Los que somos cristianos desde pequeños hemos escuchado que existe una obra de misericordia preciosa: visitar a los encarcelados. También nos hemos acostumbrado a oír esas palabras de Jesús: «Conmigo lo hicisteis». Desde la época de los apóstoles (en que los cristianos perseguidos les visitaban en las mazmorras), hemos visto innumerables ejemplos: los últimos a Juan Pablo II visitando a quien intentó asesinarle o al Papa Francisco lavar los pies a reclusos.
Hace poco publiqué una novela sobre un preso: Van Thuan, libre entre rejas. Cuenta la historia de un vietnamita que, sin juicio ni sentencia, fue detenido y pasó trece años en cautiverio, nueve de ellos en régimen de aislamiento total. Aquel hombre vivió el milagro de convertir su mazmorra en paraíso y de amar de tal modo a sus carceleros que cambiaban de vida. Cuando conocí esta novela de aventuras, necesité indagar en cuál era su secreto y, si lo encontraba, quería contarlo. Desde el minuto uno del proyecto planteé a la editorial que, si lograba llegar a término, quería presentar el libro en cárceles.
Después de cinco años investigando, interrogando testigos y viviendo mi propio proceso espiritual a la par que escribía, el libro vio la luz. Por el camino, me di cuenta de que tan importantes son las rejas de una cárcel como las prisiones interiores que tenemos muchos que vivimos en aparente libertad. Por eso, también, accedí a contar esta historia en centros de cultura, librerías, escuelas… Pero mi vista seguía puesta en las cárceles.
Pensaba que era más fácil obtener permisos para entrar a presentar un libro. Pero no ha sido un camino fácil. Sin embargo, lo que he encontrado ha superado con creces cualquier obstáculo del camino. Incluso el buen Dios, que tiene mucho sentido del humor, escuchó mi oración. Era consciente de que entraba en un templo de sufrimiento y quería atravesar el umbral descalza. Él permitió que sonaran mis botas en el detector de metales y me las tuviera que quitar.
Nunca había entrado en una prisión. Tuve la fortuna de ir respaldada por la oración de muchos amigos, de otros presos y de enfermos. También acudía físicamente flanqueada por mi marido y por voluntarios de pastoral penitenciaria, personas que cada semana prestan su rostro, sus manos, su sonrisa, su tiempo a Dios, para visitar a Jesús preso. Me encontré con el recibimiento de una funcionaria, encargada del área sociocultural, que había preparado café y traía un bizcocho hecho por su marido. Con ella, los internos habían decorado toda la sala llenándola de carteles de bienvenida, con una foto de mi cara sacada de internet y la frase «libre entre rejas». Y tuve el privilegio de poder contar la historia del protagonista de mi libro a decenas de presos que miraban absortos, con ojos sedientos y con un alma llena de agradecimiento. Además de contextualizar históricamente el relato, hablamos a corazón abierto de cómo nos acostumbramos a pensar que la libertad es tener muchas cosas; con suerte, nos quedamos en que somos lo que hacemos (nuestros éxitos, los «me gusta», el ridiculum vitae...); hasta que el sufrimiento extremo nos hace enfrentarnos a lo que somos. Y, paradójicamente, en esa desposesión absoluta es cuando es más fácil llegar a lo esencial: nuestra felicidad depende de ser amados y de amar. Van Thuan, en el peor momento de su cautiverio, descubrió que ya no le quedaba nada y que, solo entonces, era cuando Dios podía ocuparse de todo. Su vida cambió, hasta el punto de poder hablar de la cárcel como un regalo.
Los internos hicieron preguntas, pusieron sus pegas, apostillaron lo que deseaban, en un clima de máxima franqueza. También manifestaron su agradecimiento con palabras y con regalos hechos por ellos mismos (un cómic entrañable, un ramo de flores silvestres y otro centro de flores hecho con papiroflexia, y un libro-regalo para que lleve de su parte a los internos de la cárcel de Barcelona cuando presente allí el libro el día de San Jordi). Mi marido, que es cantautor, cantó una canción con una letra de Van Thuan y un estribillo con el título del libro. Yo hacía los coros y los presos daban palmas. Fue un momento precioso. Llegaba la hora de su cena. Al terminar, me fui a la puerta. Desconocía las normas y los funcionarios me temo que se quedaron tan cortados que no supieron frenarme. Desconocía que se desaconseja abrazarles, pero quería despedirles uno por uno, por su nombre; deseaba darles un abrazo y un marcapáginas que les había preparado con una frase del libro que está preñada de esperanza. Cada mirada, cada agradecimiento, cada promesa de que iban a rezar por mí y por los lectores del libro, era una bendición inmerecida.
No soy quién para cuestionar la sabiduría de la Iglesia. Pero hoy sé que la obra de Misericordia no es visitar a los presos sino dejarse visitar por Jesús en ellos. De los débiles, de los enfermos, de los aprisionados recibimos el regalo de que logran romper las cadenas de nuestro egoísmo y sacan lo mejor que tenemos. Puedo afirmar sin titubeos que abrazar a Jesús, preso y sufriente, es el mejor regalo que uno puede recibir en este mundo.
Como escritora, como mujer que cree, me siento profundamente indigna del regalo que recibí. Y me conmueve hasta las entrañas saber que muchos lectores se van a beneficiar de ese sufrimiento convertido en oración. Nos comprometimos a que recibirán un ejemplar para la biblioteca de cada módulo y volveré en primavera a hacer un coloquio con más sustancia y más preguntas concretas. ¿Se puede pedir más?
Una funcionaria sacó fotos. Yo prefiero no publicarlas, por respeto a aquel momento de intimidad. Sí tengo un recuerdo precioso. Unos días antes, en medio de la llovizna fría de Pamplona, fui a indagar la ruta, a explicarle a mi hijo de cinco años cuál era la próxima aventura del libro, y a abonar el camino rezando con él. Esa es la mejor foto.
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