Va a la tienda de fruta y elige una manzana. Antes de morderla se santigua mirando hacia arriba. La vendedora lo mira con sospecha y pregunta: «¿Qué estás haciendo?». «Doy gracias por la manzana», responde. «Vale», dice la vendedora, añadiendo «pero igualmente me tienes que dar el dinero por la manzana». El hombre sigue fijando la mirada hacia arriba y la vendedora dice: «¿Quién piensas que está allá arriba? ¿Estás loco?». Pronto el hombre empieza a aprender que aquí las reglas son diferentes. Necesita dinero, necesita trabajar, así encuentra trabajo limpiando zapatos. Ahora puede comprar croissant y manzanas en vez de cogerlos del mostrador. Se compra unos zapatos para practicar su nueva actividad. Duerme en la sala de espera y si alguien le hace preguntas contesta que su avión va retrasado. ¡También compra un traje de Hugo Boss! Aquí todos parecen de la casa aunque él nota que la gente cambia cada día. Raramente encuentra una cara familiar excepto las vendedoras del bar o de la tienda de fruta. Hace muchas preguntas a la gente sobre esta cosa llamada avión y sobre esta otra llamada croissant. Lo miran con sospecha. Le preguntan: «Pero, ¿dónde has estado? ¡Es obvio, es un aeropuerto! Éste es el mundo moderno que nos hemos construido nosotros mismos».
Así aprende a no hacer preguntas tontas ni hablar de su vida pasada, aprende a fingir que no se sorprende y que se aburre como todos los demás. Aprende que no hay necesidad de agradecer a la vieja usanza porque todo esto lo han hecho los hombres. Simplemente dice: «Gracias», y la vendedora contesta: «Buen día».
Gradualmente el hombre procedente de la tierra salvaje se convierte en parte del aeropuerto y acepta que todo aquí es diferente. Decide: «¡Me gusta estar aquí! Me siento seguro. Quizás un día ¡hasta viajaré en avión!». Y poco a poco se encuentra conformándose al nuevo modo de pensar que ha encontrado aquí. Ya no pide ayuda ni se arrodilla en agradecimiento. Pierde su estupor y su gratitud. No se siente ya dependiente - quizás hasta el día en que por fin decide tomar el primer avión, día en que quizás se encuentre invocando a Dios ¡para que le devuelva a tierra sano y salvo!
Pero ¿qué ha cambiado realmente en la vida de este hombre? Todavía es el mismo hombre. Ha descubierto una realidad nueva, pero ésta ya existía sin él. Ésta ha cambiado su vida y al final su visión de las cosas, pero eso no ha sido el resultado de una transformación ocurrida en su interior.
El cambio principal está en su pensamiento. Su mente ha cambiado del todo, porque se siente seguro en un lugar que otros hombres han construido. Pero todos los materiales que los demás hombres han usado para construir el aeropuerto les habían sido dados del mismo modo en que las bayas habían sido dadas al hombre en la tierra salvaje. Estos hombres han encontrado el material para su aeropuerto ya en el mundo. Fundamentalmente nada ha cambiado - no habría razón para no agradecer. Imaginando que sus vidas sean ahora generadas por ellos mismos ellos viven una ilusión.
Hace dos años en Berlín, en el Bundestag, nuestro querido papa Benedicto XVI habló del "búnker" que el hombre ha construido por sí mismo para vivir - un búnker sin ventanas. El búnker funciona según la lógica del positivismo. Cada cosa tiene que ser demostrable, comprobable, verificable según una medición empírica. En el búnker no hay espacio para el misterio.
El búnker, como el aeropuerto de nuestra historia, es una metáfora pero también una realidad concreta de la cultura moderna y de su lógica. El búnker en gran parte está hecho de pensamientos que nos aprisionan en modos particulares de ver y que también mantienen alejados otros modos de pensar. El búnker existe en las actitudes públicas, educación, política, medios de comunicación, cultura popular, en el mito y en el imaginario moderno.
En el búnker nos sentimos seguros. Conocemos las dimensiones de cada cosa que encontramos. Cuando algo no funciona podemos arreglarlo enseguida. El búnker elimina la sorpresa, dejando fuera los misterios de la existencia que son a menudo incómodos. Es en esta situación que nos hemos convencido de que nosotros somos los dueños de nuestras existencias y nuestros destinos. En el búnker el hombre finge que no es una criatura, sino el patrón de sí mismo, habiendo creado en su fuero interno las condiciones para la vida humana.
Y sin embargo, decía papa Benedicto, en este mundo hecho por el hombre, las personas siguen tirando en secreto de las materias primas de Dios mientras niegan los orígenes.
El búnker se construye todo él alrededor de ti y en ti. Crece como un organismo que se expande según la lógica de su mismo ADN. Yo ayudo a construir el búnker en mí mismo y en los otros. Los únicos juicios (percepciones) que pueden florecer en el búnker son aquellos que ya son fuertes. Como en un jardín: a menos que no controles las malas hierbas no puedes cultivar narcisos y tulipanes. Cuanto más frágil es la flor, mucho menos son las posibilidades de que ésta sobreviva.
La historia de la sociedad humana muestra que la vida para sustentarse necesita más de lo que la humanidad es capaz de imaginar o generar. La necesidad de mantener una atención (mirada) sobre el Más allá, sobre lo infinito y Eterno, está grabada en la humanidad y es intrínseca a las capacidades de imaginación que nos sostienen y nos impulsan. En el fondo todo lo que el hombre puede crear por sí mismo son falsas esperanzas que lo sostienen por un instante para luego en cambio disolverse, dejándole en la búsqueda afanosa de la siguiente esperanza. Su "mecanismo" esencial depende de una relación con el Misterio del cual deriva.
El hombre no puede sobrevivir ni siquiera en el ambiente que se construye él mismo porque en éste no hay nada que le sorprenda, mientras que deberíamos saber bien que el hombre depende de la sorpresa para la vida de su espíritu. Por esta razón, para alcanzar el dominio de la realidad, el hombre moderno ha tratado de ahogar su propio espíritu. Pero eso es contraproducente para las maquinaciones del hombre, porque sus planes tendrían alguna posibilidad de éxito sólo en la medida en que el hombre fuera capaz de reproducir en ellos la promesa misteriosa que había reconocido en la realidad pre-existente. Si su mismo deseo de la transcendencia no es tomado en consideración, sus proyectos avanzan bruscamente hacia el desastre.
Nuestra esperanza por lo tanto mana de una paradoja de la reducción. La cultura del búnker usa la huella de deseo transcendente que sigue residiendo dentro de los seres humanos. Aunque los planes de la humanidad de dominio sobre la realidad repetidamente lleguen a nada o produzcan desastres, justo los que rechazan a Dios en la gestión de la vida pública dan confianza a la existencia continua de un deseo profundo e inextinguible en el corazón humano que nos sigue diciendo que delante de nosotros, en el futuro, nos espera algo realmente importante. Vemos así que cuando el papa Benedicto decía que en el búnker se usa la materia prima de Dios no hablaba simplemente de ladrillos y cal.
El búnker sólo puede agotarse en el tratar de repetir las condiciones solicitadas por nuestro desear. Pero no puede proveer la respuesta. Éste es el significado de la actual crisis aunque normalmente es definida con términos económicos. Fundamentalmente la explicación es que hemos buscado en la realidad material cosas que por naturaleza sólo se pueden encontrar en el infinito.
Quizá de vez en cuando se puede pensar que las quiebras y las catástrofes recurrentes que derivan del aventurarse utópico del hombre puedan despertar en nosotros un renovado realismo. ¿Podríamos quizás contemplar nuevamente el verdadero destino de la humanidad en el infinito? No estoy seguro. Desde hace mucho tiempo sabemos que la posibilidad de perfeccionamiento de la realidad operada por el hombre es un proyecto tonto y peligroso. Eso es justo lo que nos dicen el estalinismo, el maoísmo, el nazismo. El Holocausto y el Apocalipsis no han restaurado nuestra percepción del horizonte que delimita el cálculo (las intrigas) humano. Pero sutilmente hemos tratado de desplazar nuestro "proyecto de perfección" sobre una vía diferente, persiguiendo la utopía en su dimensión económica. Sin embargo, en el fondo, somos como el alcohólico que piensa que puede haber un modo diferente de tratar su obsesión. Aparentemente, con algunas condiciones, reconocemos los límites y los riesgos de las prescripciones ideológicas, pero, en el fondo, buscamos un modo diferente para llegar a los mismos fines.
El deseo del hombre sólo puede ser desviado hasta un cierto punto. En último término, el ser humano queda insatisfecho, y cada intento por vencer esta dificultad insuperable acaba en otra catástrofe. Las ambiciones del hombre siempre fracasarán a menos que no vayan dirigidas hacia una intuición auténtica del destino humano (destino último del hombre). Por lo tanto está claro: lo que nos espera si continuamos siguiendo esta ruta es la quiebra, la catástrofe, el aburrimiento y lo que se llama depresión, es decir el síntoma más inevitable de un intento de vivir una vida humana fuera de su dinámica naturalmente trascendental.
Hasta el día de hoy es raro que no se dé por descontado en las conversaciones públicas que la ciencia y el progreso hagan de la fe una cosa obsoleta.
Esta idea también invade las mentes de los creyentes, empujándolos a presuponer que la fe tenga que implicar necesariamente un cierto rechazo de la realidad científica. Se nos lleva a imaginar que la destrucción de lo sagrado en nuestra cultura es un efecto del "camino del tiempo", de la creciente capacidad de comprensión humana, del desvelar la falsedad de las hipótesis del pasado.
Pero el escepticismo moderno no es para nada una consecuencia del camino del tiempo o del progreso o de una creciente inteligencia. El problema de la fe en la cultura moderna no se debe a una falta de evidencia razonable, sino a la incapacidad de usar los hechos disponibles para reforzar al máximo la razón humana. Las formas positivistas de racionalidad usadas para eliminar la verdad de la realidad dentro del búnker están mutilándonos, privándonos de nuestra propia identidad, de nuestra propia estructura, de nuestra misma naturaleza, y por lo tanto de la esperanza de la cual cada uno de nosotros tiene necesidad para afrontar y ser capaz de sostenerse en el viaje que se nos ha donado.
Los seres humanos funcionan mejor con algunas hipótesis de trabajo sobre la totalidad de lo real, una visión global basada en las posibilidades de la existencia, infinitas, absolutas y eternas. Es justo la religión la que ofrece una hipótesis similar - nos da un mapa de la relación total con la realidad. Por lo menos por la simple razón de que ningún ser humano haya logrado nunca crearse a sí mismo, cada hombre es por definición "religioso", se acepte esta palabra o no.
Por eso, la destrucción de la "religión" es mucho más seria que la destrucción de una estructura moral o una identidad cultural - porque equivale a la pérdida de la capacidad de vivir con el sentido del misterio, de mirar el mundo con estupor, pero sobre todo de mantener la visión que le permite a la persona humana vivir plenamente, esperar y desear ardientemente el destino total del hombre. "La religión" permite a los seres humanos aceptar cada cosa, abrirse a la totalidad de lo real, vivir la vida. Los desarrollos culturales recientes se han dado de tal manera que han sustituido estas percepciones con conceptos ideológicos o parciales, pero éstos proporcionan una consistencia aproximativa - y sólo mientras el sujeto permanece protegido dentro del búnker.
Yo llamo "des-absolutización" al proceso que se desarrolla dentro del búnker - la reducción de la imaginación humana para suprimir sus preguntas fundamentales con respecto al origen y al destino. Si la "des-absolutización" de la humanidad es una estrategia deliberada de intereses potentes para someter y controlar a las poblaciones, es una pregunta interesante pero no es la más urgente. Es más importante ver cómo funciona en nuestras culturas y encontrar modos para revertirla. Ésta es la “emergencia hombre”.
En su ensayo El poder de los Sin Poder, Václav Havel hablaba «de la era post-totalitaria» en la que la tiranía obra por coerción pero a través de persuasión ideológica, que él describe como «casi una religión secularizada».
Parece una exageración decir que en las sociedades democráticas occidentales, con todos sus derechos y libertades, nosotros podríamos experimentar alguna forma de dictadura. Pero nosotros quizás estamos viviendo en las dictaduras más eficaces nunca concebidas - dictaduras del deseo: "tiranías" en las que han tomado posesión de nuestros deseos contra nosotros mismos, contra nuestros intereses últimos, contra la naturaleza última del hombre y la estructura humana esencial. ¿Y si el mecanismo de control ideológico más potente de todos fuera aquel que usurpa estos procesos naturales para hacernos esclavos, para empujarnos gentilmente a aceptar una forma reducida de libertad?
A veces, en lugar de ir al parque por un paseo, me encuentro entrando a un centro comercial y acabo por comprar un traje nuevo, una camiseta, un par de zapatos nuevos o a lo mejor un iPhone, del cual no tengo gran necesidad. Encuentro interesante observar este proceso del desplazamiento de mi deseo.
En primer lugar, miro los escaparates de las tiendas y veo un maniquí que viste un traje nuevo. Digo: «Me gusta ese traje, probablemente me quedará bien». Y ya la fantasía vuela. Salgo del momento presente y entro en una idea de mí mismo en algún momento del futuro - un momento en el que yo seré, en cierto sentido, perfecto. Inconscientemente, mientras contemplo lo que pienso comprar, y el efecto que tendrá en mi existencia, estoy ya mirando el momento en que haya alcanzado algo como el máximo de mi capacidad de satisfacción. Estoy preparando el camino para un momento paradisíaco aquí en el tierra.
Pero después miro la etiqueta del precio del traje y digo: «No, no, ¡es demasiado!». Por lo tanto hay una lucha dentro de mí mismo entre el precio y la fantasía. Así que me marcho, decidiendo renunciar al momento de perfección. Pero a mi retirada le falta convicción. En efecto, no puedo sacarme el traje de la cabeza. Se ha vuelto para mí en símbolo de algo desproporcionado, algo profundo en mi desear. Cuanto más trato de eliminarlo de mi conciencia, con más fuerza más retorna. Y al final, me encuentro diciendo: «Está bien, no es tan exagerado el precio, ¿verdad?... ¿por algo tan perfecto?… por algo que me hará perfecto…». Porque eso es lo que ha llegado ya a significar. Y así voy por ahí, como si no tuviera una meta. Pero de algún modo mi camino me lleva atrás, a pasar por la tienda del traje milagroso. Miro de nuevo el escaparate y digo: «Sí, es sin duda un traje precioso».
Luego me doy cuenta de un cartel que no había visto antes. Dice: «¡Hoy descuento del 20%!».
Es mi día de suerte! ¡Guau! Si hubiera visto ayer el traje, probablemente habría pagado demasiado. Mañana, quizás, me habría convencido a mí mismo de no comprarlo. ¡Pero hoy está rebajado, a propósito para mí! ¡Tengo que comprar este traje, está escrito! Yo puedo tener algo que me llevará a la perfección, y que tampoco cuesta tanto como habría podido costar otro día. ¡Ahora también el precio es perfecto!
Rápidamente me dispongo a completar la operación. Entro a la tienda y digo: «Compraré el traje del escaparate». Y mientras el vendedor prepara el traje, saco mi tarjeta de crédito y la tengo lista. El vendedor dice: «¿Quiere probarlo, señor?». Yo sé que eso es razonable. Podría no quedarme bien después de todo. Pero al mismo tiempo, quiero hacerlo velozmente: salir de la tienda con mi adquisición sin inconvenientes. Sin embargo, tengo que admitir que el vendedor tiene razón, así que tomo el traje y voy al probador. El traje no me queda tan perfectamente como había pensado, pero está bien. ¡Mi idea de perfección se ha avivado tanto que estoy preparado para pasar sobre la evidencia de una real imperfección! Así que me lo quito de nuevo, y salgo ligeramente acalorado del probador, le doy el traje al vendedor y pongo mi tarjeta de crédito sobre el mostrador. La operación está casi completa, pero un sentimiento de culpa empieza ya a crecer dentro de mí. En alguna parte de mí mismo, yo sé que las cosas no son justo como querría creer. Pero, en todo caso, tengo el traje en su porta-trajes, en mis manos, y me dirijo a casa con mi pedazo de paraíso.
El sentimiento de culpa continúa fastidiándome, pero quizás, saliendo del centro comercial, vea a un mendigo, sentado con un vaso de plástico ante él. ¡Ah! Hurgo en mis bolsillos para buscar algo suelto, y encuentro una moneda de dos euros. La dejo caer en su vaso. Y con estos dos euros, mi conciencia se ha calmado para mi viaje a casa. Estoy en paz.
De vuelta a casa, cuelgo mi nuevo traje en el armario junto a los tantos otros que ya tengo. Paso por encima de la fastidiosa evidencia que amenaza con revivir en mi conciencia, que ninguno de los anteriores trajes me ha llevado al Paraíso. Si me paro mucho a considerar las cosas, podría recordar que yo ya he vivido antes este preciso momento muchas veces, y que nunca ha terminado como me esperaba. Cierro las puertas del armario y me voy.
Luego, el tiempo pasa, quizás una semana o dos. A veces el traje me vuelve a la mente y brevemente considero cuándo me lo pondré, y eso me provoca una agradable sensación. Pero gradualmente el recuerdo del traje empieza a decolorarse, y después de un rato dejo de pensar.
Posteriormente, bastantes semanas después, abro el armario y, al ver el porta-trajes, lo saco. ¡Oh! ¡Un traje! Abro la bolsa con curiosidad, pero ahora no siento ninguna excitación. Es solamente otro traje como los tantos otros que ya poseo. La fantasía se ha evaporado. Es solamente otro traje.
Y luego, unas semanas después, llega el estado de cuenta de la tarjeta de crédito y el sentimiento de culpa vuelve, quizás acompañado por un poco de vergüenza. Y no hay ningún mendigo cerca a quien le pueda dar dos euros para comprarme un poco de paz.
Ésta es la historia de nuestro deseo enloquecido. Nos ocurre porque estamos hechos para la perfección, pero tendemos a intentar conquistar este deseo con algo inapropiado. No preparados para esto, estamos siempre condenados a buscar la correspondencia a nuestros deseos donde no es posible encontrarla. A veces un traje. A veces un bolso. A veces los zapatos. A veces un iPhone. A veces un coche, una barca, una villa. Existe siempre el mismo factor de arrastre: el infinito deseo por algo que, en lo profundo del corazón, sabemos que no es realmente un traje o una particular prenda o cualquier otra cosa que podemos quizás creer ser capaces de adquirir.
De nuevo vemos que cuando papa Benedicto hablaba de usar las materias primas de Dios dentro del búnker, no estaba pensando simplemente en cosas materiales. Los deseos más profundos del corazón humano también son utilizados por el mercado para cerciorarse de que las ruedas del comercio continúen girando y que el business continúe creciendo y que la gente continúe siendo convencida de que este crecimiento es la medida del bienestar humano y por tanto de la felicidad. Naturalmente desde el punto de vista del mercado, de la perspectiva del continuo crecimiento hace falta una garantía para todo eso: que el deseo no sea nunca satisfecho.
Se podría pensar que, después de seis trajes, siete trajes, nueve trajes, quince bolsos, cuatro autos, tres botes, dos villas - todas las veces descubriendo la misma cosa - un día el consumidor comprometido se detenga para reflexionar y decir: «Nada de esto me ha satisfecho». Pensaréis que, cuanto antes, podríamos exclamar: «Los trajes no son la respuesta» o «los zapatos no son la respuesta». «¡Las cosas no son la respuesta!». Pero esto no parece que ocurra nunca para la mayor parte de nosotros, al menos no definitivamente. Existe siempre la perspectiva de otra seducción.
La suma de dinero que nuestras sociedades deben hoy - a veces a otras sociedades, a veces a grupos de interés dentro de las mismas - ha superado la capacidad humana de comprensión. Cuando ves estas deudas representadas en el gráfico de un economista como una cadena de montañas sobre la línea del cielo, eso se convierte en una expresión visual de nuestro deseo focalizado sobre cosas equivocadas como una serie de quistes en la piel que sugieren que debajo hay algo seriamente enfermo.
El deseo humano ha estallado en el seno de los sistemas construidos por el hombre como un huracán dentro de una aldea en fiesta. Para comprender aún más plenamente, por lo tanto, nosotros tenemos que mirar nuestro deseo como algo en sí mismo y preguntarnos: «¿para qué hemos imaginado que servía este deseo?» y «¿a qué nos ha conducido eso?». Nuestro deseo se ha vuelto tan agresivo que hemos superado ya no solamente nuestra capacidad de pagar las deudas incurridas en perseguirlo, sino también la capacidad de nuestros hijos y quizás hasta la de los hijos de nuestros hijos.
Don Giussani y papa Benedicto XVI nos han hablado muchas veces del daño padecido por el «yo» humano en la sociedad moderna. Eso requiere un poco de claridad en este momento histórico porque lo que he descrito podría ser considerado un exceso del yo, un exceso al poner el yo en el centro. De hecho es extraño afirmar que, en una época que cada vez se vuelve más individualista, podría haber algún problema con la subjetividad humana. Cuando era niño me acuerdo de que estaba constantemente asombrado por el hecho de que yo era una persona aquí dentro, en mi cuerpo. Sabía que el mundo tenía una historia antes de que yo llegara, de la que yo no había formado parte y ahora, aquí estaba yo, miraba afuera, testimoniaba cada cosa.
Me sorprendía que mi existencia tuviera que ocurrir en aquel instante. ¿Por qué? Presuponía que otras personas tuvieran que tener el mismo significado de la excepcionalidad de su presencia. A veces preguntaba a los adultos si ellos probaban el mismo estupor al estar dentro de sus propios cuerpos, si tenían estas preguntas. Pero cuando les preguntaba: «¿También tú te sientes así?», ellos alzaban los hombros o decían algo del tipo: «no hagas preguntas tontas». Así me convencí de que era el único con estas preguntas, que cualquier otra persona era él mismo o ella misma, exactamente lo que él o ella eran para mí, es decir, una "tercera persona" y que yo era la única "primera persona", el único sujeto en medio de un grupo de objetos.
Estoy dispuesto a que me convenzan de que la confusión se debía a una distorsión de la percepción o de la perspectiva, pero, de un modo u otro, algo así ha caído sobre nosotros, se ha hecho verdad en nuestras culturas y nos afecta a todos: hemos llegado a pensar en nosotros mismos como en terceras personas. Nosotros nos hemos vuelto más individualistas, sí, pero el núcleo del sujeto de cada individuo se ha vaciado, a un nivel tan profundo que nosotros ya no pensamos en nosotros mismos como en sujetos primarios, sino simplemente como otros objetos, terceras personas singulares. Hasta delante de nuestros propios ojos, en cierto modo, nosotros hemos cambiado.
Cada uno de nosotros tiene un pasaporte, un código fiscal. Cada uno de nosotros tiene una identidad social que, incluso cuando nos distingue de los otros, nos hace como los otros. Todas las veces que nosotros escuchamos los programas de actualidad en la radio o en la televisión - eso de lo que hablan y a quienes hablan es esta entidad hecha objeto, esta parte de nosotros que es numerada, que es forma parte de un listado. Primero somos contribuyentes, luego somos consumidores, después electores, luego, al final, ciudadanos - como si eso fuese la extensión más completa de nuestra humanidad - con deberes y derechos, pero con un rostro que tiene el único objetivo de identificarnos en un contexto de seguridad.
Escuchando cada día las descripciones de nuestra realidad, nosotros raramente oímos mencionar otra dimensión de nuestra existencia, una dimensión mucho más inmediata y hasta más obvia: que nosotros somos inteligencias subjetivas singulares - milagros de conciencia y testimonio - que miran la realidad por primera vez en la historia justo en este momento, entendiendo cosas, testimoniando cosas, preguntándonos y asombrándonos. Si a veces esta dimensión interior aparece es tratada inmediatamente como periférica, insignificante, quizás hasta un aspecto problemático, como los adultos que ignoraban mis preguntas cuando era un niño. Ahora toda la cultura parece construida para desviarme de mi subjetividad. Me anima en mi auto absorción, sí, tolera mi egoísmo, promueve mi individualismo, pero mi subjetividad, mi ‘yo’, que es el instrumento para comprender el milagro de mi existencia, es tratado como un tipo de excentricidad, como un residuo de un modo de entender las cosas precedentes y equivocadas, de las que ahora es mejor no hablar.
Pero consideremos las matemáticas extraordinarias de mi existencia: que yo sea uno de los siete millones de seres humanos vivos, sobre esta relativamente minúscula partícula de materia que gira alrededor de una pequeña estrella, en una galaxia de millones de estrellas similares, en un universo de quizás millones de millones de galaxias similares. Y heme aquí, justo en este momento, que os miro, preguntándome: «¿Pero quiénes son todas estas personas?». No dentro de 374 años, no hace 635 años, sino justo ahora, en este momento que parece ser el único que existe. Mi existencia, estadísticamente hablando, está tan cercana a lo imposible que es, para los estándares terrenos, imposible. Si nosotros tradujéramos estas estadísticas en el pronóstico de un corredor de apuestas, nos daríamos cuenta de que nadie apostaría nunca sobre mi existencia, mi existencia es imposible, sin embargo yo estoy aquí. Incluso cada día yo busco la prueba de que la cultura en que vivo esté captando la naturaleza de este milagro y raramente veo o siento eso. Es extraordinario el hecho de que hayamos construido culturas que nos esconden el milagro de nuestra subjetividad, en la época más individualista de la historia del mundo.
¿Qué está sucediendo? Bien, para crear una sociedad materialista basada sobre una apropiación indebida del deseo de perfección humana es necesario que ocurra un proceso en dos fases.
Primero: se erosiona la subjetividad de la persona. Por lo tanto se persuade a la persona así reducida para reconstruir su identidad humana de una manera material. Así la cultura en que vivimos primero nos elimina y luego nos invita a re-inventarnos a nosotros mismos a través de un cristal o bien proyectados en una pantalla, como si estuviéramos mirándonos a nosotros mismos en el escaparate de una tienda, o en una computadora, o en la pantalla de la televisión o del cine. Nosotros existimos solamente mirándonos como en un reflejo o en una proyección. Nos volvemos actores de nuestras propias existencias.
Como si nuestra intimidad hubiera sido removida, nosotros literalmente nos hemos vuelto "no-entidad", pero se nos ofrece la oportunidad de hallarnos a nosotros mismos, de reconstruirnos nosotros mismos de nuevo en la sociedad. Los ladrillos de este proceso de construcción son las cosas que poseemos, la ropa que vestimos, nuestro look, dónde vivimos, los coches que conducimos. Gradualmente una nueva persona es reconstruida para sustituir al sujeto que había sido suprimido, para sustituir al "yo" que ha sido destruido.
Se puede observar este proceso de manera muy clara en las redes sociales en internet, donde los jóvenes pueden conocerse a sí mismos a través de las reflexiones concedidas por los otros usuarios de la red. Quién soy yo depende de cuántos "amigos" tengo, o a cuántos "gusta" lo que yo digo. ¿Quién dice que yo soy guapo?
Sin tal consentimiento parece que yo no sea nada. Yo no existo hasta que tengo la aprobación de los otros, que me hace emerger. No hay nada dentro de mí que afirme quién soy yo. Esto es solamente posible si yo estoy disponible para proporcionar a la cultura la obediencia que ésta solicita. Des-absolutizados de la cultura en que viven y respiran, nuestros hijos se reconstruyen en su condición herida, que deriva de su "yo" erradicado, vaciados de su subjetividad. Se reconstruyen gracias a los juicios producidos por otros, sin aceptar nada de ellos mismos excepto lo que es reconocido por otras "no entidades" convertidas en objeto, con las cuales buscan una relación, una comunión, sin saber qué buscan.
Segundo instrumento vital del búnker es el ataque dirigido a la sabiduría del pasado. Es como si la parte mucho más grande del conocimiento y el desarrollo humano hubiera ocurrido en el pasado más reciente - digamos en los últimos 15 años - con respecto al vasto período del progreso y de la evolución humana. El hecho de vivir en el presente permite a quien habla afirmar que tiene intelecto y capacidad de comprensión, que según él habían escapado a los procesos de pensamiento hasta de los pensadores más brillantes del pasado. También los más ingenuos e ignorantes tienen títulos para reivindicar una superioridad hasta en las personas más iluminadas en el pasado.
Quien twitea o manda un sms emana un sentido de superioridad que nunca antes había sentido, que lo deriva de la tecnología que utiliza. Se siente seguro al descartar los conocimientos del pasado simplemente porque a eso llegaron sin recurrir a los instrumentos de los que él dispone hoy libremente.
San Agustín en sus Confesiones escribió sobre el significado del tiempo:
«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser están en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?» (de Las Confesiones, libro XI).
En este texto, san Agustín ridiculiza amablemente nuestra confianza en captar el significado a través de las palabras. Sin embargo con algunas frases ágiles él va al corazón de uno de los más complejos enigmas de la realidad: la naturaleza del tiempo. Mil seiscientos años después sus palabras emergen de esta página proponiendo una cuestión todavía fresca de la manera más clara. Sin embargo, al nivel del discurso de todos los días, nosotros en nuestro conocimiento desde el búnker sentimos cierta superioridad con respecto a san Agustín sobre la base de su insistencia en reflexionar sobre cosas obvias. ¿Quién tiene necesidad de perder tiempo reflexionando sobre el tiempo, cuando tenemos el tiempo aquí en nuestro iPhone? La misma existencia de mi reloj o mi teléfono me da un sentido de dominio, de la conquista del tiempo por parte de la humanidad. Pero, en verdad, yo no he construido mi reloj, mi iPhone: los he comprado en una tienda. No sé prácticamente nada de cómo funcionan, sin embargo su misma existencia me permite sentirme intelectualmente superior a san Agustín, porque él vivió 16 siglos antes que yo. Quizás si san Agustín hubiera tenido un iPhone no se hubiera afanado en escribir estas cosas en sus Confesiones. La tecnología da a cada uno de nosotros un sentido de conocimiento, y para obtenerlo nosotros no hacemos nada. Así se acrecientan tanto nuestro potencial de escepticismo como nuestro desprecio por la investigación.
Nos proponemos liberarnos de todos los misterios uno a uno, para despertarnos un día conociendo todas las cosas. Igual que adquirimos una deuda con el futuro para tener acceso a una falsa satisfacción que el mercado moderno ofrece a nuestro deseo, ahora nosotros tomamos en préstamo todo conocimiento futuro y se lo otorgamos al presente. Nos imaginamos tan cerca de la omnisciencia y de la omnipotencia, que parece poca cosa. Lo único que realmente nos asombra es la ingenuidad de nuestros antepasados, su sentido de ser creados, dependientes y bendecidos.
La emergencia hombre: sucede aquí nuevamente la historia de Adán y Eva. La humanidad cansada de la dependencia de su creador trata por sí sola de abrirse camino. Pero este liberarse está acompañado por un elemento ulterior: una ambigüedad creciente relativa a la existencia misma de un creador. El escepticismo parece ser hoy un síntoma de un razonar inteligente, mientras la fe, en el mejor de los casos, es un optimismo ciego e irrazonable. Así de hecho el no creer se convierte en la opción preseleccionada, por defecto, de nuestra cultura. La humanidad decide continuar como si Dios no existiera - el hecho de que Dios exista o no exista no marca diferencia alguna. Para los no creyentes eso equivale a "razón". Para los creyentes significa que Dios se ha convertido en una especie de bonus: su existencia añade un aspecto que gratifica los esfuerzos del hombre, pero ha dejado de ser central, como máximo es un consuelo.
Hace años, cuando me preparaba para la Primera Comunión, la primera pregunta del catecismo era: «¿Quién ha hecho el mundo?». La respuesta dada era: «Dios ha hecho el mundo». Hasta entonces me daba cuenta de que esta respuesta no podía más que ser o verdadera o falsa. Pero, de algún modo, el hombre moderno ha logrado insinuar una tercera opción, evitando la dureza de la elección. En lugar de afrontar la cuestión la ha aparcado perezosamente, como si Dios fuera capaz contemporáneamente de existir o no existir, puesto en una especie de burbuja confusa, en la cual se puede tener en cuenta superficialmente pero sin que Le sea dada una forma o una figura concreta.
Quizá la situación sería preferible si hubiera, a nivel formal de nuestras culturas, un completo rechazo a Dios. Entonces nosotros estaríamos obligados a decidir, cada uno por sí mismo, cuál es la verdad. Pero este mundo confuso de fe a medias que hemos construido, presenta un escenario mucho más dañino. Aquí Dios es banalizado, no es tomado en serio, y sin embargo no es negado totalmente. Se cree en Dios a medias y a medias no se cree. En eso hay algo mucho peor que un insulto al Dios putativo: la suspensión de las cuestiones centrales de la existencia. Si directamente nosotros dijéramos «Dios ha muerto», nos encontraríamos afrontando su ausencia o no existencia, y confrontándonos con las cuestiones fundamentales de nuestra situación como mejor podemos. Pero nuestra solución de fe a medias nos permite dejar aparte tales cuestiones como si fueran discusiones filosóficas abstractas o argumentos para generar hipótesis en materia religiosa. No son preguntas, en cambio, que tienen que ver con la humanidad y sus esfuerzos de cada día.
El obscurecimiento de nuestra imaginación (apertura) religiosa ha ocurrido como parte de una reducción general de la amplitud y de la capacidad del razonar común. En esto la situación humana es exclusivamente definida en los términos del búnker, lo que significa: ideología, política, economía, psicología - todos conocimientos objetivados en los cuales una especie de know-how colectivo es capaz de explicar a cada uno de nosotros cómo pensamos y cómo nos comportamos. Una conversación colectiva construida de manera artificial, exclusivamente en estos términos, influye sobre el esperar y el desear humano, desplazando los impulsos humanos más esenciales de su fundamento de la realidad transcendente y pisoteando la capacidad de los seres humanos de razonar adecuadamente por sí mismos fuera de la mentalidad común. El resultado ha sido la división de lo humano que ocurre dentro de la persona - cada ser humano está dividido en sí mismo, exteriormente declarando obediencia a una realidad pública secularizada, pero interiormente muriendo de hambre, buscando desesperadamente medios para un conocimiento total de sí mismo. Los testigos históricos que en un tiempo nutrían el sentido de pertenencia de los hombres en una realidad absoluta ahora los han hecho aparecer como insignificantes e improbables. Cada vez más, por ejemplo, es inútil repetir simplemente verdades religiosas porque así no se hace más que consolidar el nuevo dualismo que deriva de la continua reducción de ambas realidades, la divina y la humana. La cuestión de Dios parece ya no importar porque no concierne a la vida real.
Mientras las consecuencias de todo esto, a nivel colectivo, pueden ser apartadas, la desintegración del conocimiento vital que surge dentro del corazón del hombre es mucho más profunda y es imposible liberarse de ella. Querría, en resumen, relatar el modo en que yo esencialmente llegué a malinterpretar mi propio deseo y mi propia libertad, habiendo perdido aquel significado de estupor que había tenido antes.
Desde niño yo había tenido una relación con Cristo profunda, apasionada, pero de adolescente me vi atraído por la promesa de un nuevo tipo de libertad. Eso fue especialmente dramático durante los años 70 en Irlanda, que se estaba transformando de un lugar gris y tranquilo a un tipo de cultura efervescente y dinámica, en la que la música pop y la cultura joven nos encantaban. Parecía que hubiera una elección por hacer. Cristo y la libertad aparecían en cierto sentido contrapuestos. No es que yo quisiera hacer esta elección y seguramente no sentía ningún resentimiento hacia Cristo. Habíamos estado juntos mucho tiempo, toda mi infancia. Sin embargo me sentía atraído por esa nueva libertad. Pensaba que quizás a Cristo no le habría gustado estar asociado con esa nueva libertad. No quería herir sus sentimientos, me deslizaba lejos de Él en la noche y me lancé a mi nueva aventura.
Con el tiempo eso me llevaría a descubrir algo fundamental. Yo desarrollé un problema con el alcohol, que de hecho es otra tergiversación del deseo. Porque lo que sucede es que tú decides que este líquido coloreado en el vaso es la respuesta a todas las preguntas y a todos los deseos, como el traje en el escaparate de la tienda que te promete el paraíso. Pero desafortunadamente esta respuesta es aún más letal que el traje porque es un veneno que ataca al espíritu dentro de ti. Eso es justo lo que me ocurrió. En diciembre pasado me sometí a un control médico y los doctores me sugirieron hacer un angiograma para ver las condiciones de mi corazón. Consiste en inyectar un líquido azul en las venas, para ver en una pantalla las condiciones de los vasos sanguíneos y te da un mapa del sistema circulatorio. El alcohol con el tiempo me proveyó de algo parecido a un mapa - pero un mapa de mi espíritu.
Esencialmente, a través de mi experiencia con el alcohol, he aprendido que mi estructura estaba definida por un deseo infinito de algo grande. Intercambiar el alcohol por la respuesta me hizo consciente del hecho de que yo estaba construido en cierto modo - que yo era creado, que yo era dependiente, que yo no estaba hecho por mí mismo. Que yo era mortal en cierto sentido, pero infinito en mi deseo.
¿Pero para qué era mi deseo? ¿Pero qué deseaba yo?
Yo he sido afortunado por haber encontrado personas que habían hecho un viaje parecido y que me dijeron: «La respuesta a tu pregunta es…Dios».
Al momento respondí: «Llevo veinte años escapando de esto».
Pero permanecí cerca de estas personas y gradualmente empecé a entender de manera diferente lo que ellos decían. Si Dios te ha hecho, me decían, Él te ha hecho para sí mismo, en relación a sí mismo. Si esto es así, entonces negarlo inevitablemente te causará sufrimiento. «Y tú has experimentado este sufrimiento».
Sí, dije.
Así empecé a seguir más cuidadosamente lo que ellos decían y poco a poco empecé a verme a mí mismo de manera diferente. Volví un poco a como me recordaba siendo niño o como el hombre de la tierra salvaje del que hablaba antes: necesitado de ayuda, vagando, preguntando, agradeciendo, hablándole a Cristo, que me daba cuenta de que estaba cerca. Al inicio hice esto como un acto de fe, pero sin creer. Pero pronto, a pesar de mi escepticismo, noté que mi vida mejoraba: ya no tenía necesidad de beber, ya no tenía miedo.
Éste fue el inicio de la revisión de mi realidad, que me condujo a ser de nuevo mendigo - después de muchos años en los que había intentado ser Dios.
Un par de semanas después de que papa Benedicto XVI pronunciara el discurso en el Bundestag, yo hablaba en Dublín en una conferencia de un círculo literario y el argumento era el gran poeta irlandés Patrick Kavanagh, uno de los más grandes poetas cristianos del siglo XX.
Kavanagh se definía siempre como un poeta "católico" entendiendo con eso que cuando él miraba un pájaro, un árbol o una flor, él veía la entidad creada y eso le recordaba que él mismo era criatura.
He aquí una pieza de su poesía Inocencia:
Dijeron que estaba encadenado a los setos de espino
de la vieja granja y no conocía el mundo.
Pero yo sabía que la puerta del amor a la vida
es la misma puerta en todas partes.
Avergonzado de la que amaba,
la arrojé de mí y la llamé zanja,
aunque me sonreía con violetas.
Para Kavanagh la poesía no era literatura sino teología. Él decía que lo importante de una poesía era «el relámpago», que él definía como «el Otro Mundo que nos informaba de su existencia». Este «relámpago» ocurría de improviso a través de las palabras y, de manera extraña, independientemente de ellas. Muchos años después de su muerte conocí a su hermano menor, Peter, del cual Patrick me hablaba como «mi custodio secreto».
Peter me explicó que una poesía es en realidad un rezo. Me dijo: «Patrick creía en la divinidad, así que lo que él esperaba era captar un resplandor de esta visión beatífica, de este lugar sobrenatural. Las palabras son la parte menos importante de esto. En una poesía las palabras arden en una tremenda trama de algo insólito».
Pero hace dos años, hablando de estas cosas a un público "des-absolutizado" en un barrio elegante de Dublín, me daba cuenta de que entre el público había personas descontentas con mi descripción. En Irlanda ya no está de moda para los escritores, poetas o músicos hablar del «relámpago».
Al final un hombre me desafió y dijo: «Esto está desesperadamente caducado».
«He venido aquí para escuchar una lección sobre Kavanagh», se quejó: «No una lección sobre el catolicismo».
Yo respondí que Kavanagh se miraba a sí mismo en el modo en que yo lo describía y que ignorar eso quería decir perder de vista su significado esencial. Él dijo: «Ay, estamos cansados de estas cosas, ¿no te das cuenta de que el hombre ha estado en la luna?». En ese punto el tiempo se detuvo. Sabía que acababa de una tarjeta postal del búnker en cuanto esta frase resumía verdaderamente todo aquello de lo cual hablaba el papa Benedicto. «¿No te das cuenta de que el hombre ha estado en la luna?». Realmente este hombre estaba expresando la certeza del positivismo, la seguridad dada por el búnker por el hecho de que ya no hubiera ninguna necesidad de considerar la idea de un creador, o del misterio de sí mismo o de su vida, o de la realidad.
En aquel momento yo entendí que tenía que responder. Sin embargo, recuerden, también yo estaba en el búnker. Las palabras que aquel hombre decía tenían sentido para mí, pertenecían a ese modo "racional" de pensar que me era familiar, yo mismo podía sucumbir a ellas en cada momento.
Aquel hombre estaba expresando algo hasta el día de hoy ampliamente profesado, está en el corazón mismo de la cultura dominante en mi país como en el resto del mundo.
La implicación está en el hecho de que el progreso científico había expuesto la falsedad de la visión cristiana de la realidad y de la humanidad. Hoy raramente esta idea no es implicada en cualquier conversación común y si somos honestos, también invade la mente de los creyentes, susurrando que en el fondo se adhiere a las ideas religiosas a pesar de los hechos obvios de la existencia.
«¿No entiendes que el hombre ha estado en la luna?».
Yo no tenía una respuesta, simplemente abrí la boca y me salió una pregunta: «¿Pero tú has estado en la luna?».
Y él respondió: «No».
«¿Por lo tanto qué diferencia ha supuesto para tu vida el hecho de que otro hombre haya estado en la luna? ¿Las preguntas de tu corazón han encontrado respuesta gracias a este conocimiento?».
El hombre pareció confundido por la pregunta, pero también un poco enfadado, como si yo tratara de engañarlo. Me respondió que sus hijos y sus nietos habían desechado desde hace tiempo «todas estas cosas».
Yo entendí. Él pensaba que era obvio para cualquier persona inteligente que, ya que él había visto a un hombre caminar sobre la luna, había cambiado todo. No se daba cuenta de que eso podía ser cualquier cosa, excepto una posición racional, inteligente, frente a la realidad.
Pero, le dije, Neil Armstrong fue a la luna y caminó sobre ella. Luego volvió a la tierra, se acostó y durmió. La mañana siguiente despertó y fue al baño, se miró en el espejo y vio la cara de Neil Armstrong que lo miraba. Y a pesar de que hubiera caminado sobre la luna, tenía las mismas preguntas que tenía antes de dejar la tierra: ¿quién es este hombre? ¿Quién genera la vida dentro de este cuerpo? ¿Por qué Neil Armstrong está aquí?
Cuando se estudia el perfil de los científicos y de los aventureros que han sido auténticos innovadores en el progreso humano, a menudo se descubre que su certeza religiosa ha crecido antes que reducido por su experiencia en la frontera del descubrimiento humano. La fe de muchos de ellos, sobre todo de los astronautas, parece que se haya acrecentado como resultado de encuentros más cercanos con el universo. Aunque Neil Armstrong no haya hablado públicamente de su credo personal, es sabido que era un hombre de gran fe, que creía en un Dios personal. El último acto de su compañero astronauta sobre el Apolo 11, Buzz Aldrin, antes de que la puerta de la astronave se abriera, fue sacar una biblia, cáliz y vino y la hostia. Antes de hacer historia él celebró la Comunión. John Glenn, el primer americano en orbitar alrededor de la tierra, dijo: «Contemplar fuera semejante creación y no creer en Dios es para mí imposible».
Allá arriba estos hombres se quedaron asombrados. Estaban maravillados. Pero todos estos sentimientos de estupor y humildad se nos ahorran en el búnker. Al calor y sobre seguro, nosotros miramos a estos héroes de la aventura humana y llegamos a la conclusión opuesta: que la omnipotencia humana está a un paso más cerca y que Dios, por tanto, es superfluo.
Los que tienden a afirmar las cosas en estos términos generalmente no forman parte del proyecto humano o de la innovación científica, simplemente reivindican, por fines ideológicos, los progresos hechos por otros. Son observadores, son gente que se apodera del trabajo ajeno, no protagonistas o gente que participa. Imaginen la respuesta de Dios mientras mira al hombre que llega a la luna. No pienso que Dios sea duro o se eche a reír de nuestros esfuerzos, sin embargo mirando la extensión de los cielos que él ha hecho se le podría perdonar si riera para sí mismo pensando: «¡Qué bello es que esta gente haya logrado salir del propio planeta!»… ¡Como un padre que mira a su hijo gatear sobre la alfombra por primera vez!
El actual sentido generalizado de inminente omnisciencia de la humanidad es un artificio de la falsa lógica. Cada día nosotros recibimos informaciones que aumentan nuestra sensación de que la humanidad se está moviendo inexorablemente hacia la omnisciencia y la omnipotencia. En cuanto una nueva frontera de la ciencia se anuncia, los medios de comunicación extrapolan de esto un juicio que concierne a la naturaleza más importante del hombre y de su posición. Nosotros recibimos este juicio y podemos sentirnos cambiados y obligados en cierto modo por eso, sin embargo nosotros a menudo tenemos muy poca comprensión de la naturaleza del progreso, del descubrimiento que se ha hecho, a menudo descrito de manera apresurada y aproximativa. La mayor parte de nosotros no está implicado directamente en ninguno de estos progresos humanos. Nosotros somos observadores. Sin embargo siempre sentimos una agradable sensación de satisfacción porque la humanidad ha dado otro paso de gigante hacia adelante. La idea de que el progreso humano cambia la condición de la humanidad es fundamentalmente para cada uno de nosotros una ilusión que deriva de un boca a boca, de una señal de la omnisciencia que se acerca, que de hecho no añade nada a lo que ya sabemos.
A veces este proceso tiene un efecto en nosotros a pesar de nosotros mismos, a pesar de nuestra determinación a creer, incluso a pesar de nuestra comprensión de que la fe en Dios ha tenido una consistencia en nuestra vida. Cada nuevo anuncio parece que sea el definitivo para quitarle energías a nuestra esperanza. Nosotros imaginamos no tener ningún modo de ponerlo en cuestión o tratar de responderle. Así eso parece imponer en nosotros un juicio definitivo. Nutre nuestro escepticismo con el aliento robado a nuestra vida.
El hombre moderno se siente cada vez más inteligente, pero queda inmovilizado delante de las preguntas con las que se han enfrentado sus antepasados en su religiosidad. Con su mente cree ser parte del gran proyecto que se acerca a la omnisciencia humana, pero en su corazón se siente excluido de ello. Como mucho, siente que es el único que tiene dudas y que es mejor guardarlas para sí mismo.
Pero, amigos míos, hay una buena noticia: en el búnker hay un aspecto de esta auto-asfixia que a la larga no se sostiene. El hombre ha dejado fuera del búnker el misterio del universo, pero lleva dentro el misterio con su mismo ser.
También nosotros somos misterio y no podemos dejarlo al otro lado del muro. He aquí por qué ha sido necesario suprimir el «yo» del ser humano: el «yo» es el que da testimonio al misterio.
El paso más importante para reconquistar nuestra subjetividad perdida frente a las grandes preguntas de la existencia es tomar conciencia del búnker y dejarse sorprender nuevamente por mi/tu/nuestra presencia aquí. Hasta en el búnker yo puedo asombrarme a cada momento del milagro de mi existencia. Una vez sintonizado con esta sensibilidad, entonces ya empiezo a revertir la condición de mi vida. El único modo para ir hacia adelante es hacer visible el búnker, fijarse en sus estructuras, en sus consecuencias, y cómo eso ha llegado a dominar nuestras vidas. Y luego dirigirse nuevamente hacia el infinito y reconocer que eso es mucho más real.
Don Giussani nos da el método en El Sentido Religioso, capítulo 10: «Quiero que se imaginen salir del vientre de su madre. Apenas han nacido. ¡Cierren los ojos e imaginen que están a punto de salir del vientre de su madre!». Don Giussani nos permite tomar en nuestras manos, en este momento, todos los instrumentos que podamos usar para comprender la realidad, todos los instrumentos más reales de nuestra razón: nuestra experiencia, la inteligencia, las emociones, las intuiciones, etc. Así sales fuera, entras en el mundo, en esta habitación. ¿A qué conclusión llegarías de esta experiencia inicial de realidad? Cuál es tu respuesta cuando miras la realidad - los colores, los movimientos, el ser, la luz… todo esto frente a mí. ¿Qué son estas cosas? ¿Quiénes son estos seres?
Y por lo tanto poder tomar conciencia de mí mismo. ¿Quién me ha hecho? ¿Yo? ¿Qué es este yo? ¿Por el hecho de que yo pienso, yo me convierto en el origen de mí mismo? ¿Quién soy yo? Mis manos - ¿de dónde vienen?
Yo no me he hecho a mí mismo.
Yo no hago nada.
Eso hemos perdido: el estupor frente a lo que existe, a lo que somos. Necesitamos aprender a cambiar de dirección, en cada momento en el búnker, y hallar de nuevo este estupor. Para comprender lo que el búnker está haciéndonos y para percibir, también parcialmente, aquello que el búnker conspira por suprimir. El desafío a la razón hasta el día de hoy no es probar la existencia de Dios, sino desarmar los andamios de la falsa lógica, que se ha entrometido entre nosotros y en la verdad sobre nosotros. A causa de estas reducciones, que lo admitamos o no, el búnker ha hecho de Cristo un mito, una idea sentimental y un policía moral. Eso es un crimen contra Cristo, pero es un crimen aún más grande contra la humanidad.
Piensen: si reflexionaran sobre el modo en el que piensan, quedarían conmovidos por el hecho de que sus pensamientos son un diálogo. Van por ahí, conducen el coche, se sientan a tomar un café en un bar – aquí, ahora… su mente está en acción - ¿con palabras, sin palabras? - pero en un modo o en otro siempre como una conversación.
¿Y con quién? Es como si hubiera otro presente. Este ser o esta relación siempre está conmigo y siempre ha estado aquí.
Reflexiono un instante: sólo por estar aquí, en cierto modo, me siento amado. Yo he tenido esta sensación toda mi vida, pero no era consciente de serlo hasta hace poco tiempo. Lo daba por descontado o trataba esta sensación de serenidad y paz que me venía dada como un fenómeno naturalista. Tenía una comprensión del amor de Dios, pero como algo abstracto, distante. Supongo que durante mucho tiempo lo he confundido con el amor de mis padres, que también creía natural e indestructible. Pero ahora mis padres han muerto, aunque todo esto continúa. Me siento amado y este sentimiento me reanima, me fortalece con un hambre inagotable por la vida y por el vivir. Sin este significado de amor del que hablo la vida sería insoportable y nada en el búnker sería capaz de protegerme.
Ha llegado el momento para mí de dar un nombre a este amor, o de otro modo podría ser acusado de ser evasivo. El nombre que yo doy es Cristo, éste es el nombre de El que me sostiene.
Yo no puedo perder a Cristo pero puedo descuidar Su presencia en el lugar en que estoy. ¿En esta misma habitación en que me encuentro desde hace una hora mis pensamientos se han abierto para incluirlo?
Escuchen…
¿Por qué hay que afligirse por la pérdida de Cristo? ¿Es una cuestión de mostrar respeto a Cristo, de honrar Su llegada, Su sacrificio, de dar homenaje a Su Resurrección? A riesgo de provocar desacuerdo yo diría que no. Si fuera simplemente una cuestión de ofender a Cristo olvidándolo, conocemos bastante Su personalidad para poder vivir con este riesgo. ¡Quizás, el día del juicio, podríamos ser capaces de convencerlo de haber tenido una solución mejor para la cuestión de nuestro destino!
No - la cuestión es que, en virtud de nuestra estructura dada e irreductible, no podemos funcionar fuera de la relación divina que Cristo nos ofrece.
No es que hemos olvidado a Cristo, sino, como decía Flannery O'Connor, nos hemos vuelto como «atormentados por Cristo». Cristo sigue presente, lo sabemos. Sin embargo no podemos testimoniarlo, no podemos decir su nombre por miedo a la sospecha y la condescendencia. Como Pedro, lo negamos hasta el canto del gallo. Pero la misma enormidad del dolor que sentimos - inconscientemente o intercambiándolo por otra cosa - constituye la medida de nuestro deseo de él. La confusión creciente, la disociación, la alienación, la soledad crean una imagen negativa de la plenitud a la que aspiramos. Cristo sigue presente, quizás todavía más claramente, en nuestra sensación de Su ausencia.
Queridos amigos, les invito a identificarse con todo esto.
Traducción de María Eugenia Flores Luna para Kaire
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