En las clases de teología que llevaba a cabo en el Aula Magna de la Universidad Católica de Milán, don Giussani citaba con frecuencia uno de los primeros estudios estadísticos que venían de Estados Unidos, donde se analizaba el influjo del cine sobre la mentalidad de los ciudadanos americanos. “Quien entonces iba al cine una vez a la semana”, nos decía, “en poco tiempo razonaba como el promedio de los personajes de las películas que había visto”. Y, después de habernos escudriñado en silencio por unos instantes, puntualmente añadía: “Pensad hoy en día, ¡que miráis una o dos películas cada día!”.
Deseando que en las casas de los Memores Domini cada detalle facilitara la memoria continua de Cristo, Giussani pidió desde el comienzo que no hubiera televisión. Desde los años en que comenzó a difundirse en las familias italianas, la había descrito como uno de aquello “modernísimos medios de invasión de la persona” a los que se debía una “exasperación de la influencia ambiental” sobre el modo de pensar de los jóvenes.
Podemos aplicar estas consideraciones, y con más fuerza, también a la situación que se ha creado en tiempos más recientes. La difusión de las nuevas tecnologías de comunicación, de los teléfonos móviles a las tabletas, desde el e-mail a Internet o las redes sociales virtuales no es un hecho neutro. Ellas tienden a cambiar nuestra relación con toda la realidad.
El punto de partida de la educación que nos proponemos a nosotros mismos en este campo es por tanto una invitación a abandonar cualquier actitud ingenua. Queremos, por el contrario, tomar plena conciencia de las consecuencias que el uso de estos instrumentos ha tenido y tiene sobre nosotros, entender que tipo de relación con el espacio y el tiempo, con las cosas y las personas nos ha transmitido.
Quiero centrarme en dos cuestiones básicas que nos ayudan y pueden tal vez constituir una primera orientación para otros...
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