A propósito de la exhortación apostólica Amoris laetitia, hablamos con el profesor de Teología Pastoral de los Sacramentos en el Pontificio Instituto Redemptor Hominis de la Pontificia Universidad Lateranense, Nicola Reali.
Profesor, después de dos años de trabajo, Francisco recoge todo lo que salió en los sínodos de los obispos sobre la familia en un texto que habla de la alegría del amor, ¿esperaba usted este título?
Tal como está formulado literalmente, no. Sin embargo, si tenemos en cuenta todo el camino que la Iglesia ha recorrido en estas últimas décadas respecto a este tema, puedo decir que este título no es sorprendente. De hecho, basta recordar que ya el Vaticano II, hace cincuenta años, indicó el amor conyugal como elemento esencial, al que mirar para comprender la naturaleza del matrimonio y la familia (cfr. n. 49 de Gaudium et spes). Francisco se introduce en este camino y ayuda a comprender que no se pueden leer las características de la familia cristiana dejando a un lado la centralidad del amor. Ya lo dijo de manera muy eficaz en la misa inaugural del sínodo, cuando habló de la indisolubilidad: «el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre». Por tanto, el tema del amor es el corazón de esta exhortación.
Son muchos los desafíos que están encima de la mesa. En general, Francisco recuerda al principio algo muy importante, que «en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales». ¿Significa que la doctrina de la Iglesia puede ser revisada según los países en que se aplique?
Mire, si hay algo que la exhortación no pone en cuestión es el cambio o la adaptación de la doctrina. Lo que sí está presente es la indicación a no considerar la doctrina como una especie de “mónada” que va flotando por la historia sino que, al contrario, hay que ver dentro de un contexto preciso, que inevitablemente está condicionado culturalmente.
Francisco invita a una saludable autocrítica de la Iglesia, que muchas veces, en su forma de hablar del matrimonio, no lo hace ni deseable ni atrayente. ¿Por qué esta distancia? ¿Por dónde tiene que empezar la Iglesia?
El elemento de autocrítica y, en consecuencia, de corrección que el papa indica se puede resumir en una doble sugerencia: a) corregir el moralismo de todos aquellos que se han movido en este campo partiendo únicamente de la aplicación sistemática de reglas que dividían el mundo en blanco y negro, regular e irregular, correcto y erróneo; b) superar un enfoque de este tema a partir de una imagen ideal y perfecta de matrimonio y familia que decae en la vida real y que, además de no hacerse cargo de la vida concreta de las mujeres y hombres de nuestro tiempo, induce a una suerte de romanticismo católico (dos siglos después).
El Papa no oculta el hecho de que existe un sistema que tiende a debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio. Habla de la ideología de género y de otros desafíos, ¿cómo tiene que estar la Iglesia ante ellos?
Aquí también, si no fuera una palabra ya utilizada, me darían ganas de decir que se demuestra el “realismo” del papa Francisco. Él denuncia claramente el carácter ideológico de todas las desviaciones del mundo llamado postmoderno. Pero lo importante es entender que el Papa no considera suficiente la denuncia, pues deplorar la imposición creciente de estos modelos culturales, aunque sea una sacrosanta verdad, no es suficiente para contrastar el declive de la familia, puesto que, más o menos explícitamente, remite la solución del problema al momento en que dichos modelos culturales cambien en el sentido auspiciado por la Iglesia. Es verdad que el mundo actual es relativista, pansexualista y presa de un temible déficit educativo, pero en todo caso es el mundo de hoy. No podemos pensar que las cosas irán bien solo cuando el mundo deje de ser relativista; por otro lado, se da el riesgo no solo de esperar en vano sino también de desarrollar únicamente el papel de aquellos que viven como espectadores pasivos de una época en la que nunca serán protagonistas.
En el texto de habla de la dimensión erótica del amor y se propone una mirada positiva, que no censura ningún aspecto de la sexualidad. En su opinión, ¿percibe un acento nuevo en este tema respecto a documentos precedentes?
En mi opinión, la novedad no está en haber hablado de estos temas sino en hablarlo hoy. Me explico. El primer Papa que, si se me permite el término, “despachó” un discurso explícito sobre la sexualidad fue sin duda Juan Pablo II, hablando precisamente de cuerpo y sexualidad. Desde este punto de vista, no es una novedad el magisterio de esta exhortación. Lo novedoso es que, a treinta años de distancia, el Papa haya tenido el valor de retomar un discurso sobre la sexualidad volviendo a proponer un juicio positivo. Un juicio, es decir, que no se limita a criticar todas las degeneraciones y banalizaciones por las que la sexualidad ha derivado progresivamente, sino que ayuda al hombre y a la mujer a reconocer y, por tanto, a entender cómo Dios se implica en su amor.
Francisco concluye diciendo que ninguna familia es una realidad perfecta y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere un desarrollo gradual de su propia capacidad de amar. ¿Cómo favorecer este desarrollo?
Este es otro aspecto donde se demuestra el realismo de Francisco ante el camino real y concreto de las familias. Un camino, sin embargo, que debe poseer una meta y por tanto un objetivo que se convierte también en la tarea de la vida familiar. Reconocer este objetivo, esta tarea –que Matero en el Evangelio llama «Reino de los cielos« (cap.19)– permite volver a afrontar con más paz y serenidad las fatigas, las tensiones y sufrimientos que el camino matrimonial implica inevitablemente (AL, n. 126) y así, parafraseando a Claudel, poder afirmar que «el amor, quien lo conoce lo sabe, está compuesto a partes iguales de alegría y dolor».
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