Leyendo L’Osservatore Romano, me llamó mucho la atención un artículo escrito por el cardenal Kurt Koch y publicado con un título más bien singular. El título del artículo era “Eclesiología lunar” y era una reseña del libro del cardenal Walter Kasper Iglesia católica. Esencia, realidad, misión. En los pasajes del libro valorizados también por la reseña he encontrado pensamientos que me parecen valiosos, sobre todo con vistas al Año de la fe y del sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización.
El título de la reseña del cardenal Koch remite a una analogía tradicional que ya los Padres de los primeros siglos aplicaron a la Iglesia y que fue retomada también en la Edad Media. Según esta analogía se puede captar la naturaleza de la Iglesia usando la figura de la luna. La luna trae la luz en la noche, pero la luz no procede de ella, sino del sol. Así es la Iglesia: trae la luz al mundo, pero esta luz que trae no es suya. Es la luz de Cristo. «La Iglesia», comenta el cardenal Koch en su artículo, «no ha de querer ser sol, sino que debe alegrarse de ser luna, de recibir toda su luz del sol y de hacerla resplandecer en la noche». Recibiendo la luz de Cristo la Iglesia vive toda su plenitud de alegría, «porque ella», como confesó Pablo VI en el Credo del pueblo de Dios, «no goza de otra vida que de la vida de la gracia».
En vísperas del Año de la fe, la imagen de la luna ayuda a captar también la naturaleza de la Iglesia y el horizonte de su misión.
La comparación con la luna no debe tomarse como una marginación de la misión de la Iglesia. La Iglesia es a su modo responsable de la luz de Cristo que está llamada a reflejar. No se debe ofuscar esa luz. La Iglesia debe reverberar, y no empañar o apagar en sí ese reflejo. Como hace la luna durante la noche, la Iglesia debe difundir la luz de Cristo en la noche del mundo que, abandonado a sí mismo, permanecería en el pecado y en la sombra de la muerte. Como señalaba Pablo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II: «Después de haber cumplido su obra interna de santificación la Iglesia podrá mostrar su cara al mundo entero, diciendo estas palabras: Quien me ve, ve a Cristo, así como el divino Redentor dijo de sí mismo: “Quien me ve, ve al Padre” (Jn 14, 9)».
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