Son historias llenas de grietas por todas partes, y que agrietan también nuestros corazones. Pero por esas grietas puede colarse la luz, de modo que se convierten en historias luminosas puesto que «en las grietas está Dios», como decía Jorge Luis Borges. Las biografías de los pobres son todas así: llenas de polvo, de noches pasadas al raso, de esperanzas que el tiempo ha ido matando. Casi todas estas historias se parecen. Tienen en común, sobre todo, hechos infames cometidos en el pasado y la habitual tentación de quedarse parados ahí, bloqueados por el error. «¡Que ninguno de vosotros se encierre en el pasado! No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados», dijo Francisco durante el Jubileo de los presos el pasado 6 de noviembre en Roma. Esa instigación hizo de Satanás el príncipe del suicidio, el desesperado que enseña a toda costa a desesperar.
Pero luego, cuando menos te lo esperas, oyes una voz que te sorprende, una voz inesperada. Es la Gracia, una voz que resulta incomprensible para los que están fuera de ella. Basta un gesto, bajo un cielo tormentoso, para introducir la vida en medio de la tempestad. «Vamos a ver al Papa Francisco. Nos está esperando». Un grito que para ellos -los bandidos de la sociedad- era también un anuncio: Dios va a buscarte allí donde tú estés, Dios va a tu encuentro. No te lo pierdas, o te perderás.
Incluso hay días en que Dios parece perdido sin su compañía. «No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada», dijo el Papa en la misa jubilar. Después invitó a su casa a un grupo de esas ovejas descarriadas. Como buen pastor, conoce bien el dicho popular que dice que el lobo puede perder el pelo pero nunca el vicio. Y con ese gesto quería demostrar la falacia de esa afirmación. Si bien puede ser cierto que el lobo pierde el pelo pero no el vicio, también es verdad que con un poco de amor hay lobos que también llegan a perder el vicio.
El vicio del mal, esa droga cotidiana que siempre acaba siendo un mal negocio: «La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía por escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal», les dijo el Papa.
Mientras escuchaban yo me dediqué a mirar sus rostros: caras marcadas por cicatrices, tatuajes estampados en la piel, ojos demacrados de tanto mirar al vacío. Con ropa que ya no se encuentra en las tiendas, pantalones de quinta mano, y algún que otro hueco entre los dientes. Pero, como decía El principito, lo que hace hermoso al desierto es que en alguna parte esconde un pozo. El pozo de una mirada como la del Papa ese día. Él les miraba y ellos le miraban, como si estuvieran compartiéndolo todo sin ni siquiera abrir la boca. Ellos, hombres acostumbrados a las armas y las batallas, sentían escalofríos. Él, hombre de paz y de guerra al mal, lucía en su rostro la alegría de un niño que abría las puertas de su casa a sus amigos, a la compañía que le alegra el corazón.
Mientras los sondeos que llegaban de América mostraban su incapacidad para leer lo que sucede, Francisco decidió no perder el contacto con la historia real, que siempre es más hermosa que la imaginada. Llegados al final del Jubileo de la Misericordia, casi una síntesis: sin los pobres, os olvidaréis de Cristo. Sin lo bajo, perderéis de vista lo alto. Nadie obliga a seguir a Cristo. Quien quiera creer, que crea: esto es e todo.
* capellán de la cárcel Due Palazzi de Padua
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