El reconocimiento de la santidad siempre ha sido, desde la Iglesia de los orígenes, una forma especialmente importante de apoyo mutuo entre las comunidades cristianas y para la construcción de un “magisterio por ejemplos” capaz de mostrar al mismo tiempo tanto la presencia operante entre los cristianos del Espíritu Santo, capaz de suscitar carismas dispares “para la construcción de la comunidad”, como afirma san Pablo, entre los que destacan las diversas modalidades del testimonio; como la configuración concreta de la respuesta de la fe y de vidas “aferradas por Cristo” en las situaciones más variables y mutables de la historia.
Así, si bien la “forma dominante” de la santidad fue, en la Iglesia de los tres primeros siglos, la del martirio, que fue inmediatamente reconocida y gradualmente “regulada” en sus características (por ejemplo, pronto se llegó a afirmar que no era martirio el de quien temerariamente se lanzaba en manos de soldados que no tenían intención de matarlo, porque el martirio no podía ser una decisión propia sino el reconocimiento de una vocación particular, y a veces también imprevista), con el tiempo se llegó a reconocer que había obispos y monjes que, aun no habiendo sufrido el martirio, habían vivido una unión y dedicación total a Cristo tan evidente y luminosa que convertía su existencia en un auténtico «sacrificio viviente, santo y agradable a Dios». De ahí el reconocimiento de su ejemplaridad y santidad, siempre como “toma de conciencia” de la fecundidad de su magisterio.
Luego, en la historia de la Iglesia las formas de santidad se fueron desvelando y obteniendo reconocimiento también con formas distintas según las diversas culturas y espiritualidades. Por ejemplo, en la Iglesia ortodoxa bizantino-eslava existen categorías de santos –los “pacientes por Cristo” o “aquellos que sufrieron pacientemente el sufrimiento y la muerte”, o incluso los “locos por Cristo”, personas que unían una reputación de locura a una limpidez total, casi infantil, de la fe– que en Occidente no se reconocen como razones especiales para la canonización.
Que ahora el Papa Francisco establezca, mediante el motu proprio Maiorem hac dilectionem, una nueva «ruta en el proceso de beatificación y canonización» (art. 1) con la voluntad de reconocer la existencia de «ofrecimiento heroico de la propia vida, sugerido y sostenido por la caridad», nos ayuda a reconocer mejor cuáles son los rasgos del cambio de época que estamos viviendo.
De hecho, el “punto focal” de esta nueva vía para la santidad es el ofrecimiento de la vida propter caritatem (por motivo de caridad), una ruta que permite reconocer una especial configuración a Cristo –y un correspondiente dono del Espíritu que la sostiene y la hace posible– en situaciones en que, por parte del asesino o perseguidor, ni siquiera hay intención de actuar in odium fidei, sino sencillamente una falta tal de humanidad que llega a configurar completamente en él la imagen de Dios. Ante esta situación –de la que tenemos tantos ejemplos trágicos ante nuestros ojos– el testimonio del ofrecimiento de la vida por amor es ante todo el camino para demostrar que la fe en Cristo devuelve al hombre toda su dignidad, capaz de decir una palabra nueva incluso a quien ya se ha vuelto insensible a la propia percepción de la presencia de Dios.
Reconocer y proclamar delante de todos los fieles cristianos y delante del mundo entero que la raíz auténtica y última del ofrecimiento de sí que tantos bautizados realizan es la caridad de Cristo significa volver a proponer –también delante de aquellos que han excluido totalmente de su horizonte la percepción del Misterio– en toda su originalidad y universalidad el mensaje del Evangelio, particularmente del versículo de Juan (15,13) que constituye el título del motu proprio («Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»). Que la Iglesia siempre haya reconocido este versículo como la descripción, ante todo, de la pasión y muerte de Cristo, y que este versículo se retome en el culto eucarístico, demuestra clamorosamente que este motu proprio pretende sencillamente puntualizar y volver a llamar la atención de todos sobre un hecho: que el sacrificio de Cristo hoy se vuelve actual, en un contexto que muchos califican de crisis del cristianismo, de un modo que debemos mirar y reconocer más de cerca. Y que, tal vez, cada vez con mayor frecuencia, nosotros también podremos reconocer que estamos llamados a vivir así. Solo por gracia.
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