El padre Romano Scalfi avanza con paso lento, apoyándose en un bastón que se adapta a su figura hierática y barbuda. Estamos en el teatro de Bassano del Grappa, lleno de gente y jóvenes que le reciben con un aplauso. Este año le otorgan a él el Premio Internacional a la Cultura Católica de esta ciudad italiana, que celebra su XXXII edición y que cada año supone un reconocimiento para personalidades comprometidas en la promoción de la cultura cristiana. En esta ocasión dirige su mirada al nonagenario fundador de Rusia Cristiana.
Junto al padre Scalfi se sienta el moderador Luigi Geninazzi, que conversa con él. Primera pregunta: «¿Cómo empezó usted a percibir el “mal de Rusia”?». La voz del padre Scalfi suena con mansedumbre y decisión: «Al principio del conocimiento está la maravilla»; e inmediatamente relata que, siendo joven seminarista en Trento, pudo asistir por primera vez a la divina liturgia celebrada por algunos jesuitas del Russicum, el Pontificio Consejo instituido por Pío XI. «Todo empezó aquel día. La belleza de la liturgia bizantina me conquistó. A alguno le podría parecer algo sentimental, pero Dios también se vale de bagatelas». De la belleza de la liturgia a la pasión por Rusia hubo un paso muy breve. Entonces comenzaron los viajes.
«El padre Scalfi no solo nos ha dado a conocer la gran tradición ortodoxa, los autores de la disidencia», señala Geninazzi: «También palabras y experiencias nuevas, como el samizdat». El rostro del anciano sacerdote se ilumina: «Recuerdo a un obrero que, después de trabajar sus ocho horas en la fábrica, dedicaba otras ocho al samizdat. Los textos se escribían a máquina seis veces y luego se difundían para que otros hicieran más copias. Así fue como cientos de miles de libros prohibidos llegaron hasta los rincones más remotos del imperio soviético. El samizdat era una iniciativa arriesgada, pero ponía en marcha la responsabilidad personal. Si Marx decía que las fuerzas productivas determinaban la conciencia, el samizdat destacaba la libertad y la centralidad de la persona en la historia».
Su interlocutor comenta: «Me atrevería a decir que el padre Romano ha sido un verdadero “contrabandista” de libros e ideas». Scalfi se gira de pronto con una sonrisa: «Había una monja rusa católica en Polonia que se puso al frente de una gran red de relaciones. Gracias a ella pudimos introducir en la Unión Soviética miles de evangelios. Y eso fue posible porque bajo el aparente dominio del ateísmo, en realidad la fe aún existía».
«De este modo, el samizdat creó muchas pequeñas comunidades difundidas capilarmente», continúa Scalfi: «Y contribuyó a hacer crecer un deseo de paz, una mentalidad no violenta. También hoy en Ucrania está floreciendo una experiencia parecida. Las cosas cambian desde abajo, a partir de la responsabilidad de la persona; yo no espero nada de la política, yo espero de la responsabilidad del hombre». El samizdat no quería combatir contra el comunismo sino ayudar a las personas a crecer en la fe. Al principio el padre Scalfi no pretendía fundar nada, él solo quería ser párroco en Rusia y morir en Rusia. Sin embargo, el 4 de octubre de 1957, el día en que la Unión Soviética hipotecaba su futuro con la empresa Sputnik, el padre Scalfi fundaba Rusia Cristiana para ayudar al pueblo ruso a reanudar el vínculo con su tradición.
Cuando Geninazzi le pregunta sobre su perspectiva del ecumenismo, Scalfi no duda un momento: «Yo colaboro en la perspectiva ecuménica cuando más unido estoy a Cristo. El ecumenismo parte de la persona. Hace falta que los católicos sean cada vez más católicos y que los ortodoxos sean cada vez más ortodoxos; si yo estoy unido a Cristo, entonces el Señor realizará la unidad de las iglesias». Aquí su pensamiento viaja hasta el starets de Soloviev, el autor más amado por el anciano sacerdote: «¡Insigne soberano! Para nosotros lo más querido del cristianismo es Cristo. Él mismo y todo lo que proviene de Él, puesto que sabemos que en Él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad».
Scalfi ha cumplido 91 años; la vivacidad de sus respuestas, la serenidad de su discurso, son sorprendentes, así que su interlocutor se deja llevar y plantea una pregunta “fuera del tema”: «Padre Scalfi, ¿existe una manera de envejecer bien?». «La cuestión no es envejecer bien, sino vivir bien. No es un problema de años sino de fe. Si hay fe, no hay dificultades que puedan quitarte la serenidad. El Señor aprovecha hasta los jirones para hacer milagros».
Llega el momento del premio: lectura de la motivación, entrega del galardón, el pergamino y la medalla. El encuentro llega a su fin en un mar de aplausos. El padre Scalfi se pone en pie con esfuerzo, sujeta el premio entre sus manos, lo mira, lo toca, lo besa y hace la señal de la cruz a la manera ortodoxa. Le piden que exprese un deseo final: «Que crezca la responsabilidad de la persona. Si la persona cambia, cambiará también el país. En Rusia la libertad se disfrutó en medio de una situación terrible, totalmente hostil».
Al bajar del escenario, se dirige lentamente hacia la salida. Muchos le salen al encuentro, le hablan, algunos le abrazan: él se ríe y devuelve los abrazos. La belleza de un encuentro en acto. Las palabras de Pavel Florenski citadas durante la velada se hacen carne: «La verdad, cuando se expresa, se convierte en amor y el amor florece en belleza».
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