Hace tiempo que no hablo con Henry, un antiguo alumno. Nada más encontrarnos de improviso en el patio del instituto ya le asoma la pregunta, así que terminamos sentándonos en un banco. «¿No sería mejor volver a una vida más animal?». Pienso que se trata de una broma. «Me refiero a la vida como sería antiguamente, más pegada a la naturaleza, tal como el hombre vivía hace siglos». Henry se explica añadiendo: «porque podría ser la solución, nuestros problemas vienen de la vida urbana, de la complicación en que vivimos».
«Pensándolo bien — le respondo — seguramente sería un ritmo de vida más humano, con aspectos más familiares al hombre. ¡Ciertamente menos estresante! Pero, ¿qué es lo que define al ser humano? ¿qué hace más humana la vida?, ¿la tranquilidad? Las preguntas que llevas dentro coinciden contigo, tú eres esas preguntas. Lo que da gusto por la vida no es el campo y las ovejitas, sino la respuesta a esas preguntas acuciantes, una apertura a la respuesta donde tú te conviertes en un buscador, en un aventurero, llenas de sentido tu vida. En toda la evolución del ser humano, desde la Edad de Piedra hasta Platón, la pregunta permanece; de hecho es todo el recorrido que el hombre hace por intentar responderla. ¿Tú tienes esa pregunta?». «Claro que la tengo, pero como no la puedo responder…», dice Henry, y yo le interrumpo: «…como no la puedes responder, ¡nos vamos al campo con las ovejas!».
«No puedes sostener la pregunta tú solo, al final vas dando tumbos entre la rebeldía y el aburguesamiento, siempre en permanente confusión sobre ti mismo. Necesitas un amigo que con su certeza te ayude a sostener las preguntas más importantes de tu vida, sin evitarlo, como has hecho hasta ahora, simplemente porque su certeza no entra dentro de tu medida. Entonces toda la realidad en nuestro mundo complejo y estresante te será familiar, te hablará de otra cosa que siempre echas en falta». Henry no dice nada. Yo añado al despedirme: «Por cierto, te echo de menos».
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