En las clases de 4º ha habido un poco de revuelo a causa del valor de la persona. El tema de estudio es la concepción que Jesús tiene de la vida, donde el valor de la persona es incomparable con el mundo entero debido a su dependencia original de Dios. La discusión está servida: eutanasia, aborto, hasta los derechos de los animales que alguno defendía con más énfasis que a sus propios congéneres.
Cierro la discusión. «El problema, chicos, está mucho antes de todo eso». Me dirijo a una alumna y le digo: «Tú ¿por qué vales? ¿Cuál es el valor de tu vida?». Se queda perpleja y no sabe qué decir y alguien responde en su lugar “porque es una persona”. «¿Y la palabra “persona” —sigo preguntándole— a qué responde? ¿En razón de qué eres una persona y vales más que todo el cosmos? ¿Por ser joven e inteligente, por tu belleza, porque tienes una familia o un novio que te quieran? Pero el valor tiene que estar en ti misma, ¿quién eres tú para valer tanto?».
La clase está ahora en silencio. «Os dais cuenta de que pasáis años en un instituto y acabáis aprendiendo tantas cosas, hasta la estructura del átomo o del calamar, pero no podéis responder a la pregunta más importante, “¿quién soy yo?”. Por eso vivís en la confusión en todas las cosas que os pasan y en todas las relaciones».
Han pasado unas horas y Juan, un chico de 2º, me busca en un aparte. «Yo no debería existir». Ya ha salido a flote la confusión, pienso para mí. «Yo no aporto nada a nadie», me dice. Juan es un chico callado, de buena presencia, algo introvertido; desconozco las circunstancias que le han llevado a pensar eso. «Juan, el valor de tu vida es uno solo: eres hecho por Dios en cada instante, ahora mismo, Él te hace porque te ama. Existes porque eres amado». Juan insiste: «Pero ¿si no soy de ayuda a nadie? ¿Y si nadie me echara de menos?». «Eres un don de Dios para todos, incluso para los que no se dan cuenta. Tú eres esta relación misteriosa con Dios y eso es lo que aportas con tu persona y nadie puede ocupar ese lugar por ti; por eso eres único». Charlamos un buen rato y se marcha con una cara de respiro, de cierta satisfacción.
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