El 18 de marzo murió el cardenal Miloslav Vlk, arzobispo emérito de Praga. Perseguido por el régimen checoslovaco, guio a su Iglesia hasta el año 2010, aunque antes tuvo que renunciar a ejercer el sacerdocio y ganarse la vida limpiando cristales. Recordamos un fragmento de su intervención en el Meeting de Rímini de 1997
Al comienzo del comunismo, en los años cincuenta, esperábamos la salvación de los estados occidentales democráticos, de las armas americanas, de las fuerzas humanas. Dios nos hizo entender poco a poco, como Iglesia, que su camino, el camino del futuro, era otro. Algunos sacerdotes también se vieron tentado de salvar a la Iglesia por otras vías, mediante el compromiso. Pero por ahí no se abría el camino.
Una vez terminada la Primavera de Praga, la atmósfera d se hizo más dura. Nos quedamos solos, abandonados. Pero el telón de acero no era tan gruesa como para que no se pudieran filtrar algunas nuevas corrientes espirituales nacidas en Occidente, que nos ayudaron a recuperar el corazón del Evangelio, es decir, la sobrecogedora noticia de la muerte y resurrección de Cristo. Personalmente, pienso especialmente aquí en la espiritualidad de los Focolares y en la visión de Cristo crucificado y abandonado.
Al comparar mi manera de entender la cruz con lo que me llegaba de esta espiritualidad, enseguida me di cuenta de que yo veía la cruz de Jesús ante todo como un objeto sagrado, como un instrumento de salvación, como un símbolo de todos mis dolores y los del mundo, de los sufrimientos y persecuciones que sentía en mí espiritualmente como cruz. Al entrar en contacto con esta espiritualidad caí en la cuenta de que para mí la cruz, hasta ese momento, había estado como despersonalizada: era una cosa, un instrumento, pero no era él, Jesús, no era una persona.
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Me fascinaba esta figura de Jesús abandonado propia de los Focolares. Una vez, leyendo y meditando al profeta Isaías, llamaron mi atención unas palabras del capítulo 53,4: «Eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba». No solo nuestros pecados, también todos nuestros dolores y sufrimientos: no solo los del pasado sino también los míos y los de todos los hombres de hoy.
Cuando ahora vuelvo a encontrarme con los dolores de la vida que Jesús "ya ha llevado", estos me unen hoy, místicamente, a Él que los lleva sobre sí. Es mediante una pericoresis en el tiempo, una pericoresis (una relación viva) del pasado con el presente que se abre a un futuro nuevo, donde los dolores se mezclan y llegan a ser una sola cosa en Cristo. Entonces sucede que al abrazar mis dolores y sufrimientos presentes, abrazo a Jesús crucificado.
Mis sufrimientos y mi persecución han recibido un rostro vivo, el del Crucificado. Ese fue un gran descubrimiento, como entrar en un "juego" divino: redescubrir en todos los sufrimientos a este «varón de dolores» despreciado por los hombres (Is 53,3).
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Esta visión del Crucificado se convirtió para mí en fuente de luz y de fuerza en el tiempo de la persecución, cuando después de los primeros tres años de vida presbiterial (tuve que esperar doce años para ser ordenado) el estado comunista me expulsó de mi cargo como secretario de mi obispo. Para él y para mí aquello supuso un gran dolor. Después de una breve lucha en mi intimidad, al final dije "sí". Jesús, en la cruz, fue expulsado de la tierra por obra de sus perseguidores. Esta expulsión que yo sufría se convirtió en suya.
Nadie podía ayudarme. Me quedé solo. Con esa actitud me marché a mi "exilio" en un pueblo de montaña. Pero la experiencia del exilio no acabaría ahí: apenas estaba empezando. Tras dieciséis meses de permanencia, mi presencia empezaba a resultar molesta. Los comunistas decían que tenía demasiada influencia en la gente, que ya no obedecía sus directrices y escuchaba en cambio lo que yo les decía.
El día de Difuntos, al salir de la iglesia después de celebrar la misa matutina, me llamó el secretario de los asuntos eclesiásticos en la provincia para decirme que mi tarea había terminado. Intenté defenderme respondiendo que al menos me dejaran celebrar la misa de la tarde, que ya estaba anunciada, al tratarse de un día tan especial para la gente, un día en el que van a misa a rezar por sus difuntos muchos que normalmente no acuden a misa. El secretario replicó que ya no contaba con el permiso del estado y que por tanto ya no podía celebrar ninguna misa más.
Para mí fue un golpe durísimo. Tuve que luchar mucho dentro de mí para aceptar esta nueva participación en el abandono de Jesús en la cruz. Esa tarde, ante muchísima gente que vino para la misa, tuve que decirles que no podía celebrar y que había llegado para mí el momento de testimoniar con los hechos lo que les había predicado: la cruz. Luego añadí que perdonaba a todos aquellos que me hubieran podido ofender y justo después tuve que irme, pues ya estaba la policía en la plaza y quería evitar una posible provocación, de la que naturalmente me habrían responsabilizado.
Volví a quedarme solo, abandonado, en la oscuridad. Pero esa oscuridad empezaba a aclararse. Entendí que también Jesús había sido abandonado en la oscuridad y que la oscuridad de aquel momento estaba contenida en la oscuridad de su cruz, y que suponía por tanto un paso intermedio entre él y yo. Le había dado un nombre a esta oscuridad sin llegar a vislumbrar su rostro: era Jesús. Yo estaba solo, pero con paz e incluso con alegría, con esa alegría que nace de la cruz.
Un tiempo después me asignaron una nueva parroquia, fuera de la Bohemia meridional, en los confines de la diócesis. La llaga poco a poco se iba sanando, pero la experiencia nunca se borró. El Crucificado había entrado en mi vida y había impreso para siempre su sello en mi corazón.
Después de siete años de gozosa actividad, durante los cuales se fue generando una gran familia parroquial, volvieron a quitarme la licencia estatal y con ella esta vez también la posibilidad de ejercer públicamente como sacerdote. Era el año 1978 y cuando me presenté por última vez ante mis fieles tuve que apoyarme en el ambón para no caerme, fue un sufrimiento enorme.
Me rechazaban. También a Jesús crucificado le rechazaron los hombres hasta en el momento más duro de su vida, cuando gritó su sentimiento de abandono incluso a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Me esforcé en abrazar aquella situación como él mismo tuvo que abrazar su abandono.
Me convertí en un "refugiado", viví en Praga escondiéndome de la policía. No tenía dudas: para mí había empezado la "noche oscura". Yo siempre decía "sí" a mi Señor, pero tenía que luchar duro para mantenerme fiel, porque todo en mí se rebelaba y a menudo gritaba: «¿Por qué, Señor?». Una vez, mientras me hacía esta pregunta, advertí dentro de mí también la respuesta: «Porque te quiero». Eran las palabras de una canción, pero mi alma se vio iluminada y comprendí qué quería decirme el Señor: «No quiero tu trabajo ni tus actividades. Te quiero a ti, quiero tu tiempo para mí. Tu trabajo todavía podía ser un obstáculo entre tú y yo, y yo quiero que tú vivas para mí, no para tu trabajo».
Comprendí que Dios tiene en sus manos el tiempo, la historia, los poderes de este mundo. Comprendí que toda situación nos revela el designio del amor divino hacia nosotros y exclamé: «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (cfr. 1Jn 4,16).
Así me acompañó la fe con su paz también durante mi nuevo trabajo como limpiacristales por las calles de Praga. Durante casi diez años recorrí aquellas calles, con frío y calor, sostenido por la fe y el amor.
Entendí que Jesús vivió la cruz constantemente en su vida, no solo al final. Jesús vivió la cruz desde el momento en que se encarnó. Porque hacía la voluntad del Padre, no la suya (cfr. Jn 5,30; 6,38). Entendí que la cruz debía ser una coordenada constante en mi vida, una coordenada normal. Limpiar cristales como tarea cotidiana era una cruz. Yo no lo había elegido, y quizás tenía que limpiar cristales durante toda la vida.
Aquellos diez años fueron los más benditos de mi vida sacerdotal. Sentía que vivía el sacerdocio en plenitud y, aunque a veces me asaltaban momentos de malestar, inmediatamente volvía a emerger la fuerza del Crucificado. Abrazar a Jesús abandonado en la cruz siempre fue para mí una nueva fuente de luz y de fuerza. Jesús emanó su Espíritu de la cruz (cfr. Jn 19,20), y estando en la cruz yo me sentía cada vez más plenamente sacerdote.
No os podéis imaginar mi alegría cuando un día leí las palabras de Juan Pablo II dirigidas a un grupo numeroso de sacerdotes reunidos para un congreso en 1982: «Abrazando en las pruebas cotidianas a Jesús sufriente, nos unimos inmediatamente al Espíritu del Resucitado y a su fuerza corroborante» (cfr. Rm 6,5; Fil 1,19).
Este es el secreto de la fuerza que me sostuvo esos diez años, esa es la luz de la esperanza. La cruz no era solo un objeto sagrado sino una persona viva: Jesús crucificado y abandonado, encontrado y abrazado en sus dolores y sufrimientos.
Sí, la cruz es la esperanza, la luz para la vida y para el futuro. Esperanza que no defrauda, y como tal se puede experimentar. Un año antes de la “Revolución de terciopelo”, pude por fin regresar a una pequeña parroquia, porque el comunismo ya se había debilitado mucho. Tres meses después de la revolución me nombraron obispo de Ceskè Budejovice, la diócesis donde nací, y al año siguiente arzobispo de Praga.
Casi como resumen de todo este testimonio, me gustaría contar una experiencia muy fuerte de hace pocos años. A finales del mes de noviembre de 1994, sentado en el Aula Pablo VI, en primera fila, vestido de cardenal ante la gran escultura de Jesús Resucitado, me sentía como en un sueño: ahí estaba yo, un refugiado, un limpiacristales de Praga, condenado a callar y desaparecer… Mirando aquella imagen verdaderamente impresionante del Resucitado, escuché la lectura de la primera carta de san Pedro en la liturgia de creación de nuevos cardenales: «sed humildes bajo la poderosa mano de Dios...».
En aquel momento mis pensamientos volvieron a un lugar de peregrinación del sur de Bohemia. Era el año 1952, dos días después de mi examen de selectividad, superado con nota eminenter en todas las asignaturas pero ante la única perspectiva de llegar a ser un simple obrero en una fábrica porque no formaba parte de las juventudes comunistas. Aquel domingo también leyeron en misa esta misma lectura. Entonces dije sí, acepté esta palabra de Dios como guía para mi futuro: «sed humildes bajo la poderosa mano de Dios». Toma la cruz, tu debilidad, tu persecución, la imposibilidad de tu situación, tu oscuridad, tu nada…
Y allí, ante la transfiguración del Resucitado, tan grande que no consigues aferrarlo por completo, escuchaba las mismas palabras. Pero inmediatamente me invadió una grandísima alegría al oír la frase siguiente: «…para que él os ensalce en su momento… después de sufrir un poco». Entonces comprendí. Había llegado “su momento”.
La cruz, la luz, la esperanza. Humildemente empiezo a entender. Lo veo, lo toco con mis manos. Es verdad, él es la fuente de la fuerza, de la luz, de la esperanza, de la realidad llena de alegría.
Nosotros los hombres hemos sido creados para la felicidad, no para el dolor, y como al principio entró también en el mundo lo negativo, el dolor, la muerte, Dios, por amor, buscó un camino, un instrumento para superar todo esto: la cruz abrazada por su Hijo predilecto. Es justamente a través de la cruz como Dios ha entrado en todas las heridas de la humanidad y las ha tomado para sí. Él aceptó el dolor en sus divinas manos, en su corazón amante, y así abrió también para nosotros el camino para superar lo negativo. De hecho, este amor ha vencido. Cristo ha resucitado y ha traído una nueva creación.
El Resucitado no es el “Dios definitivo” sino un inicio creador siempre nuevo. Él es Dios que se confronta con esa nada teorizada por los nihilistas, con la experiencia de la ausencia de sentido, con la proclamación de nuestra cultura de la “muerte de Dios”, con el ateísmo, con el silencio de Dios, hasta experimentar el abandono en la cruz. De hecho, vivió una “muerte de Dios” que ningún intelectual, ni Hegel, ni Nietzsche, ni Heidegger habrían tenido nunca el valor de afirmar: la muerte de un Dios en cruz. Pero fue más allá, sucedió, resucitó. Este movimiento de autotrascendencia se convierte con Cristo en el corazón de la historia y de la realidad. Esta es la lógica trinitaria que se nos revela como la esencia de la vida de Dios: un don radical y recíproco de la vida, que no es muerte sino generación continua de una realidad nueva, una persona nueva: el Espíritu de Dios, el Espíritu del Resucitado.
Este es también el mayor secreto de nuestra vida. En la unión más estrecha con él, con su amor que llega hasta la muerte, podemos cambiar lo negativo en vida, como en una alquimia divina. Jesús convierte el momento de mayor dolor en ocasión del mayor amor. Igual que su muerte en cruz fue transformada en la resurrección, en la vida nueva, se abre ante nosotros, después de cada Viernes Santo, el futuro nuevo del Sábado Santo.
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