A cada afirmación mía responde como si le hubiesen puesto un resorte: «Pero, ¡es que nada es para siempre!». Naomi es una alumna nueva de bachillerato. Llega un momento en que comienzo a impacientarme por tanta interrupción, especialmente cuando apenas estamos empezando las lecciones y no he podido desarrollar ni un punto completo del temario.
Vuelve a interrumpirme con la misma cuestión y cuando ya estoy a punto de llamarle la atención, no sé cómo, me doy cuenta de que la chica realmente está liberando un grito desde dentro de ella misma, como si me estuviera pidiendo que le asegurara que no es verdad lo que dicen todos, que nada es para siempre. El chico flaco que está sentado a su lado es su novio y asiste a mis clases desde el curso pasado. Así que me dirijo a ella y le pregunto si está enamorada de ese chico; ella asiente tímidamente con la cabeza, así que yo le digo: «Naomi, mira a la cara a tu novio y dile que ni él ni vuestro amor sois para siempre». Toda la clase está a la espera de Naomi. Su novio está callado. Un momento que parece muy largo, luego rompe a decir: «¡No puedo!». «No puedes – le digo – porque sería contradecir tu propio ser, tu realidad, tu propia exigencia más verdadera, sería como romperte». Eso quiere decir que afirmar que todo es nada y que el hombre es sólo materia en evolución no puede ser cierto. Es algo que sólo ideológicamente y en abstracto se puede pensar, pero que choca contra las fibras vivas de nuestro ser.
Naomi sigue con puntualidad mis clases. Escucha y atiende como pocos alumnos, no se pierde nada. Está aprendiendo a partir de su experiencia, está empezando a juzgar lo que oye con el criterio de su propio corazón.
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