La bala atravesó la puerta, directa a la cadera, hasta llegar al intestino. «Una experiencia muy desagradable, pero fue una gracia. Desde entonces confío más en Dios. Subo al coche y me confío a Él, me pongo en sus manos…». Monseñor Joseph Alessandro, 65 años, hermano capuchino, originario de Malta, obispo coadjutor de Garissa, Kenia, ha pasado por la misma cruz que le ha tocado vivir a sus jóvenes. A los 147 estudiantes asesinados al amanecer del 2 de abril en el patio de la universidad.
Los que le dispararon a él no fueron los fanáticos de Al Shabaab, «los jóvenes» en árabe, los terroristas que llegan desde Somalia y que en el campus separaron a los cristianos del resto para matarlos. En el 94 todavía no habían llegado. Eran otras bandas, también somalíes. Pero cuando llegó la noticia del asalto, los mensajes, las llamadas de los chavales pidiendo ayuda, monseñor Alessandro revivió de golpe aquel momento. «Oímos disparos durante todo el día, pero nadie fuera sabía verdaderamente lo que estaba pasando», declara: «Intentamos ir inmediatamente al hospital donde habían llevado a los heridos, pero estaba aislado. Volvimos a intentarlo al día siguiente. Nos dijeron que se los habían llevado a todos a un campo militar». A los supervivientes y a las víctimas. Como Ayub, que ese día había madrugado para ir a rezar y en el último mensaje que envió a casa escribió: «no nos queda más que Dios». O Milton, un amante del góspel que quería ser profesor de idiomas. O Laban, que murió haciendo frente a los terroristas con sus manos vacías para defender a sus amigos. Y tantos otros.
Eran de fuera, el obispo no los conocía mucho. «Solo a algunos, de vista. A veces venían a misa a la catedral. Un mes antes fui a visitarles, la universidad no está lejos de aquí». En aquella misa participaron unos 70. «Después me reuní con algunos. Hablaban de sus expectativas, del futuro. Me presentaron su organización estudiantil: el presidente, el tesorero, los responsables… Todo se centraba en la vida cristiana. Me dieron la impresión de ser gente muy activa, que asumía su responsabilidad allí donde estaba».
La matanza llegó el Jueves Santo. Al día siguiente, en el Via Crucis, monseñor Alessandro recuerda que había pocos fieles. «Como en la Vigilia de Pascua, que tuvimos que celebrar a las tres de la tarde por motivos de seguridad. Aun así, la iglesia estaba casi vacía». Pero al día siguiente no fue así. Había bautizos. «Veinte niños. La catedral volvía a estar llena. Fue un momento de mucho ánimo para todos. También para mí. Yo vivo allí mismo, para mí no era difícil llegar, pero muchas de aquellas familias tuvieron que venir a pie, desde lejos, atravesando las barreras, los puestos policiales… el miedo. Demostraron que para ellos la fe tiene un gran valor». ¿Cuál? «El de darles coraje y mantenerles unidos en su comunidad. Los cristianos de Garissa son una minoría; la mayor parte son musulmanes y somalíes. Los católicos son pocos: unos 8.000 en toda la diócesis. Pertenecer a la Iglesia es algo decisivo para ellos».
Ahora el miedo hunde sus fauces más incluso que antes. «Muchos cristianos están en la ciudad por motivos de trabajo, no son de aquí. Son profesores, médicos, funcionarios… Algunos se están planteando marcharse, volver a zonas más seguras». Pero el riesgo en esta zona existe desde hace años. «En Navidad, a 800 kilómetros al norte, hubo otras dos masacres. Una en un autobús, obligaron a la gente a bajar y separaron a los musulmanes y a los cristianos, como en la universidad. “Quien sepa un verso del Corán puede irse, los demás no”. Mataron a 27 personas». Diez días después, atacaron una cantera. «La misma escena, y 38 muertos. Pero en el último año se han repetido muchos hechos así, grandes y pequeños: disparos, a veces incluso granadas lanzadas a la calle. A cada poco se oye “han matado a uno” o “han herido a tres”». ¿Cristianos? «Los objetivos son siempre no musulmanes».
¿Y qué hacen los musulmanes de Garissa? ¿Qué dicen? «Casi todos condenan estos hechos. La mañana del Sábado Santo vinieron dos imanes. Uno era el jefe del Consejo supremo islámico local. Nos traían su solidaridad y nos pidieron perdón por lo que está pasando».
¿Y usted, excelencia, tiene miedo? «No. Intento ser prudente: no salir de noche, prestar atención a si alguien me sigue… Cuando aparco, siempre intento hacerlo donde hay algún policía o vigilante de seguridad de algún banco u oficina. Pero miedo no tengo. Confío en el Señor, mucho más desde que me atacaron». Aquello fue hace años. Le supuso meses de convalecencia y el regreso forzado a Europa, antes de poder volver a Kenia, donde es obispo desde 2012. «Pero ni siquiera entonces sentí resentimiento. Ahora, antes de salir de viaje, pido al Señor que proteja más mi alma que mi cuerpo». ¿En qué sentido? «Si uno se encuentra en una situación así, si te preguntan si eres cristiano o no, hay que tener el coraje de testimoniar la fe aun a riesgo de perder la vida. Así que yo pido ese valor». ¿En su pueblo ve ese mismo ímpetu? «Sí, lo veo en cómo viven, en las cosas pequeñas. En los ambientes musulmanes, por ejemplo, no es fácil llevar la cruz o el rosario al cuello. Ellos lo hacen. Es signo de que la fe es más importante que la vida».
También habla de otros signos. «Hechos que nos dan esperanza. Llevamos a cabo iniciativas que tratan de implicar a los jóvenes y a las mujeres, de cualquier religión. Tenemos cinco escuelas primarias en la diócesis, y están abiertas también para los musulmanes. Los niños crecen juntos, estudian juntos, juegan juntos. Estamos seguros de que si pueden vivir tan unidos sus primeros años, el futuro será menos hostil». ¿Y sucede? «A veces sí. Hace tiempo, por ejemplo, en una parroquia había un conflicto entre dos clanes, uno musulmán y otro mixto». No era por cuestiones religiosas, pero al final eso también se usa para dividir. «Las mujeres se enteraron. Se reunieron todas, cristianas y musulmanas. Fueron a ver al gobernador y le dijeron: “Nos vamos a quedar aquí, en su despacho, hasta que no llame a nuestros maridos para poner paz”. Esto evitó un enfrentamiento. Pero la amistad entre ellos había nacido en un grupo parroquial».
Pocos días después de la masacre, monseñor Alessandro estuvo en Roma, en la visita ad limina con otros obispos keniatas. ¿Qué les dijo el Papa? «Tocó dos puntos decisivos. Sobre todo, el perdón. Debemos perdonar, o al menos ser humildes y dar a Dios el tiempo necesario para actuar. Segundo, nuestra responsabilidad como pastores. No podemos quedarnos sentados mirando, sin intentar hacer algo. De otro modo seremos responsables de nuestro silencio. También añadió que reza por nosotros y nos abrazó».
¿Y qué nos piden sus fieles a nosotros, los occidentales? «Que les recuerden en sus oraciones. Y que sigan ayudándoles con su presencia y con el mensaje del Evangelio. Jesús dijo: “os entregarán al suplicio y os matarán, y por mi causa os odiarán todos los pueblos”. Lo dijo Él, pero también dijo que siempre estará con nosotros, y eso nos da valor. Así que dejamos al Señor que siga sus caminos. A veces son desconocidos, pero estamos seguros de que nos llevan hacia el bien».
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