Hemos comenzado el curso. Voy preguntando a todos por las vacaciones. Cada uno cuenta sus peripecias, lo bien o regular que lo han pasado, dónde han estado, qué hicieron. Los chicos comienzan contentos como todos los años, se alborotan un poco para intervenir y hacer comentarios en voz alta. Érika levanta la mano para intervenir: «Profe, mi verano ha tenido dos partes. La primera parte fue estupenda, nos fuimos con toda la familia a un apartamento en la costa, todos los días teníamos playa, y por las noches salía con mis amigos a bailar o a dar una vuelta; fue lo que se supone que deben ser unas vacaciones. Pero sólo duró la mitad del verano». Los chicos siguen haciendo comentarios graciosos sobre la playa o con quien estuvo bailando en verano. Le pregunto por la otra mitad de las vacaciones. «Luego, de forma repentina, mi padre se puso malo y tuvieron que ingresarlo. La cosa era grave y me pasé un mes en el hospital junto a mi padre haciéndole compañía todo el tiempo que me dejaron estar allí hasta que salió del hospital». Ya no hay alboroto en la clase, todos atienden. «Érika – le pregunto – ¿cuál de los dos momentos del verano ha sido para ti humanamente más intenso y verdadero?» Érika responde sin titubear: «Cuando estuve con mi padre enfermo». «Fíjate en tu experiencia – sigo yo – el primer momento en la playa fue pura distracción, es como si tú realmente no fueras tú. El dolor de la enfermedad de tu padre te ha despertado, ha hecho que salga a la superficie quién eres tú, tu verdadero “yo”, tu exigencia infinita. Ahora tienes que decidir conforme a este emerger de toda tu humanidad: o la circunstancia dolorosa es algo que hay que soportar hasta que pase, o es la ocasión que Dios te da para madurar, convirtiendo esos momentos en los más auténticos de tu vida, haciéndote más grande». Respuesta de Érika: «Ya tomé esa decisión, profe, me acordé de las clases del año pasado, y sé que esa circunstancia, como usted la llama, no ha sido absurda en mi vida. Eso es lo que ha hecho que la pudiera vivir sin hundirme».
Termino la clase hablando a todos: «Sólo cuando uno, por algo que le pasa, alegre o triste, sale de la distracción y dice “yo”, toma conciencia de su propia humanidad, que nace de Otro, que está en relación con un Misterio concreto y uno se dispone a escucharle, mejor aún, a encontrarse con Él».
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