«Oh when the Saints go marchin' in, oh Lord I want to be in that number, oh when the Saints go marchin' in... Y cuando vayamos al norte de Uganda, cuando vayamos a ver al padre Tiboni. ¡Oh Señor, yo quiero ser uno de ellos!». El viaje en autobús duró siete horas y no dejamos de cantar en ningún momento. Cantábamos a la belleza de nuestra compañía, llenos de expectativas como íbamos a nuestras vacaciones.
Nada más llegar, fuimos al St. Mary Lacor Hospital a visitar al padre padre Pietro Tiboni; un sacerdote comboniano de noventa años, que fue uno de los que en los años setenta vieron nacer la comunidad del movimiento en Uganda. Cantamos también para él. Mirándonos fijamente a la cara, le fue preguntando a cada uno cómo se llamaba y quién era. Achiro Grace le cantó Barco Negro, pero la emoción hizo que rompiera a llorar y terminó el canto arrodillada ante su silla de ruedas. En las semanas previas, Rose nos había repetido mucho que cuando ves el rostro de Cristo te invade el silencio. Para las 45 personas que estábamos allí con el padre Tiboni, aquella tarde aconteció el silencio. La única posibilidad de estar juntos en ese momento era cantar. Y entonces nuestro canto adquirió nueva vida, pues lo que cantaba era el corazón vibrante de cada uno de los alumnos y profesores.
«Que nos dejemos tomar por Él, que esta sea nuestra petición», con estas palabras concluyó Rose la primera noche de las vacaciones, invitándonos a irnos pronto a dormir pues la mañana siguiente teníamos que levantarnos a las cuatro para ir de safari.
A las ocho de la mañana entrábamos en el parque y comenzaba nuestra aventura en la sabana. Nunca había visto un paisaje igual, era inabarcable. Después de una hora y media de viaje dentro del parque llegamos al Nilo, y allí embarcamos rumbo a las cascadas Murchison. El sol era imponente; había hipopótamos, búfalos, elefantes y cocodrilos refrescándose en el agua. Vimos una cría de elefante que iba caminando junto a su madre, un cocodrilo con las fauces abiertas de par en par, pajarillos que volvían a su nido, encaramado en un acantilado. Y luego vimos los rápidos. Nunca había tenido miedo al agua hasta ese momento. Después de media milla de navegación, el agua seguía bullendo a nuestro alrededor. Nos acercamos a una roca que vimos de lejos y nos bajamos del barco para darnos un chapuzón en las aguas del Nilo. Luego retomamos el camino de regreso, con una breve parada para comer a la sombra de los árboles, donde unas monas intentaron tímidamente acercarse a nosotros, una con su bebé a la espalda, y la otra con el suyo colgando del vientre.
Ahí empezaba el verdadero safari en autobús. Antes de empezar, el guía nos explicó las reglas. Lo más importante era estar en silencio, abrir bien los ojos y tener paciencia, bastante paciencia. No queríamos irnos sin haber visto los leones, así que pusimos a prueba nuestra paciencia y no nos marchamos hasta que anocheció, por lo que llegamos bastante tarde a la cena.
Fue tan grande la alegría de ese día que cada instante estaba lleno de plenitud. Por eso nadie se quejó en ningún momento por lo largo que era el viaje o por lo tarde que llegamos a cenar. En la mesa, se veía en los ojos de todos el estupor de la jornada, como una gratitud llena de alegría.
Por la noche me acordé de que, durante el paseo por el Nilo, Rose me dijo: «Ver una sabana como esta, una tierra tan inmensa, es realmente relajante». Tenía razón. Normalmente, durante la jornada bullen en mi cabeza un montón de cosas, pero ese día solo una cosa invadía mi mente y mi corazón: «Se ha hecho hombre».
Ante todo lo que habíamos visto, mi corazón no dejaba de repetir esa frase, como si no terminara de creérselo. Ante el extraordinario espectáculo de jirafas, manadas de elefantes, hipopótamos nadando, el río Nilo en todo su esplendor, me decía: «El que ha hecho todo esto se ha hecho hombre». Y no solo se ha hecho hombre sino que se ha hecho hombre para mí. Hasta tal punto que toda la grandiosidad de esta tierra es como si pidiese entrar en relación conmigo. Con la sabana delante de mis ojos, pude descubrir el significado más importante de mi vida, la razón por la que nací, y qué tiene que ver mi nacimiento con la Resurrección de Cristo.
A la mañana siguiente, antes de rezar los Laudes, Rose nos dijo: «Esta oración no es distinta de todo lo que hicimos ayer, no es distinta del desayuno que acabamos de tomar, no es distinta de nuestro descanso. Todo consiste en estar con Él».
Esta es la única descripción leal con las vacaciones, porque es la forma más verdadera de expresar qué ha sucedido. Ha sido un momento en que hemos vivido en nuestra carne la vocación de la vida: vivir en relación con esta Belleza. Sin estos amigos, nunca habríamos podido tener una conciencia así.
La última etapa de nuestro viaje, antes de emprender la marcha de vuelta a Kampala, fue volver a visitar al padre Tiboni. Volvimos a cantar para él y Omara Daniel, uno de los alumnos, leyó la poesía que había escrito sobre los días que acabábamos de pasar juntos:
¡Oh! Qué tristeza por aquellos
que han quedado encerrados en la ciudad, la ciudad de los grandes muros, los muros que te ocultan cuanto hay en el exterior.
¡Oh! Qué felicidad por aquellos
que han tenido la ocasión de salir,
salir de los muros de la ciudad.
Los que tienen el orgullo de decir
que fuera de la ciudad está la belleza.
¡Porque ellos saben qué es la belleza!
Esta belleza se ha hecho carne para mí. Y mi oración después de estas vacaciones se ha convertido en una mirada a mí misma como morada para Él, para que esta Belleza en la carne se convierta en mi carne.
Ciara Egan, Kampala
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