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DOCUMENTOS

Tu obra es un bien para todos

Julián Carrón
11/12/2009 - Página Uno - Apuntes de la intervención en la asamblea general de la Compañía de las Obras. Assago, 22 noviembre 2009

1. En estos tiempos de crisis percibimos como nunca la verdad del lema que habéis elegido como tema de vuestro encuentro anual: «Tu obra es un bien para todos». Y esto lo comprenden mejor que nadie los que se han visto más afectados por la crisis, sus familias, sus hijos.
Tratar de mantener en pie una obra en estos tiempos es algo verdaderamente arduo. Vosotros lo sabéis bien, pues os debatís entre seguir construyendo este bien o tirar la toalla y echar el cierre. La tentación del individualismo está siempre al acecho. La insidia del “sálvese quien pueda” hoy es más fuerte que nunca.
Para muchos de vosotros sería más cómodo. Os ahorraríais no pocas preocupaciones. Pero, a pesar de todo, no os habéis encerrado en vosotros mismos, olvidándoos de los demás. De esta forma habéis vencido el individualismo del que hablaba Bernhard Scholz. Pero como la tentación permanece, es necesario tener razones que nos ayuden a resistir. Esta quiere ser la finalidad de mi contribución. Paradójicamente, la crisis puede convertirse en una ocasión para poner cimientos más sólidos en las obras que estáis construyendo, adquiriendo mayor conciencia de las razones que las sostienen.

2. El individualismo es un intento de resolver los problemas tan viejo como la cuestión del hombre, la cual implica la relación entre el propio bien y el bien ajeno, la tensión entre “yo” y comunidad. El hecho de no vivir solos, de hallarnos siempre dentro de una comunidad, nos obliga a decidir continuamente la forma de afrontar esta paradoja.
Estamos llamados a vivir este desafío en un contexto cultural que ofrece una respuesta a la tensión citada: el individualismo. Por decirlo con una frase: yo alcanzo mejor mi bien si prescindo de los demás. Más aún: el individualista ve en el otro una amenaza para alcanzar el objetivo de su propia felicidad. Todo esto se puede resumir en la expresión que define la actitud propia de esta mentalidad: homo homini lupus.
Pero diciendo esto, la modernidad se muestra incapaz de ofrecer una respuesta exhaustiva, es decir, capaz de contemplar todos los factores que están en juego. De hecho, la concepción individualista resuelve el problema eliminando uno de los polos de la tensión. Y una solución que debe eliminar uno de los factores en juego, simplemente no es una verdadera solución.
La petición cada vez más insistente de reglas muestra hasta qué punto este planteamiento es equivocado. Cuanto más se concibe al otro como un enemigo potencial, tanto más se pone de manifiesto la necesidad de una intervención exterior para gestionar los conflictos. Esta es la paradoja de la modernidad: cuanto más fomenta el individualismo, tanto más obligada se ve a multiplicar las reglas para controlar al “lobo” potencial que cada uno de nosotros podría llegar a ser. El fracaso clamoroso de este planteamiento está hoy a la vista de todos, a pesar de los intentos por esconderlo. Nunca habrá reglas suficientes para amaestrar a los lobos.
Este es el resultado tremendo que se obtiene cuando todo se basa sobre la ética y no sobre la educación, es decir, sobre una relación adecuada entre mi persona y los demás.
Pero el corazón del problema no es tanto la incapacidad de las reglas. La verdadera cuestión es que el individualismo está fundado sobre un gigantesco error: pensar que la felicidad equivale a la acumulación. En este aspecto, la modernidad demuestra de nuevo la falta de conocimiento de la naturaleza auténtica del hombre, de esa desproporción estructural de leopardiana memoria. Y esto hace que el individualismo, además de ser equivocado, resulte inútil para resolver el drama del hombre.
A esto haría falta añadir un engaño ulterior, proclamado por el poder dominante: que se puede ser feliz prescindiendo de los demás.

3. Para responder adecuadamente a nuestro problema, el punto de partida es la experiencia elemental, que cada uno de nosotros puede reconocer lealmente en sí mismo: «Cualquier hombre de buena voluntad, frente al dolor y a la necesidad, inmediatamente se pone manos a la obra, demuestra generosidad» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, Encuentro, Madrid 2001, p. 114).
Pero este sentimiento natural de generosidad no tiene posibilidad de mantenerse en el tiempo sin razones adecuadas: «La solidaridad es una característica instintiva de la naturaleza humana (en unos más que en otros), pero no hace historia, no crea obras; como mucho, se queda en una emoción o en la respuesta reactiva a una emoción. Y una emoción no construye» (Ibidem, p. 116).
¿Cómo sostener esta experiencia elemental ante la necesidad? Don Giussani se hacía esta pregunta hace años, en una asamblea como ésta de hoy: «¿Cómo puede el hombre mantener vivo este “corazón” frente al cosmos y, sobre todo, frente a la sociedad? ¿Cómo puede mantenerse en la positividad y el optimismo (porque no se puede obrar sin optimismo)? La respuesta es que solo no se puede, pero sí implicándose con otros. Estableciendo una amistad operativa (convivencia, compañía o movimiento): es decir, una asociación más copiosa de energías basada en el reconocimiento mutuo. Esta compañía será más consistente cuanto más permanente y estable sea el motivo por el que nace. Una amistad que nazca del interés económico dura lo que dure el juicio acerca de su utilidad. Por el contrario, una compañía, un movimiento que nazca de la intuición de que el objetivo de una empresa excede los términos de la empresa misma y que ésta es un intento de responder a otra cosa mucho más grande, en fin, un movimiento que nazca de la percepción de ese corazón que todos tenemos y que nos define como hombres, establece una “pertenencia”» (Ibidem, pp. 86-87).
Esta experiencia elemental muestra que el otro es percibido como un bien, hasta el punto de que se pone en movimiento la solidaridad y llega a generarse un pueblo que responde a la necesidad. Por eso sentimos la necesidad de juntarnos para ser sostenidos en nuestro ímpetu inicial. Esta posición ha permitido a muchas personas mantenerse en pie, más que muchas proclamas vacías.
La pertenencia como ayuda a la experiencia elemental también es el método para corregir la reducción, continua e inevitable, de dicha experiencia elemental en la vida y en la acción. No somos ingenuos, optimistas ni utópicos al estilo de Rousseau. Conocemos bien nuestro límite, el pecado personal y social, y por eso –como dice don Giussani en el discurso de Assago de 1987 (en El yo, el poder, las obras, op. cit., pp. 151-156)– la pertenencia a movimientos corrige continuamente, en quienes participan en ellos, este error, educándoles continuamente en la belleza, la verdad y la justicia. En vez de estado policial, educación en una pertenencia.
Pero en tiempos de crisis, ni siquiera la tensión ideal y la amistad operativa pueden resistir a la tentación del individualismo, si no encuentran una razón adecuada. Debemos tener siempre claro el equívoco en el que incurrimos demasiado a menudo: sustituir una amistad, nacida para sostener el camino del “yo”, con un proyecto de éxito hegemónico que pasa a través del poder político-social. Esto no es capaz de mantenerse ante las tormentas de la vida.
Por este motivo, la situación actual se transforma en una ocasión privilegiada para que madure la conciencia de por qué estamos juntos, para aclarar las razones, de modo que se pueda resistir a cualquier tsunami.

4. Sin una razón adecuada, no existe posibilidad de resistir y, por tanto, de construir algo que tenga una perspectiva de duración en el tiempo. Sólo algo que sea más consistente que cualquier eventualidad puede constituir un fundamento adecuado para construir. ¿De qué se trata?
Para responder a esta pregunta, permitidme una confidencia personal. Cada año tengo que hablar con aquellos que, después de años de noviciado, piden la admisión definitiva en la asociación Memores Domini. En estas ocasiones, siempre me surge una pregunta: entre todos los aspectos particulares que constituyen la vida, ¿en qué debo fijarme para ayudarles a comprender si es razonable o no dar este paso tan decisivo en su vida? Como yo no sé la forma en que el Misterio les llevará al destino, qué situaciones o circunstancias les hará pasar el Señor, la única garantía que les permitirá afrontar cualquier eventualidad es que cada uno haya hecho una experiencia que, suceda lo que suceda, no pueda quitársela de encima. Una experiencia que pueda sostener toda la vida. Y me viene a la mente una frase de santo Tomás familiar para muchos de vosotros, que expresa sintéticamente la clave de la cuestión: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente lo sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción» (Summa Theologiae, II-II, q. 179, a. 1). Solamente un afecto en el que uno haya encontrado la mayor satisfacción puede sostener toda la vida.
¿Puede existir un afecto así? ¿Existe un afecto que corresponda tanto a nuestra espera que pueda convertirse en un fundamento capaz de resistir en cualquier batalla? O, expresado con otras palabras más apropiadas para la ocasión de hoy: ¿existe un afecto que satisfaga más que cualquier individualismo?
Como el hombre es exigencia de totalidad, sólo algo que sea total puede corresponder a tal exigencia. Sólo ha habido en la historia un hombre que tuviera tal pretensión: Jesús de Nazaret, el Misterio hecho carne. Sólo uno que ha tenido la gracia de encontrar un don así, puede comprender cuál es esa satisfacción que permite sostener toda la vida. Así pues, sólo será posible resistir al individualismo si hemos recibido un bien inconmensurable como éste.
Éste es el realismo cristiano: «Porque si Dios no se hubiera hecho hombre, nadie podría plantear su vida con esta gratuidad, ninguno de nosotros se atrevería a mirar a su vida con esta generosidad» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, op. cit., p. 122).
Se comprende mejor el comienzo de la reciente encíclica del Papa: «La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 1).
¿Por qué? Porque «todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza» (Ibidem, 2).
Esta caridad ilimitada de Dios para con nosotros, más satisfactoria que ninguna hipótesis de individualismo, nos hace a su vez sujetos de caridad: «Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad» (Ibidem, 5).
De la sobreabundancia de la caridad, de la plenitud del amor del que hemos sido objeto, puede brotar la gratuidad. ¡No de una carencia, sino de una sobreabundancia!
«La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar en un “desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres”, en el tránsito “de condiciones menos humanas a condiciones más humanas”, que se obtiene venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino» (Ibidem, 8).
Sin esto no podremos seguir construyendo por mucho tiempo. Hace veinticinco años, don Giussani le decía a un grupo de universitarios que «nosotros no podemos continuar siendo tan activos y producir lo que hemos producido en estos años feroces sin la comunión; pero la comunión, sin Cristo, no se mantiene en pie. La razón de la comunión es Cristo. Sólo el pensamiento de Cristo, sólo la relación con Cristo genera la condición por la cual puedo permanecer en la compañía sin sentirme alienado, es decir, el amor a mí mismo, el amor a los demás como reflejo del amor a mí mismo. Por eso digo que no se puede permanecer en el amor a sí mismos si Cristo no es una presencia, como es una presencia la madre para el niño […]. Si Él no es presencia, si no ha vencido a la muerte, es decir, si no ha resucitado y, por tanto, si no es el dominador de la historia –por lo que el tiempo no es capaz de detenerle, el espacio y el tiempo no lo delimitan–, si no tiene en su mano la historia, si no es el Señor del tiempo y del espacio, si no es el Señor de la historia, si no es mío como lo fue de Juan hace dos mil años, si Tú no eres presencia real para mí, oh Cristo, yo vuelvo a ser nada. Por tanto, el cambio que necesito es el reconocimiento de Tu presencia, el reconocimiento continuo de Tu presencia. La conversión es como uno que va por la calle, como si yo estuviese andando lleno de buenos pensamientos sobre Él y en un cierto momento me diese la vuelta (conversio) y Le viese presente. Todo es distinto, el camino se convierte en algo distinto. La justicia es esta fe, y la fe es reconocimiento de esta Presencia. Cristo ha resucitado, es decir, Cristo es contemporáneo del tiempo, es contemporáneo de la historia. Ahora bien, éste es el cambio profundo que implica el sujeto nuevo, la criatura nueva: la fe en Cristo crucificado y resucitado, en donde el “crucificado” es la condición para ser resucitado. Por tanto yo no podré escandalizarme si la condición para vivir la alegría que Él me ha prometido es la cruz, es más, esta será la demostración fascinante de que incluso el dolor, la cruz y la muerte se convierten en alegría. Como dice san Pablo, “estoy lleno de alegría, desbordo de alegría en mi tribulación”: humanamente es algo inconcebible, es decir, es otro ser, es otro mundo que está presente y que debemos, desde nuestra pobreza, reconocer, reconocer cada vez con mayor fuerza, de forma que se vuelva cada vez más habitual, más familiar, para que nuestra presencia en el mundo sea cada vez más redentora, es decir, sea cada vez más humanizadora de nosotros mismos y de los demás» (L. Giussani, Qui e ora (1984-1985), BUR, Milán 2009, pp. 76-78).
Dicho de otra forma, «para poderse amar a sí mismos, para poder obrar mucho, hace falta estar juntos; para poder estar juntos hace falta reconocer un amor a sí mismo que permita amar también a los demás, y por tanto que obre el cambio grande que es el amor a la gente y a uno mismo considerado como relación hacia el destino. Pero esto sólo es posible por una Presencia; no es posible si Cristo […] no ha resucitado, es decir, si no es contemporáneo. Entonces, reconocer esta contemporaneidad, esta presencia en mi gesto, esta compañía en mi camino, es el primer y fundamental gesto de libertad que permite todos los demás, es más, que permite e incita todos los demás» (Ibidem, pp. 82-83).
Una experiencia así puede superar definitivamente el individualismo: el “nosotros” entra en la definición del “yo”.
Y por este motivo podemos, entonces, imitar a Dios. No porque seamos capaces, sino porque somos preferidos por Él: «En nuestros propósitos y proyectos nosotros tenemos en cuenta todo lo que hace falta para llevarlos a cabo de un modo realista. Pero, además de esto, debemos provocar o tratar de provocar, a imitación del Señor, una emoción que no entra en los cálculos para organizar las cosas, sino que nace y se dirige directamente al compañero, al hombre, en forma de amistad, gratuitamente. Esto es la caridad. Ayudar gratuitamente al vecino, a un hombre, a resolver y responder a la necesidad que tenga, sea del tipo que sea: desde la necesidad del pan a las necesidades del alma. Solventar o ayudar a solventar la necesidad por la que cualquier hombre llora y sufre. Tener presente esta caridad es algo que quienes nos rodean consideran una locura en el mundo de hoy. Dicen: “Sí, esto es idealismo”; lo que equivale, en su lenguaje, a decir: “Es una estupidez. Estás loco. ¡Es mejor que mires a lo que tienes que hacer! Deja esa sobreabundancia que puede alterar el resultado de tu actividad”. Si estáis aquí es porque, en vuestro compromiso de trabajo, en vuestra tarea organizativa, en la realidad que conocéis y en vuestra compañía habéis encontrado un motivo para actuar, más allá de lo que debéis hacer o realizar, en una gratuidad que no puede calcularse y que no da lugar al cálculo. Sólo Dios está más allá de cualquier posibilidad de cálculo. Por eso vuestro trabajo es, y debe tender a ser, imitación de Dios o, mejor dicho, imitación de Cristo» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, op. cit., pp. 121-122).
Esta imitación de Dios no es algo que podamos hacer con nuestras energías. Existe la posibilidad de imitar a Dios porque Él mismo nos da esa caridad con la que podemos imitarLe. Por eso, «la caridad es un factor que contesta y penetra en todos los demás factores; la caridad es lo más grande de todo. Engendra un pueblo que no puede nacer más que de algo gratuito. Los mejores cálculos no pueden hacer que brote el fenómeno más alto de la expresión humana, que es la realidad de un pueblo. […] Entre nosotros ha nacido un pueblo por una gratuidad que imita, que trata de imitar la sobreabundancia y la gracia con las que Cristo vino y permanece entre nosotros. Lo que conviene más a la vida es, en efecto, la gratuidad, cuando penetra en las entrañas de nuestros cálculos» (Ibidem, p. 122).
Que la gratuidad penetre en las entrañas de nuestros cálculos debe estar siempre ante nosotros como ideal, como algo a lo que tender. Porque nosotros, siendo todos pecadores, no estamos en absoluto exentos de la decadencia de la gratuidad que se precipita en un puro cálculo, imaginándonos que seremos preservados sólo por pertenecer a una amistad como la nuestra. El riesgo, que no es sólo un riesgo, de enrocarnos en una defensa corporativa de lo que hacemos, que tal vez incluya un proyecto de hegemonía política, está siempre al acecho. Que la gratuidad sea la máxima conveniencia significa una carrera en la búsqueda del bien que pasa por el respeto de las leyes, pero que hace que esta gratuidad se convierta en afecto, en construcción para el bien común, en corrección sin reticencias frente a la caída continua.
Resulta más clara entonces nuestra auténtica finalidad: no crecer en tamaño y en poder, sino que las obras sean ejemplo de una diferencia humana que la gente percibe y que produce en ella un asombro, porque esta diferencia testimonia a Otro. Esta es la respuesta a la regeneración continua de la vida pública. Esta es la moralidad que necesita nuestro país.

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