Lo había definido como un viaje «un poco especial» y lo ha sido. Las intensas horas que el Papa ha pasado en Fátima desde la noche del viernes 12 de mayor hasta primera hora de la tarde del día siguiente representan –en la agenda de los 19 viajes internacionales de Francisco– las que han tenido menos protagonismo del obispo de Roma. En el santuario de Cova da Iria, donde hace exactamente cien años la Virgen se apareció a tres niños que cuidaban del rebaño, los verdaderos protagonistas han sido María y el pueblo de los sencillos, más de medio millón de peregrinos llegados desde todo Portugal, pero también desde varias partes de Europa y del mundo.
Francisco es un Papa profundamente mariano y muy vinculado a la devoción popular, como atestiguan sus continuas visitas a la Salus Populi Romani, el icono que se conserva en la basílica de Santa María la Mayor. Para celebrar el centenario de la primera aparición (13 de mayo de 1917) y la canonización de dos de los tres pastorcillos, Francisco y Jacinta, los primeros niños proclamados santos sin ser mártires, Bergoglio ha querido invocar a la Virgen pidiéndole el don de la «concordia entre todos los pueblos» en un mundo agitado por tantas guerras. El 13 de mayo tiene también un significado especial en la vida del Papa. Ese día, hace 25 años, el padre Bergoglio recibió la llamada del nuncio apostólico de Argentina, Ubaldo Calabresi, que le anunciaba su nombramiento como obispo auxiliar de Buenos Aires.
Nada más llegar a la explanada del santuario, Francisco se dirigió a la capilla de las apariciones, una minúscula iglesia englobada hoy en una moderna estructura mucho más amplia, que nace en el punto exacto donde los pastores vieron a la Virgen. Ante la imagen de María, dejó primero un ramo de flores blancas y luego una rosa de oro, don tradicional de los pontífices a los santuarios marianos.
En la oración que recitó, intercalada por el canto de las invocaciones marianas, Francisco se presentó como «peregrino de la paz»: «Imploro para el mundo la concordia entre todos los pueblos». Pidió a la Virgen que custodiara «los dolores de la familia humana que gime y llora en este valle de lágrimas».
«Haz que sigamos el ejemplo de los beatos Francisco y Jacinta», añadió, «y de todos los que se entregan al anuncio del Evangelio. Recorreremos así todas las rutas, seremos peregrinos de todos los caminos, derribaremos todos los muros y superaremos todas las fronteras, yendo a todas las periferias, para revelar allí la justicia y la paz de Dios». Y terminó diciendo: « Seremos, con la alegría del Evangelio, la Iglesia vestida de blanco, de un candor blanqueado en la sangre del Cordero derramada también hoy en todas las guerras que destruyen el mundo en que vivimos».
Dos horas después, ante un mar de velas encendidas que iluminaban la fría noche de Fátima, Francisco participó en el Rosario. Saludó a los peregrinos, propuso llevarlos a «todos en el corazón, especialmente a los más necesitados», tal como la aparición señaló a los tres pastorcillos después de mostrarles la visión del infierno. Pidió que «sobre cada uno de los desheredados e infelices a los que se les ha robado el presente, de los excluidos y abandonados a los que se les niega el futuro, de los huérfanos y víctimas de la injusticia a los que no se les permite tener un pasado, descienda la bendición de Dios encarnada en Jesucristo». Tras recordar, con palabras del Pablo VI, que «si queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos», el Papa quiso desbrozar el campo para ayudar a mirar a la Virgen y relacionarse con ella en consonancia con el Evangelio. «Peregrino con María, ¿qué María? –se preguntó–. ¿Una maestra de vida espiritual, la primera que siguió a Cristo por el “camino estrecho” de la cruz dándonos ejemplo, o más bien una Señora “inalcanzable” y por tanto inimitable? ¿La “Bienaventurada porque ha creído” siempre y en todo momento en la palabra divina, o más bien una “santita”, a la que se acude para conseguir gracias baratas? ¿La Virgen María del Evangelio, venerada por la Iglesia orante, o más bien una María retratada por sensibilidades subjetivas, como deteniendo el brazo justiciero de Dios listo para castigar: una María mejor que Cristo, considerado como juez implacable; más misericordiosa que el Cordero que se ha inmolado por nosotros?».
«Cometemos una gran injusticia contra Dios y su gracia –añadió Francisco– cuando afirmamos en primer lugar que los pecados son castigados por su juicio, sin anteponer —como enseña el Evangelio— que son perdonados por su misericordia». «Hay que anteponer la misericordia al juicio –recordó el pontífice– y, en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su misericordia. Por supuesto, la misericordia de Dios no niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro pecado junto con su castigo conveniente. Él no negó el pecado, pero pagó por nosotros en la cruz». Por eso «somos libres de nuestros pecados» y podemos «dejar de lado cualquier clase de miedo y temor, porque eso no es propio de quien se siente amado». De modo que no se trata de una fe basada en el miedo, que persigue secretos y visiones, sino fundada en el Evangelio y en el amor.
La mañana del sábado, fiesta del centenario, después de rezar en silencio ante las tumbas de los dos pastorcillos que iba a proclamar santos y de la tercera vidente, sor Lucía, el Papa celebró la misa en el santuario. En su homilía, Bergoglio explicó que la Virgen, «previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida ?a menudo propuesta e impuesta? sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre». Invitó a los peregrinos a permanecer «aferrados» a la Virgen «como hijos», «como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad situada en el cielo a la derecha del Padre».
Terminó diciendo que «el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida solo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”: lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido Él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz».
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