El hermano Pierbattista Pizzaballa es un hombre tranquilo, sereno; habla con una calma carente de énfasis, propio de quien, viviendo cotidianamente en una situación extrema, no cede ni una coma al narcisismo. La Custodia de Tierra Santa, de la que es responsable desde hace nueve años, está presente de hecho no solo en Palestina, sino también en Egipto, Chipre, Jordania y Siria. Invitado por el Centro Cultural de Bari para participar en un encuentro público, Pizzaballa –preguntado por el profesor Costantino Esposito– no rebaja en absoluto la gravedad de la situación siria: «Es dramático. Las calles están cortadas, faltan la electricidad y el agua, caen bombas cada cinco minutos. Alepo está semidestruida. La gente ya sabe calcular por el sonido de la explosión los metros de distancia a los que ha estallado la bomba. Las iglesias y mezquitas han sido devastadas por igual, no hay lugares para acoger a los desplazados».
¿Qué tiene que ver la religión con todo esto? Concretamente, pregunta Esposito, ¿de qué modo puede la experiencia religiosa –si es que puede– ser un factor de apertura, de encuentro? Pizzaballa no podría ser más directo: «Hace falta el corazón. Pan y agua, por supuesto, pero sobre todo corazón: solo así se puede reconstruir. La guerra hiere, pero no aniquila. Hay muchos ejemplos. El Isis dice que hay que destruir las cruces, pero los cristianos no las han destruido, las han enterrado; han conservado el vino de la Misa, siguen rezando. Son campesinos, gente sencilla, pero tienen plena conciencia de quiénes son».
Y continúa: «La situación, sin duda, es terrible. En la guerra la gente vive muy mal. Casi todas las familias tienen al menos un muerto, un herido o desplazado; hay madres que han perdido a sus hijos, e hijos que han perdido a sus padres. Diez millones de sirios se han marchado para construir su vida en otra parte. Las perspectivas de futuro han quedado rotas. Por tanto, la carga de dolor es enorme, y cuesta mucho vislumbrar un futuro. La guerra terminará, no podrá durar siempre. Cuando acabe, habrá que volver a empezar a construir. Y para reconstruir, lo que hace falta es el corazón, no se puede permitir que el odio se convierta en clave de lectura de la realidad. Es más, la situación de guerra abre nuevas perspectivas imprevistas: los desplazados se unen porque comparten su necesidad, cristianos y musulmanes suelen asistir juntos a los funerales, se crea una unidad entre las diversas confesiones cristianas. Hace falta el corazón, antes incluso que las grandes soluciones. Lo que yo sé como religioso es que puedo estar ahí, al lado de la gente, dando algo si puedo, o sencillamente estando allí».
Cuando Esposito le pregunta qué significa «custodiar», Pizzaballa vuelve a ser extraordinariamente directo: «Tener corazón, amar lo que custodiamos. En Tierra Santa es evidente. No custodiamos piedras, sino la experiencia cristiana; no simplemente el Calvario, sino el sentido mismo del Calvario, la experiencia de Cristo crucificado. No puedes custodiar una realidad que no amas. La Custodia no es un cuerpo de centinelas contratados, sino una maternidad, una paternidad. Eso significa estar con la gente, porque el amor no es sentimentalismo. En Siria, por ejemplo, no estamos obligados a permanecer allí. Pero estamos. Un párroco que fue secuestrado regresó para estar con su gente. Hace falta una mirada redimida, libre. Porque si estás enamorado lo ves todo positivamente».
Al terminar, el encuentro suscita muchas preguntas, casi todas en esta línea: cómo se puede no solo vivir sino seguir teniendo esperanza en un contexto tan golpeado por la violencia. Pizzaballa, con su habitual sencillez, responde: «La fe. Todo pasa por la experiencia. La fe que vivo toca todas las fibras de mi ser. Y eso vale para todo. La fe solo se convierte en un factor de acción si llega a ser una experiencia. De otro modo no te mueve, no te saca de ti mismo». Y añade, con la mirada tierna y firme de un hombre que ama: «Todos necesitamos a Alguien que llene nuestra vida. Nosotros no nos quedamos en la Custodia para cambiar el escenario medioriental sino porque queremos vivir. Y mientras estás vivo, nada te puede detener».
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