Domingo de Pentecostés, 28 de mayo de 1944. Aquel mismo día se pronuncian dos homilías, en lugares distantes del Mediterráneo. La primera se debe a un seminarista, Luigi Giussani, que ha sido ordenado recientemente subdiácono, en la basílica del seminario de Séveso, localidad cercana a Milán, ante seminaristas, profesores y superiores. La segunda homilía es predicada en la catedral católica de Estambul por monseñor Ángelo Roncalli, administrador apostólico en Grecia y Turquía.
La homilía de Séveso es pronunciada por un joven que no ha cumplido aún los veintidós años, pero que apunta unas inquietudes fuera de lo común en aquella época. Es un estudiante de tercero de teología que se acerca al púlpito con decisión para transmitir a su auditorio un mensaje que ha debido de ser muy trabajado, al compás de las mociones del Espíritu, en su oración personal. Además, Luigi Giussani no es solo alguien aplicado en las materias eclesiásticas sino también un enamorado de la belleza, de la música, de la literatura y el arte, para él maneras de encontrar a Cristo, la auténtica Belleza y Verdad. En cuanto a la homilía de Estambul, es obra de un experimentado diplomático vaticano, de sesenta y dos años, enviado a la Turquía republicana y laica de entonces, en la que la consigna oficial es reducir cualquier manifestación religiosa a la estricta esfera de lo privado. Pero Roncalli siempre ha sido una persona de libertad de espíritu y emotiva afabilidad, más atento al trato con cada persona en particular que a los condicionantes normativos e ideológicos. Ha sabido combinar, tal y como le aconsejara tiempo atrás un clérigo ortodoxo, la mansedumbre de David y la sabiduría de Salomón.
Luigi Giussani empieza señalando que «Dios nos habría podido crear solamente hombres; y ciertamente nos habríamos acercado y gustado de Él, pero solo desde fuera, por así decirlo, habríamos percibido la fascinación de una persona que se deja contemplar». Por nuestra parte, podríamos añadir que este Dios no sería el Dios cristiano, el Dios providente al que llamamos Padre. Sería una visión muy reducida de Dios, lejana y distante, más parecida a la del deísmo. No encontraríamos al Dios amor, pero afortunadamente para nosotros y en palabras de Giussani, «la infinita bondad de Dios nos ha llamado a participar de su vida íntima, a experimentar lo que él experimenta». San Juan Pablo II lo expresó de un modo similar en una de sus catequesis, el 13 de enero de 1999, al decir que «Dios nos comunica su misma vida, haciéndonos hijos en el Hijo». Esto es obra del Espíritu Santo, tal y como asegura el Apóstol: «Hijos de Dios son los que son guiados por el Espíritu de Dios» (Rom 8, 14). A este respecto, el joven Giussani recuerda que para hacernos partícipes de su vida íntima, Dios ha tenido que darnos su espíritu, y lo califica de «soberano dominador de nuestra vida de hijos de Dios… Todo contacto de pensamiento y de amor con Dios lo realiza el Espíritu presente en nosotros».
Pero la fuerza del Espíritu no está destinada a reposar en el cristiano, no está hecha para una falsa paz del ánimo, pues es fuego destinado a arder y a expandirse, tal y como asegura el propio Jesús: «Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero, sino que ya arda?» (Lc 12,49). La acción vivificante del Espíritu es, por definición, expansiva, y unificadora. Leemos en la homilía de Giussani: «Me parece que ninguna otra nota caracteriza mejor la acción vivificante del Espíritu Santo como su fuerza unificadora. La unidad es una nota esencial de toda vida. La tendencia disgregadora que sentimos en nosotros y en las cosas es el recuerdo sintomático de la nada de la que fuimos sacados». En efecto, el Espíritu es el alma de la Iglesia, pues, como asegura san Pablo 1 Cor, 12, 13 «en un solo Espíritu hemos sido bautizados para no formar más que un cuerpo». Sin embargo, la realidad es que los cristianos están divididos, tal y como subraya Giussani: «Es el Espíritu de Jesús el que nos insta a sufrir porque el nombre del Verbo Encarnado está roto entre muchas confesiones distintas». El joven seminarista no conoce la situación solo en modo teórico, pues antes se ha interesado, y seguirá interesándose, por la fe de las iglesias ortodoxas eslavas y la teología protestante norteamericana. Pero todo afán de estudio es estéril si no va seguido de un salir al encuentro de las personas concretas, porque «la unidad de la Iglesia no es una unidad estática sino que tiende a una inefable unidad final». El fundador de Comunión y Liberación no caerá a lo largo de su vida en esa simplificación del ecumenismo que solo habla de una tolerancia de tipo genérico y termina por considerar al otro como un extraño, pese a entablar diálogo con él. Su enfoque es diferente, ya se trate de cristianos, gente de otras religiones o no creyentes. De hecho, escribirá años más tarde que «el amor a la verdad está presente, aunque sea con un fragmento, en cada uno». Por tanto, la relación con cualquier persona es a la vez un encuentro y un inicio, algo nuevo que deja atrás visiones preconcebidas. No es casual que, al final del libro del Apocalipsis, el que está sentado en el trono proclame: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).
Estas inquietudes de un cristiano, y en concreto del seminarista Giussani, no serían posibles, como señala en su homilía, «si no hubiere en nosotros una persona, el Espíritu de Jesús, que nos da esta orientación hacia Él, que fermenta nuestra alma y la mantiene elevada con el ansia de alentar la aspiración secreta, la satisfacción de abrazarle a Él tal cual es». De esta afirmación, se desprende que el Espíritu Santo es luz y fuego. Una vez el cristiano ha percibido una iluminación en su interior y la ha seguido con docilidad, el fuego del Espíritu se difunde y hace a los creyentes más recios y audaces, además de desbordarlos de alegría. A este respecto, Giussani recordaría, en cierta ocasión, una cita de Orígenes que recoge un dicho de Jesús no conservado en los evangelios: «Quién está cerca de mí, está cerca del fuego».
La homilía de Monseñor Roncalli en la catedral de Estambul destaca por su sencillez y franqueza. La pronuncia el representante de una confesión religiosa minoritaria, a la que el laicismo dominante quiere recluir a su lugar de culto. En esas circunstancias, la inclinación más habitual del creyente es refugiarse con los suyos, no tener apenas contactos con aquellos que puedan “contaminar” su fe: «Nos gusta distinguirnos de quienes no profesan nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, israelitas, musulmanes, creyentes o no creyentes… Parece lógico que cada uno se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar, manteniéndose encerrado en el círculo estrecho de su propia sociedad, como los habitantes de muchas ciudades de la edad del hierro, donde cada casa era una fortaleza impenetrable, o se vivía entre bastiones y parapetos». Roncalli conoce bien los efectos del aislamiento, una mezcla difusa de temor y desconfianza, pero también se da cuenta de que corresponde a una lógica falsa, opuesta a la de Cristo que, en el evangelio, trata con judíos y gentiles, justos y pecadores. En este sentido, subraya que «Jesús ha venido a abatir estas barreras, ha muerto para proclamar la fraternidad universal; el punto central de su enseñanza es la caridad, es decir el amor que le une a todos los hombres como el primero de los hermanos, y que le une con nosotros al Padre».
Si el «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19) es un mandato de Jesús que se hace apremiante tras Pentecostés, porque, como recuerda Roncalli, «el Espíritu del Señor llena toda la tierra» (Sab 1, 17), el cristiano no puede aislarse en su casa y echar la llave, despreocupándose de los demás y de su salvación. Para algo ha enviado Jesús su Espíritu que, en la Escritura es representado en forma de paloma o de lenguas de fuego, y en la homilía de Estambul se señala: «Fuego o paloma, hay algo siempre dinámico, de movimiento, eminentemente apostólico». Roncalli exhorta a seguir un consejo de san Pablo, el de ser el perfume de Cristo en todas partes (2 Cor 2, 15). Para ello, se precisará «el espíritu de caridad que excluye la mezquindad, la mansedumbre en el trato». Esto será un testimonio de la presencia del Espíritu Santo en el cristiano. En cualquier caso, como bien señala el futuro Juan XXIII, «la parábola del buen samaritano está ahí para aclarar cualquier duda» (Lc 10, 25-37). La homilía concluye con una cita de Tertuliano, con referencia a que el cristiano está compuesto de tres elementos: cuerpo, alma y Espíritu Santo. Es un planteamiento de optimismo sobrenatural, un mensaje de paz y alegría para el mundo, que es uno de los frutos peculiares del Espíritu (Rom 14, 17).
Las dos homilías son una llamada vibrante a los cristianos a salir de sí mismos, a dejar de lado la mentalidad de pertenencia exclusiva a un grupo determinado en el que se sienten seguros. No es casual que con el tiempo, Giussani y Roncalli serían dos referentes tanto del ecumenismo como de una apertura a los «hombres de buena voluntad», tal y como decía la dedicatoria del papa Juan en su encíclica Pacem in terris. Se trata de homilías de la apertura al otro, porque es la única y verdadera forma de encontrar al Otro, Aquél que nos preguntará un día sobre lo que hemos hecho con éstos, nuestros pequeños hermanos (Mt 25, 40). Son homilías a la vez serenas y vibrantes, que prescinden casi por completo del contexto histórico en que fueron pronunciadas. No tienen en cuenta que en la primavera de 1944 la guerra se acerca al norte de Italia con el repliegue del ejército alemán y que las tropas soviéticas están entrando en los Balcanes para quedarse. Giussani y Roncalli ven más allá y sueñan con el mundo y con la Iglesia del período de la paz relativa que vendrá en poco tiempo. No es tiempo de vacilaciones ni de esperas apáticas. Es tiempo de Espíritu Santo, porque el Espíritu hace personas libres y audaces. Se cumple una vez más aquel lema ambrosiano, Ubi fides, ibi libertas, que nuestros dos protagonistas conocían muy bien, pues no solo procedían de la tierra del santo obispo de Milán sino que lo hicieron vida de su vida.
*analista político internacional
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