Hará falta leerlo, retomarlo, estudiarlo a fondo. Y hará falta trabajar sobre ello aunque solo sea para empezar a darse cuenta de la riqueza que ofrece a la Iglesia. Pero el impacto es tal que ya ahora, en caliente, puede ser de ayuda señalar algunos puntos del histórico discurso que el papa Francisco ha dado en el Congreso de la Conferencia Episcopal Italiana en Florencia. Sin la más mínima pretensión de definir nada, faltaría más. Solo para enfocar mejor lo que ha sucedido en muchos de nosotros al escucharlo. Para darnos más cuenta de por qué, de pronto, lo hemos percibido como un shock benéfico, un golpe que sorprende y al mismo tiempo alegra.
Empecemos por el principio, conmovido (bastaba con mirar al Papa a la cara) y conmovedor. La mirada fija en el Ecce homo de Santa Maria del Fiore. «Solo podemos hablar de humanismo partiendo de la centralidad de Jesús, descubriendo en Él los rasgos del verdadero rostro del hombre. La contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado recompone nuestra humanidad, aun fragmentada por las fatigas de la vida o marcada por el pecado. No debemos domesticar la potencia del rostro de Cristo. Es el misericordiae vultus. Dejémonos mirar por Él, Jesús es nuestro humanismo. Dejémonos inquietar siempre por su pregunta: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?"».
El centro es Cristo. Y con Él, el método de Dios. Totalmente misterioso, imprevisible, porque si miramos a Cristo vemos «el rostro de un Dios "despojado", un Dios que ha asumido la condición de siervo, humillado y obediente hasta la muerte». Un camino impensable para nosotros. Pero «no veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se ha despojado».
Sorprendente. Más aún: sobrecogedor, si no lo damos por descontado. Un Dios que se hace siervo. Una concepción del hombre y de la vida que nacen de esa inversión de categorías tal como las solemos tener nosotros en mente.
Basta tomar en serio estas primeras frases -no considerarlas como premisas obvias- para darse cuenta de que en las palabras del Papa hay mucho más que una invitación a la Iglesia a «distanciarse de la obsesión por el poder», como han subrayado las primerísimas lecturas hechas -con razón- por los periódicos.
En esos rasgos de un humanismo planteado «no en abstracto», sino identificando «los sentimientos de Cristo», en ese triple subrayado de «humildad», «desinterés» y «dicha» (esa alegría del Evangelio que se experimenta «cuando somos pobres de espíritu»), está el corazón de la contribución que la Iglesia puede ofrecer a la sociedad italiana.
Es una contribución aparentemente no política -de hecho, a primera vista parece alejada a años luz de la política-, pero decisiva para cualquiera que tenga algo que ver con el bien común. Una contribución que coincide sencillamente con ir al fondo de la propia naturaleza, con ser lo que la Iglesia está llamada a ser, y no otra cosa. Una Iglesia que «no asume los sentimientos de Jesús», que se preocupa de «ser el centro», sencillamente «se desorienta, pierde su sentido, se hace triste». Acaba «encerrada en una maraña de obsesiones».
También por esto impresiona la lucidez con que el Papa capta las dos tentaciones («dos, no quince como las que señalé a la Curia», dijo con una sonrisa...) de las que cuidarse, propias de dos herejías ya vividas a lo largo de la historia, pero siempre al acecho de nuestros corazones.
En primer lugar, el pelagianismo. Pensar que la solución de los problemas reside «en las estructuras, en las organizaciones, en las planificaciones», en una doctrina concebida como «un sistema cerrado», incapaz de inquietar. Algo "ya sabido", en resumen. Mientras que la fe «tiene un rostro no rígido, un cuerpo que se mueve y se desarrolla, de carne tierna. La doctrina cristiana se llama Jesucristo». Solo a partir de ahí la Iglesia puede ser «libre y abierta ante los desafíos del presente, nunca a la defensiva por temor a perder algo».
En segundo lugar, el gnosticismo. «Confiar en el razonamiento lógico y claro», pero que «pierde la ternura de la carne del hermano» y queda cerrado en «un subjetivismo donde únicamente interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que se cree que pueden confortar e iluminar». Algo que al final es estéril. Porque la diferencia de la fe está en otro sitio: «Está en el misterio de la encarnación».
Por eso, a la pregunta que todos llevamos en el corazón, más o menos explícita («¿qué debemos hacer?, ¿qué nos está pidiendo el Papa?»), y al deseo más o menos confesado de tomar atajos, Francisco puede responder descolocando a todos y desafiando nuestra libertad: «Os toca a vosotros decidir: pueblo y pastores juntos. Yo hoy simplemente os invito a levantar la mirada y contemplar una vez más el Ecce Homo que tenemos sobre nuestras cabezas».
Vuelve allí la mirada. A Él. «Miremos una vez más los rasgos del rostro de Jesús y sus gestos. Vemos a Jesús que come y bebe con los pecadores, le contemplamos mientras conversa con la samaritana, le espiamos mientras se reúne de noche con Nicodemo, gustamos con afecto la escena donde se deja ungir los pies por una prostituta...». Mirar a Cristo. «Apuntad a lo esencial, al kerygma. No hay nada más firme, profundo y seguro que este anuncio».
Esencial, porque solo tener la mirada fija en Él permite entrar en la realidad hasta el fondo, hasta el detalle. Hasta la petición de la «inclusión social de los pobres» para reconocer el valor de esa «medalla rota» que la Iglesia custodia desde siempre, pero en la que está por descubrir una riqueza infinita (cuánto hay que ensimismarse en su mirada para poder descubrirla). Hasta llegar a las indicaciones más prácticas sobre qué quiere decir dialogar («no es negociar») y encontrarse con el otro («recordar que la mejor forma de dialogar no es hablar y discutir, sino hacer algo juntos, construir juntos, hacer proyectos: no solos, entre católicos, sino junto a todos aquellos que tienen buena voluntad»). Hasta su cálido llamamiento a los jóvenes («os pido que seáis constructores de Italia, que trabajéis por una Italia mejor. Por favor, no miréis la vida desde el balcón, comprometeos»).
Hasta esa indicación precisa, neta, que al mismo tiempo hace de palanca en un patrimonio que ya tenemos (y del que deberíamos volver a tomar conciencia) y abre caminos que recorrer juntos: «En toda comunidad, en toda parroquia e institución, en toda diócesis y circunscripción, en toda región, tratad de preparar, de forma sinodal, una profundización de la Evangelii gaudium, para extraer de ella criterios prácticos y actualizar sus posiciones. Estoy seguro de vuestra capacidad para poneros en movimiento creativo y concretar este estudio», porque «sois una Iglesia adulta, antiquísima en la fe, sólida en sus raíces y amplia en frutos. Por eso sois creativos. Creéis en el genio del cristianismo italiano, que no es patrimonio ni de los individuos ni de una elite, sino de la comunidad, del pueblo de este extraordinario lugar». El genio del cristianismo, vivo. Y un nuevo humanismo. El Papa nos da crédito, ¿y nosotros?
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