«Está claro que es la voluntad de Dios». «De ahora en adelante las cosas serán más sencillas». «No hay obstáculos para la organización de otros encuentros». Estas breves palabras intercambiadas entre el Papa Francisco y el Patriarca Kiril durante su histórico encuentro en La Habana nos permiten valorar inmediatamente no solo el clima positivo y cordial en que se desarrolló el primer coloquio vis-à-vis entre ambos prelados, sino también su intención de constituir un verdadero nuevo inicio en la historia bimilenaria de la Iglesia. Claramente con la impronta –casi un sello– de una irrupción del Misterio en este tormentoso inicio del tercer milenio.
En los días previos fueron muchísimos los análisis que circularon por los medios de comunicación –religiosos y laicos– con el fin de iluminar la escena, mostrar las actividades más o menos visibles, el activismo de las diplomacias que habrían hecho posible el encuentro, esperado durante años y continuamente frustrado en sus intentos de llevarlo a cabo. A propósito del cual se solía repetir, como un mantra cargado de decepción, que «los tiempos aún no están maduros».
¿Qué ha pasado para que esta maduración llegara tan rápido, hasta el punto de sorprender incluso a los que creían conocer bien a los sujetos implicados?
Seguramente también haya razones de política eclesiástica –pensemos por ejemplo en la celebración del Sínodo de todas las Iglesias ortodoxas y en la conveniencia de que el Patriarca Kiril pudiera presentarse allí con la fuerza propia de un diálogo reciente con el Papa de Roma–, pero basta mirar la amplitud y la riqueza de la declaración conjunta firmada en La Habana para darse cuenta de que esta historia no se puede comprender si nos limitamos a analizar los factores puramente humanos.
El primer factor “excede” la esfera meramente terrenal, mencionado tanto en los comentarios que acompañaron el abrazo de los prelados como en el íncipit de la declaración final. Se trata de la voluntad de Dios, una voluntad que se aclara a lo largo de la declaración conjunta, principalmente en dos aspectos. Por un lado, de hecho, la voluntad de Dios se concreta (cf. n. 6) en la «obtención de la unidad» entre los cristianos «por la que Cristo había rezado», que se convierte así en el fin último –pero no por ello puramente teórico, ya que en el n. 7 se habla de una «firmeza en hacer todo lo necesario para superar las diferencias históricas heredadas por nosotros», así como de la voluntad de «reunir nuestros esfuerzos a fin de dar testimonio del Evangelio de Cristo y del patrimonio común de la Iglesia del primer milenio»– del encuentro de La Habana y del dinamismo que nace de él. Por otro lado –y no debemos infravalorar esta afirmación–, la voluntad divina ya se revela en el testimonio de los mártires de la historia actual, quienes (cf. n. 12), «unidos por un sufrimiento común, son la clave para la unidad de los cristianos». Y en la voluntad del Papa y del Patriarca de inclinarse ante su martirio, que constituye un claro testimonio de la «verdad del Evangelio» (cf. n. 12), podemos leer su obediencia común a este signo de los tiempos, tan dramático y a la vez imponente por su fuerza desarmada, donde se revela como el signo de unidad más importante para la Iglesia, ya en el momento actual de nuestra historia.
No podemos dejar de subrayar el valor e importancia de estas afirmaciones. Si miramos al pasado reciente, donde muchas veces daba la impresión de que la línea predominante por parte ortodoxa (y no solo) era la de optar por un ecumenismo que dejaba alejarse en el trasfondo el deseo de una verdadera comunión, para animar proyectos que únicamente buscaban “alianzas estratégicas” con el objetivo de una defensa común de valores que contraponer al pensamiento dominante secularizado, ahora se percibe en esta declaración conjunta la defensa común de los valores –la familia basada en la unión fecunda de hombre y mujer, el derecho a la vida desde la concepción hasta su fin natural, la paz y el rechazo al integrismo, la libertad religiosa, las raíces cristianas de Europa, la lucha contra la pobreza, la solidaridad y la justicia (cf. nn. 13-21)– se propone como consecuencia de la fe común en Cristo, después de afirmar la tradición compartida en el primer milenio, la confesión del pecado de la separación y el reconocimiento realista del deseo de unidad y de los obstáculos que aún se interponen.
Por último, es importante destacar la presencia en la declaración de párrafos dedicados a temas tan delicados como el proselitismo, la existencia de las iglesias greco-católicas y la situación política y eclesial de Ucrania, la renuncia a tonos más enfervorecidos en muchas declaraciones del pasado, e incluso afirmaciones consoladoras y positivas, como la que auspicia (n. 27) una contribución de las comunidades católicas en Ucrania a la creación de un clima favorable para superar el cisma existente entre los fieles ortodoxos.
«De ahora en adelante las cosas serán más sencillas», se dijeron Francisco y Kiril al encontrarse. Este es el mensaje que hay que custodiar y el que nos permitirá entender cada vez mejor, a partir de ahora, el valor de este encuentro actual y del texto suscrito por ambos prelados. No serán “más sencillas” por una solución milagrosa ni por una convergencia estratégica extemporánea, sino más bien porque juntos nos reconocemos más capaces de ver la voluntad de Dios, de agradecer sus dones, de honrar la fe de aquellos que prefieren morir a renegar de Cristo. Es una gracia que todo el mundo pueda ver esta fraternidad en acto.
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