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CARTAS

«Profe, ¿qué es lo que cambia el hecho de que Dios exista?»

12/11/2013

Durante la última Escuela de comunidad con Julián Carrón, me llamó mucho la atención la carta de una profesora sobre la redacción de uno de sus alumnos de trece años. De vuelta a casa, pensaba que esa redacción era la descripción exacta de lo que significa vivir sin Dios y me ayudaba a responder relativamente a una provocación que me surge a menudo con mis alumnos. Doy clase de religión.

No se trata de filosofar, pero los chicos se muestran totalmente escépticos ante la idea de que pueda existir Dios, creador y providencial. Ante argumentos razonables sobre la presencia de Dios en la historia y en la vida del hombre (en clase sigo literalmente el Curso de Formación de don Giussani), me dicen que, aunque fuera verdad que Dios existe, en el fondo la vida no cambia por eso: el dolor sigue siendo el mismo y la vida no parece demasiado bella, excepto en ciertos momentos felices que son como paréntesis. «Profe, ¿qué es lo que cambia el hecho de que Dios exista o no?». Pocas preguntas me interpelan tan a fondo como esta, y en la Escuela de comunidad vi expuesto ante mis ojos el cuadro de una vida sin la hipótesis de Uno que te hace, que te quiere.

He pensado mucho sobre la redacción de ese chaval que nos describe solos, intercambiables, como parte de un mecanismo natural y material, nos hace concebirnos tristes y cínicos. Pocas preguntas me interpelan tan a fondo como esta, que me puso ante los ojos el cuadro de una vida sin la hipótesis de Uno que te hace, y te quiere. Podríamos resignarnos a ello si no sucediera algo que nos hiciera sentir importantes, únicos, amados. Y me he dado cuenta de que a mí eso me ha sucedido, y me sigue sucediendo. Hay alguien para quien yo soy verdaderamente importante, están mi marido, mis hijos, mi madre, mis amigos. Quizá en eso no me diferencie mucho de mis alumnos: todos tenemos a alguien, de un modo u otro. Sin embargo, yo tengo algo más: tengo a Dios, que me ama más que todos los demás, porque es el único capaz de quererme tal como soy. Nadie puede hacerlo antes de conocerte, antes de que existas. Antes de saber cómo serás. Tu madre quiere a su hijo, tu marido quiere a la mujer a la que ama, tus amigos quieren a un amigo de verdad. Todos tenemos a alguien que existe y es maravilloso sentirse acogidos, aceptados, deseados, pero eso sigue siendo algo genérico. Nada que ver con haber sido pensados y queridos, con esta cara, con esta forma de ser. Eso es lo que nosotros queremos, lo único que nos puede satisfacer. Pero eso sólo es posible para Dios.

Nada más publicarse los apuntes de la Escuela de comunidad, fui a clase con mi tablet y leí la redacción de ese chico y el comienzo de la Escuela. Así lo hice en las primeras horas. Después de cada clase, salía comprendiendo cada vez más cosas, cada vez me sorprendía por algo nuevo, me sentía llena de razones y de gratitud. Podría decir que daba esas clases para mí misma en primer lugar, aunque debo decir que aún no estaba del todo satisfecha, porque ¿qué es lo que cambia por saber o no saber que «hay Uno que te hace»? Tal vez no basta con saberlo para poder vivir.

En la clase de quinto curso estamos trabajando sobre el hecho de que el cristianismo no es una moral ni un espiritualismo, sino un acontecimiento. Al leerles la carta, les digo: «¿Por qué pensáis que Dios se ha hecho carne? Para que pudiéramos experimentar de verdad, en la carne, en lo concreto, que Él nos ama justamente así, queriéndonos tal como somos. Esto es lo que sacudió completamente a Zaqueo, Juan y Andrés, la Samaritana, la adúltera. Todos ellos encontraron un amor que era más profundo que el de un padre y una madre, el de un hijo, el de un amigo o el de una mujer. Sólo aquella mirada les hizo sentirse verdaderamente queridos». Se lo decía a ellos, y a mí misma.

Jesús estaba allí esa mañana, delante de mí, una pobrecilla. Y delante de ellos, delante de Lefi, que es muy inteligente y que escribe rap, delante de Lorenzo, que sufre muchísimo porque su madre le ha abandonado, delante de Martina, que está viendo morir a su familia, delante de todos, que estaban con los ojos como platos y el corazón en tensión. Tan destrozados por un mundo cínico, que se ven obligados a encerrarse tras la máscara de la distracción, del cinismo, que les hace sentirse intercambiables. Pero queda su corazón, con ese indomable deseo de ser amados hasta el fondo. Rezo para que puedan encontrar lo que yo tengo.

Marida, Albenga

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