Martín es el hijo pródigo que volvió al Instituto. Cuando se fue, le dije que la cuestión entre él y yo no estaba zanjada. Pero desde que ha vuelto sigue tal cual, como siempre, en todas las clases: «Yo no estoy de acuerdo», «Desengáñese, profe, la vida es esto, no hace falta más», «Soy feliz, me bastan las cosas tal cual son», «No hay otro sentido de la vida que el que dan las cosas». Desde que volvió siempre la misma canción. Hemos comenzado el bachillerato y parece que nada ha cambiado después de cuatro años. Pero Martín, impertérrito, sigue inscribiéndose en la asignatura de religión.
«Profe, ¿podemos quedar para hablar un día tranquilamente?», me preguntó. Yo me temía una conversación acerca de sus ideas sobre cómo afrontar la vida, pero la simpatía y el afecto que me produce un alumno que sigue y sigue sin desaliento intentando dar respuesta a su vida es más fuerte que cualquier otra consideración o cansancio en mí. Así que lo invito a cenar.
Trascurridos los primeros momentos Martín va al grano: «Profe, no puedo evitar el notar que siempre me falta algo. Yo creía que a medida que tuviera más años, viviera cosas nuevas, eso desaparecería. Sin embargo, cuantas más experiencias vivo, es peor». Yo estoy sorprendido de semejante confesión, así que le pregunto: «Y todas las ideas que tienes sobre cómo vivir y ser feliz, ¿qué ha sido de ellas?». «Me he dado cuenta – me dice Martín – de que al final no era sino la gestión de un problema que no puedo resolver. Profe, me siento pobre, muy pobre. Pero tengo 17 años, ¡no quiero ser pobre!». Los ojos se le han rayado de lágrimas, así que decido salir del restaurante para que nos dé el fresco. «¿Te das cuenta Martín – le digo – de que hoy te has tirado a la piscina de lleno, que te has mojado conmigo totalmente? A partir de ahora la relación entre tú y yo ha cambiado totalmente, ya no podemos mirarnos sin ser conscientes mutuamente de la verdad de nuestra pobreza». Él sigue repitiendo lo mismo: «Soy pobre, ¿y qué hago ahora?». «Y ¿qué puede hacer un pobre?», le pregunto. No me contesta. Vuelvo a preguntar, por tercera vez. Con un poco de fastidio me responde: «Pedir, ¡qué va a hacer!, pedir». Le entrego un texto y le invito a que se vea con otros compañeros y conmigo en el recreo para trabajarlo: «Empieza a mendigar».
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