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«El coraje del camino»

card. Angelo Scola
18/04/2016 - El matrimonio como don, «cumplimiento del deseo constitutivo de todo amor, el de durar para siempre». Algunos fragmentos de la introducción del arzobispo de Milán a la edición de la diócesis ambrosiana de la Exhortación post-sinodal

Un compromiso imponente
En estos años, el compromiso de la Iglesia en el tema de la familia ha sido verdaderamente imponente: empezando por la V Asamblea del Sínodo de los obispos de 1980 dedicada a la familia cristiana, a la que siguió la Exhortación apostólica post-sinodal de san Juan Pablo II, Familiaris consortio (1981), siguiendo con las numerosas catequesis del santo Papa sobre este tema, especialmente sus celebérrimas catequesis sobre el amor humano, llegando hasta la carta a las familias Gratissimam sane (1994). Al tener que afrontar los nuevos desafíos que afectan a este ámbito fundamental de la experiencia humana, el papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, ha querido comprometer a toda la Iglesia en un largo itinerario cuyas etapas fundamentales han sido dos asambleas sinodales, una extraordinaria dedicada a “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización” (5-19 octubre 2014), y la XIV Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos (4-25 octubre 2015), sobre “La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”, ambas preparadas mediante cuestionarios que favorecieran la consulta al pueblo de Dios. Entre la primera y la segunda asamblea, además, el propio Papa ofreció un articulado ciclo de catequesis sobre la familia, abundantemente citado en la Exhortación.

Al término de este articulado itinerario, el papa Francisco nos dona ahora la presente Exhortación apostólica. Pero no estamos ante una conclusión, sino al inicio de un fascinante camino de anuncio del Evangelio, hecho de deseo de integración, discernimiento y acompañamiento de todas las familias, sea cual sea la situación en que se encuentren.

La Exhortación, compuesta por algunos párrafos introductorios (nn. 1-7) y nueve capítulos, se nos propone como un instrumento de reflexión y trabajo que el Papa ha redactado a partir de las contribuciones sinodales y de «otras preocupaciones que provienen de mi propia mirada» (cfr. nn. 4 y 31).

Acompañar, discernir e integrar
El texto de la Exhortación, siguiendo la huella de los trabajos sinodales, aborda las fatigas y fragilidades en la familia en su capítulo octavo, “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad” (nn. 291-312). Conviene decir con claridad que este era el punto más esperado del pronunciamiento papal. Francisco da prueba de su gran sensibilidad, que sabe ir al corazón del problema evitando proponer soluciones preestablecidas. Afirma: «Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónico, aplicable a todos los casos. Solo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares, que debería reconocer que, puesto que “el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos”, las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas» (n. 300).

¿Cuál es la perspectiva a partir de la cual el Papa ofrece sus indicaciones? Reconocer que nadie queda excluido de la vida de la Iglesia, sea cual sea la situación de fragilidad o herida en que se encuentro. Así, «la lógica de la integración es la clave de su acompañamiento pastoral, para que no solo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos» (n. 299).

En este horizonte de integración, el Papa reafirma claramente la verdad del matrimonio indisoluble en su sentido cristológico (como signo objetivo del amor de Cristo a la Iglesia, cfr. n. 292) y antropológico (como expresión del deseo de “para siempre” arraigado en el corazón de todo hombre y mujer, cfr. n. 123). Al mismo tiempo, afirma con fuerza la necesidad de un discernimiento personalizado en cada caso, guiado por el principio que él define como gradualidad en la pastoral (cfr. nn. 293-295).

La indisolubilidad no es un “yugo” ni debe presentarse como tal. Es un don de Dios en Cristo y en el Espíritu en cuanto cumplimiento del deseo constitutivo de todo amor, el de durar para siempre, propio de todo matrimonio. Esta se ofrece a la libertad de los esposos como camino que están llamados a emprender cotidianamente: «El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece comienza a correr riesgos, y solo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El marido y la mujer “experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente cada día”. El don del amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia» (n. 134; también cfr. nn. 62, 77, 86 y 243).

Consciente de que se trata de un don que acoger mediante un camino alejado de perfecciones utópicas, el Papa indica a la comunidad cristiana y a los pastores la tarea ineludible de integrar, discernir y acompañar a todos. Estos son los tres verbos que pueden describir el cuidado misericordioso de la Iglesia –el reclamo al Jubileo de la Misericordia es la clave de lectura de la Exhortación, cfr. nn. 5, 291, 309)– para todos los hombres y mujeres, y especialmente para sus hijos que viven la dolorosa experiencia de una familia herida.

Para profundizar en el magisterio del Papa Francisco, propongo al lector un ejercicio muy sencillo: subrayar las veces que el texto hace referencia a la necesidad de un camino y a la tarea de acompañar. ¡Enumerarlas todas es prácticamente imposible! Y esos mismos reclamos citan tanto a la encíclica Lumen fidei como a la Exhortación apostólica Evangelii gaudium.

Al servicio de este acompañamiento a lo largo del camino, expresión de una pastoral misericordiosa, hay que emprender «un itinerario de acompañamiento y de discernimiento que “orienta a estos fieles a la toma de conciencia de su situación ante Dios. La conversación con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la misma ley no hay gradualidad (cf. Familiaris consortio, 34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más perfecta”. Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente “excepciones”, o de que existen personas que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores. Cuando se encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral» (n. 300). El compromiso de fieles y pastores «debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites» (n. 305). Me parecen los criterios de una adecuada lectura del n. 305 y de sus notas.

El Señor habita en la familia
El magisterio del Papa concluye, siguiendo las huellas de lo propuesto por el Concilio Vaticano II, exponiendo «algunas notas fundamentales de esta espiritualidad específica que se desarrolla en el dinamismo de las relaciones de la vida familiar» (n. 313). Es el contenido del capítulo noveno: “Espiritualidad matrimonial y familiar” (nn. 313-325).

El Papa anima a las comunidades cristianas a promover sobre el terreno prácticas concretas de puesta en común en y entre las familias, empezando por el reconocimiento de que «la presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos» (n. 315). Estamos llamados a mirar lo que se vive en familia todos los días: la novedad y la rutina, las alegrías y las heridas entre los esposos, las tensiones con los hijos que crecen, los imprevistos y las enfermedades, leves o graves, la sobrecogedora visita de la muerte, las dificultades económicas, las relaciones de vecindad, fáciles o difíciles, la marginación y la pobreza que a menudo afectan al barrio en que vivimos, los problemas con los compañeros de trabajo o de clase, la confusión generada por un modo instrumental de afrontar los problemas de nuestro tiempo…

Estamos llamados a atravesar cada situación con la certeza del amor que Jesús nos da y que María Santísima, junto a los Santos (cfr. n 325), nos ayuda a vivir, “volviendo” a nuestro favor incluso las situaciones más desfavorables. Las relaciones familiares se convierten así, casi espontáneamente, en reflejo transparente de la belleza y la esperanza que Jesús ha venido a traer al mundo.

Pensemos, por tanto, también en la familia como el lugar de la acogida gratuita y de la misericordia que regenera una vida nueva. La familia es el gran lugar donde se aprende el perdón mutuo, paciente y tenaz.

Solo de este modo será posible responder de verdad al drama en acto en la Iglesia y en la sociedad, que es el de la cultura de lo provisorio (cfr. nn. 39 e 124), y sostener la libertad, especialmente de los jóvenes, para tomar decisiones que comprometen la vida entera.

Paradójicamente, los muchos problemas abiertos, síntoma de la dificultad del hombre de hoy para comprender la belleza y la conveniencia del designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, se están revelando como una saludable provocación para los cristianos a preguntarse por el tesoro que nos ha sido entregado, para apreciarlo, sobre todo nosotros, y poderlo poner a disposición de todos. Pero con una condición. Que cada uno de nosotros y cada familia asuma en primera persona la invitación del Papa: «Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido» (n. 325).

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