Cada vez que visito nuestras escuelas maternas me quedo sorprendido y fascinado por la gracia de los niños. Corren a mi encuentro como si fuera su papá, y me reciben con una fiesta que yo no merezco. Me da miedo herirles, mentirles sobre el significado de la vida. Me da miedo la Mentira. Ellos corren a mi encuentro con todas sus preguntas, esperando una respuesta. Implícitamente me preguntan por el sentido de la vida, del amor, del tiempo, de la amistad, de nuestro caminar juntos, del misterio del dolor y de la muerte. No puedo responder apelando a los valores; sería demasiado cómodo, demasiado abstracto. Todavía son niños pequeños y por tanto muy pegados al suelo. Por eso he recomendado a los profesores que a estas preguntas respondan poco a poco: con su presencia y puntualidad en clase, con la limpieza de las aulas, con las lecciones bien preparadas, con el material necesario y estimulando su fantasía y creatividad. También he añadido que solo Dios puede responder a esas preguntas. Solo Dios es digno de su libertad. Nadie más. Merecen a Dios, nada menos. Siento la urgencia del anuncio cristiano, siento que ninguno de estos pequeños debe perderse.
Una de nuestras maestras ha tocado con sus manos la verdad de estas palabras y me contaba que uno de sus alumnos más pequeños, uno de los más vivaces, hace unos días, parecía muy distraído y alejado de lo que se proponía en clase. Intentado comprender qué le estaba pasando, la maestra empezó a intuir que algo tenía que haberle pasado en casa. De hecho, la noche anterior los padres habían tenido una pelea violenta por enésima vez. Al día siguiente, el niño parecía perdido, ausente, y la maestra sentía toda la responsabilidad de integrar su trabajo en clase intentando remendar la relación entre los padres. Poco después fue a visitarles a su casa para implicarse personalmente en esta tarea de remendar, volver a empezar, reunir los pedazos con esa delicadeza tan propia de las madres cuando curan las heridas de sus hijos. Esa habilidad tan propia de las madres y de ciertas maestras. Esto me ha hecho pensar que en cierto modo todas las escuelas, incluso las de grado superior, deberían seguir siendo siempre un poco "maternas".
Hubiera preferido no escribir esta carta, pero siento la obligación de contar la historia de una madre cristiana que trabaja la tierra al lado de una de nuestras escuelas. Se llama Sokhim, tiene 41 años y cinco hijos; el más pequeño, Makarà, tiene un año y medio y para mí se ha convertido en algo así como un quinto evangelio. El marido era alcohólico y las deudas no dejaban de crecer mes a mes, con una tasa de interés del 10%, que han obligado a Sokhim a salir para intentar cuadrar el presupuesto familiar, dejando a sus cuatro hijos en casa. Habían comprado una furgoneta de tercera o cuarta mano y se dedicaban al traslado de personas de una ciudad a otra. El marido conducía y ella llevaba la gestión de los clientes, los traslados de personas y mercancías. Al enterarse de la llegada del quinto hijo, todos, familiares y vecinos, empezaron a sugerirles la posibilidad de abortar. El trabajo era muy duro, para comprar la furgoneta se habían endeudado y los cuatro hijos en casa ya suponían bastante responsabilidad. La llegada de un quinto hijo solo complicaría las cosas, pero Sokhim nunca aceptaría la posibilidad de abortar. Mientras me contaba su historia, yo sentía la potencia de la Gracia.
Incluso cuando ya se acercaba el parto, estando en el hospital, varias personas que conocían la situación se acercaron a Sokhim dispuestas a pagarle para quedarse con su hijo. La primera oferta fue de quinientos dólares, pero ante la resistencia de Sokhim pasaron a setecientos, acompañando la oferta con discursos desalentadores: «Ya tienes cuatro hijos y un marido que siempre está borracho», «tienes muchas deudas y este dinero te vendría muy bien», pero Sokhim nunca daría a su niño a cambio de dinero. Después de nacer, el pequeño Makarà empezó a tener problemas de salud. El trabajo obligaba a su madre a estar lejos de casa y durante meses solo pudo amamantarlo una vez al día. Se había comprometido a sacar adelante el negocio, a saldar las deudas, aunque su marido se bebía sin escrúpulos todo lo que conseguían ganar con tanto esfuerzo. La insistente visita de los acreedores que querían cobrar, las humillaciones y las ofensas, la irresponsabilidad de su marido, consiguieron poner en grave riesgo la salud psíquica de Sokhim. Pero ella siguió siempre adelante. Con un quinto hijo, un quinto evangelio. Si no escribiera historias como esta, si no os hablara de Sokhim, me sentiría connivente cuando no funcionario de un sistema que compra y vende, alquila y especula con la vida. Pero yo escribo como un «taquígrafo de la Naturaleza», como dice el psicoanalista Massimo Recalcati en un libro sobre Van Gogh. Escribo lo que la Naturaleza me dice a través de la vida de esta madre.
La Naturaleza no compra ni vende, no comercia con sus hijos, no pliega su vida al dinero. La Naturaleza dice "la naturaleza de las cosas". La naturaleza de una madre que, sencilla y pobre, habla la "lengua madre" y grita su pertenencia a la tierra, a su verdad como madre incluso cuando otras soluciones podrían parecer más convenientes. ¿Qué tiene que ver Sokhim con la poesía, mi compañera de viaje? ¿Qué tiene que ver esta madre, que vive en un pueblo pobre y perdido en Camboya, con el gran Van Gogh, en cuyas obras «siempre hay algo de lo que me ha dicho este bosque, esa playa o aquella figura», como dice Recalcati? Hay un sentimiento que los une, y es una nobleza de ánimo que los distingue, una esperanza que no tiene nada que ver con los mercados de este mundo sino con su ser «taquígrafos de la Naturaleza» porque nos dicen la naturaleza de las cosas, lo que la Naturaleza habría. En Sokhim sorprendo el mismo esfuerzo creativo, el mismo estudio sobre la potencia del color que animó a Van Gogh a pintar la luz, el colore propio de la luz. Y si para Sokhim este esfuerzo ha significado «dar a luz» a su quinto hijo, para Van Gogh significó la búsqueda de esa «alta nota de amarillo» que le permitiría pintar nada menos que la luz del sol. Porque «perder el vínculo con la Naturaleza» para Van Gogh habría significado «hundirse en la mentira».
Con motivo de una de mis visitas a la escuela, las maestras prepararon con los niños algunas preguntas. El primero tenía que preguntarme de qué país vengo, pero en realidad se equivocó y me preguntó dónde estaba mi casa. Fue una pregunta sorprendente y mucho más difícil de lo previsto. Respondí deprisa y dije: «Aquí». «Aquí con Sokhim», añado ahora. Mientras existan madres así, que nada tienen que envidiar a los poetas o a pintores como Van Gogh, entonces existirá siempre el color de la luz. Ahora solo hay que volver a empezar a partir de este «aquí».
Padre Alberto Caccaro, Kompong Cham (Camboya)
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