No es fácil, en poco tiempo y en un lugar como este, entrar en un tema tan amplio y complejo como el de la situación actual en Oriente Medio, a hierro y fuego, en una radical y dramática transformación.
Aún más difícil resulta poner en relación esta trágica situación con el “poder del corazón”, que da título a este encuentro. ¿Qué podrá hacer el corazón frente al drama humanitario que los medios nos muestran desde hace meses? Hace falta mucho más que buenas palabras o sentimientos.
Pero creo que es un error limitarse a un mero análisis político, social e histórico de lo que está sucediendo (si es que es posible hacerlo), sin una mirada religiosa, que ayude a leer e interpretar los acontecimientos sin dejarse llevar. Ambas cosas son necesarias. Necesitamos expertos que nos ayuden a comprender los cambios radicales a los que estamos asistiendo, desde el punto de vista político, económico y social; pero también necesitamos una mirada alta, amplia, libre de miedos y complejos.
En estos últimos meses, en Jerusalén, nos hemos visto abrumados por peticiones y propuestas que llegaban desde asociaciones impensables y movimientos internacionales de carácter absolutamente laico que, preocupados por lo que está sucediendo, quieren implicarnos en las iniciativas más dispares en el ámbito mediático, cultural, político e incluso militar, para “salvar el cristianismo y su cultura”, en Oriente Medio y no solo allí. Son preocupaciones legítimas, como por desgracia constatamos todos los días, pero a las que les falta la mirada de la fe, la mirada de quien no solo confía en sus propias capacidades operativas de distinto género, sino que también se fía, es decir, entrega la propia vida a Otro, de otro modo.
De otro modo significa: actuando, rezando y escuchando cualquier sugerencia del corazón, dejando que la búsqueda apasionada y libre de la verdad muestre caminos desconocidos o inesperados, dispuestos a asumir la responsabilidad de dar cuerpo a nuestro compromiso personal con los demás. No he venido aquí para presentar la crónica de los acontecimientos. Ya la conocemos por los medios y los diversos análisis de lo que sucede. Demos por tanto, ante todo, nuestra lectura de lo que está pasando, sabiendo que somos necesariamente parciales y aproximativos.
Oriente Medio, en un proceso radical de cambio
Oriente Medio ha vuelto potentemente a la palestra de la información, pero ahora también de las preocupaciones de muchos. Egipto, Israel y Palestina, Libia, y sobre todo Siria e Iraq están en el centro de un profundo cambio que aún no tiene del todo claras sus perspectivas. Esta suerte de estabilidad que durante cuarenta años había caracterizado las relaciones (o no relaciones) en estos países ha llegado definitivamente a su fin, y nuevos equilibrios que aún no podemos definir están tomando forma, convirtiéndose en fuente de preocupación para muchos, sobre todo para la pequeña comunidad cristiana y las demás minorías.
El Oriente Medio que conocemos desde el siglo XX, el que nació de las ruinas del viejo imperio otomano, del final de los diversos colonialismos y del nacimiento de los estados nacionales, ha terminado. Comienza un nuevo periodo, cuya dirección sin embargo aún no estamos en condiciones de comprender.
Inicialmente, lo que se bautizó como “primavera árabe” suscitó un gran entusiasmo: las plazas hacían caer a dictadores que llevaban décadas dominando de forma absoluta; por fin el pueblo, y los jóvenes en particular, se convertían en protagonistas de la vida de sus países y de su historia. Todos, sin distinción de pertenencia, participan en este importante momento.
Este proceso, sin embargo, ha sido en cierto modo “secuestrado” por movimientos y partidos religiosos que han superado la naturaleza de esta primavera, transformándola en una auténtica lucha de poder entre los distintos miembros religiosos y sociales de Oriente Medio, en particular la lucha entre chiítas y sunitas. Una lucha de poder, no privada de intereses de distinto tipo (político, económico, energético, etc), obviamente, pero que ahora no nos interesa analizar.
Signo evidente de tal involución respecto al momento inicial de la primavera árabe está en las persecuciones de las que los cristianos y otras minorías religiosas están siendo víctimas en los últimos meses, y la consolidación de movimientos y partidos islámicos –algunos muy extremistas– en la escena pública. La relación con las minorías, en efecto, ha entrado en una crisis profunda con forma de persecución e instrumentalización de varios tipos.
Pero para comprender de una forma más completa la naturaleza de las relaciones entre las distintas comunidades religiosas de Oriente Medio, hace falta partir de su contexto histórico y social.
Mucho más que Europa, Oriente Medio ha sido siempre el crisol de las diferencias religiosas. Judaísmo, cristianismo e islam hunden sus raíces y su corazón en Oriente Medio. Cada uno de estos credos conoció luego divisiones y desarrollos internos muy vivaces: sunitas, chiítas, cristianos ortodoxos, coptos, siriacos y muchísimas otras comunidades surgieron con el paso de los siglos, haciendo de Oriente Medio –único en su género en todo el mundo– un lugar de convivencia. Dicho sea que la convivencia nunca fue fácil y las persecuciones nunca han faltado en estos siglos. Pero nunca habíamos asistido a una “limpieza religiosa” del tipo que estamos viendo hoy.
¿Oriente Medio, lugar de convivencia? Sí, sin duda más que en ninguna otra parte del mundo. Lo explico con una realidad que todos conocemos. Si en Italia, o en un país europeo, en Occidente, se está viviendo un momento de encuentro-diálogo con personas de otros credos y tradiciones religiosas, generalmente dentro de un marco que suaviza sus vértices y que enfatiza las virtudes para poder ver lo mejor del otro y ofrecer lo mejor de uno mismo; en Oriente Medio cuando se encuentran un judío, un musulmán, un copto, un armenio, cada uno sigue siendo él mismo. Vivimos una rutina que no un momento distinto de la vida, vivimos juntos los mismos problemas, cada uno con su propia cultura, su propia fe, sus propias tradiciones. Tenemos en común las dificultades cotidianas, justo lo que en Occidente se dejaría deliberadamente al margen si este encuentro tuviera lugar aquí. Eso es convivir: vivir-con los otros, sin prevaricación, sin imposición, sin espíritu de conquista.
Es importante comprender que las pertenencias religiosas siguen siendo en todo Oriente Medio pertenencias también sociales y culturales. La fe no es solo una experiencia religiosa personal, sino también la definición de una identidad personal y social. La religión es determinante, tanto en sentido estructural como histórico, cultural y humano. Es raro encontrar huellas de elementos laicos, en el sentido introducido en Occidente por la modernidad, donde Estado e Iglesia se diferencian y donde la fe es solo un aspecto más o menos relevante de la realidad social. En Oriente Medio la religión entra en todos los aspectos de la vida cotidiana, pública y privada, y la permea profundamente. Así, la mayor parte de la población sigue regulando y articulando su existencia sobre la base de un ethos religioso consolidado, típico de los distintos grupos de pertenencia y profundamente interiorizado por los miembros de cada comunidad.
El componente religioso constituye casi siempre un elemento esencial en la construcción de la identidad personal y tiende a expresarse en ciertos rasgos específicos, distintivos y recurrentes, como por ejemplo la participación activa en la oración ritual y en las celebraciones, la forma de vestir, la decisión de lucir objetos y símbolos específicos del propio credo, la elección de los nombres de los hijos. Además, cada individuo recibe al nacer un número de identidad junto al cual se añade una sigla que define la fe a la que pertenece. Esta, por tanto, se convierte en parte integrante de su identidad civil: cada uno se define como cristiano, hebreo o musulmán, independientemente de si es practicante o no. Además, a la autoridad religiosa se le delegan muchos aspectos de la vida del país. Un ejemplo significativo es el representado por el matrimonio: no existen los matrimonios civiles, el matrimonio es siempre religioso y con notables consecuencias sociales.
La pertenencia religiosa, por tanto, además de definirse en relación a uno mismo, te define también en relación con los demás. La propia experiencia religiosa y social también define la propia relación con el otro, a nivel personal y social. Dos habitantes de Jerusalén, aun teniendo la misma ciudadanía, si pertenecen a dos credos distintos, tendrán dos formas absolutamente diferentes de afrontar los problemas comunes y responderán a dos modelos sociales completamente distintos. En resumen, se puede ser ateo, pero aun así se sigue siendo hebreo, cristiano o musulmán.
Esta forma de convivencia interreligiosa –que es algo distinto de la integración, un desafío occidental– ha caracterizado durante siglos a Oriente Medio, aunque de una forma nunca sencilla ni lineal, pero establece su carácter constitutivo. Por eso los cristianos de las distintas confesiones, los musulmanes sunitas, chiítas, yazidis, kurdos, alauitas, druitas, etc. siguen estando en Oriente Medio.
La principal preocupación en este momento radica en el miedo a que lleguen al poder, sobre todo en Siria e Iraq aunque no solo, los movimientos integristas. Las imágenes que vemos diariamente sacuden nuestras conciencias. Me refiero en particular al llamado Estado Islámico o Califato, que tiene en el punto de mira no solo a las minorías no islámicas sino también a los propios musulmanes que no comparten su doctrina.
Las preguntas sobre estos movimientos ocupan el centro de las preocupaciones de comunidades religiosas enteras, en todo Oriente Medio.
Dentro de las comunidades cristianas asistimos a una tensión creciente, lamentando a veces garantías perdidas, con la tentación de marcharse, que a veces se convierte incluso en necesidad, como hemos visto en Iraq. Lo que se ha hecho con los cristianas y yazidis en la explanada de Nínive es sencillamente vergonzoso.
La “limpieza religiosa” del llamado Estado Islámico, que también existe de forma más sutil en otros países árabes, va en primer lugar y sobre todo contra la historia y el carácter propio de Oriente Medio y no puede quedar silenciada. Es necesario que todas las comunidades religiosas alcen la voz contra este horror. El mundo islámico ha empezado a reaccionar, por fin, pero honestamente debemos decir que nos ha parecido muy tímida su denuncia. Los medios árabes no han exagerado al informar sobre las declaraciones de los diversos líderes religiosos musulmanes. El diálogo interreligioso en este momento no puede prescindir de una denuncia común y firme de lo que está sucediendo. Lo exige así la gravedad del momento y la necesidad de seguir viviendo y dialogando juntos.
Además, es evidente que este tipo de fanatismo debe ser frenado, si es necesario también por la fuerza, con todas las garantías necesarias. Sin embargo, el uso de la fuerza sin una perspectiva de reconstrucción a todos los niveles, no resolverá nada. Pero si no se construye, el vacío creado por el uso de la fuerza dará vida a un extremismo aún mayor. Porque siempre hay alguien más puro y más justo que tú.
Esto vale también para el ya antiguo conflicto palestino-israelí, del que querría hablar lo menos posible, porque honestamente ya no sabemos qué más decir sobre ello. La fuerza, sin una perspectiva de (re)construcción social, económica, política, no llevará a otra solución que un nuevo retorno al uso de otra fuerza, generando una especie de círculo vicioso. ¿Cómo podremos hablar de paz o perspectiva de paz, si en el corazón se acumula principalmente odio, rencor, dolor, venganza a causa de la violencia padecida, si no se construye una esperanza? No existe una familia que no haya sufrido la violencia... La fuerza nunca es el camino. A veces puede, si es necesario como ahora en Iraq, abrir un camino, pero nunca construirlo.
Oriente Medio, empezando por Tierra Santa, Israel y Palestina, tiene una necesidad urgente y dramática de identificar un nuevo camino para delinear su futuro, que solo se puede construir juntos, con todas las almas distintas que lo componen, y nunca solamente con unos contra otros. Cristianos, musulmanes, kurdos, hebreos y todas las demás comunidades religiosas y étnicas son parte integrante de la vida de estos países y no desaparecerán. Presumir de poder hacerlo es pura ilusión e ignorar su existencia es ceguera.
Junto a la traición a la histórica convivencia entre comunidades religiosas distintas, que es la triste crónica de algunas ciudades iraquíes ocupadas por los fundamentalistas, todavía existen formas de solidaridad que es obligado señalar. En una visita reciente, hace unas semanas, a Siria, en la masacrada ciudad de Alepo constaté cómo es posible que personas extrañas entre sí se unan frente a las necesidades y emergencias comunes. Cuento solo algunos ejemplos.
La ciudad de Alepo vive desde hace meses sin agua y la única salvación la tienen en los pozos privados. No todos lo pueden tener, obviamente. Además escasea la electricidad (no más de dos horas al día), por lo que es imposible obtener agua sin un generador. A su vez, el gasóleo para el generador es casi imposible de encontrar, y además carísimo. En resumen, es imposible para una familia normal salir adelante, por tanto es imposible para la casi totalidad de la población que sigue allí, una población formada en gran parte por gente pobre que no tiene dónde ir. Las instituciones principales son las que tienen la posibilidad del pozo: mezquitas, iglesias, hospitales, etc. He visto personalmente a cristianos y musulmanes en fila delante de la iglesia para conseguir agua, a cristianos llevando agua a musulmanes y viceversa.
En nuestro convento de Alepo no hay generador, pero hay uno en el centro musulmán cercano. Los vecinos, todos musulmanes, hacen una colecta para el gasóleo, para mantener el generador y obtener agua que se reparte en todo el barrio. Los jesuitas, mediante su Jesuit Relief Service han puesto a disposición de la gente una estructura de las monjas franciscanas de Alepo y han organizado una cocina que atiende a barrios enteros de la ciudad. Más de diez mil platos de comida salen cada día de ese convento. Los víveres llegan de organizaciones islámicas, las monjas se encargan de la organización, y los voluntarios, cristianos y musulmanes, transportan diariamente la comida a los necesitados. Hay que destacar que los asentamientos en la ciudad son peligrosos y nadie puede saber nunca, cuando sale, si volverá a casa. Aun así, son muchos los que siguen saliendo y poniéndose en peligro, arriesgando la vida para hacer algo por los demás. No solo para los suyos sino para los otros, sin adjetivos.
Durante mi permanencia en Alepo, nuestros vecinos, la catedral y el obispado sirio católico, fueron atacados dos veces. La primera en la iglesia, que fue destruida por los rebeldes. La segunda en el obispado, atacado por fuerzas gubernamentales, ¡para conseguir así la par condicio! En ambos casos, sin distinción, se formaron equipos para ayudar, sostener, animar. Aunque solo fuera por estar cerca. Muy a menudo, de hecho, no hay mucho que se pueda hacer, más que asistir impotentes a este drama.
Oriente Medio tiene hambre. Las antiguas formas de convivencia parecen agotadas, las nuevas formas no son suficientemente claras. Asistimos a fenómenos contradictorios e indescifrables. Traiciones de antiguas amistades, formaciones nuevas; rechazo al otro, búsqueda de otro. Junto al corazón que ha traicionado está el corazón de quien ha amado, desgastándose y entregándose. Esos tantísimos gestos anónimos, presentes en todas partes, constituyen la fuerza secreta y necesaria para ir más allá y no detenerse en la oscuridad del momento, en el poder de Satanás.
El vecino que tienes al lado, que frente a tanta muerte realiza un gesto de amistad, te da el respiro necesario para seguir creyendo que es posible continuar aquí y vivir juntos, diferentes y unidos.
El poder del corazón
No soy un “buenista” encantado. No niego los problemas, que son dramáticos, las traiciones ni la crueldad, que interpelan a la conciencia de todos, en particular al mundo islámico, y que nos piden ser firmes y claros al pedirles una posición igualmente firme y claro contra todo esto. Pero creo que no basta quedarse en esto. Es necesario tener siempre clara una perspectiva, la reconstrucción, la vida. No basta denunciar, hay que indicar una vía, el camino.
El mal que está ante nosotros nos interpela como cristianos y nos pide que lo seamos aún más, hasta el fondo. Precisamente es en estas circunstancias cuando somos llamados a vivir nuestra vocación cristiana de una forma completa, sin huidas y sin miedos. El mal no debe ahuyentar al cristiano.
A menudo se oyen declaraciones y análisis desesperados de la situación. Parece se acerca el fin de todo. Quizá haya llegado el fin para los viejos modelos, pero no se acaba con ellos el mundo ni nosotros. Sin embargo, no es extraño oír entre nuestra gente, incluso a veces entre nuestros religiosos, palabras de desánimo y resignación. Se habla de choque de civilizaciones, y casi indirectamente parece una especie de llamada a las armas para defendernos. Todo eso no tiene nada que ver con la fe cristiana.
Olvidamos así un hecho fundamental: el cristianismo nace de la cruz y no puede prescindir de ella. Jesús se convierte en rey del mundo en la cruz, no después del éxito de la multiplicación de los panes. El cristianismo, en definitiva, nace de un fracaso humano, de una derrota. Y de un corazón traicionado. Cuando hablamos de poder del corazón, es ahí donde debemos mirar, a ese corazón que es la medida del amor de Dios y, consiguientemente, del nuestro. Nuestro actuar como cristianos debe medirse con ese corazón. Solemos olvidar este hecho y caemos en la tentación de creer que serán nuestras iniciativas las que nos salvarán, también en esta tierra nuestra.
Para un cristiano, un análisis de la realidad, de cualquier realidad, no está completo si no hace referencia a Cristo. No se comprende la verdad de un acontecimiento si no es en referencia a Cristo. Por tanto, no a una ideología sino a una Persona, que se convierte en medida y modelo del propio actuar y del propio pensar. Cómo no recordar el episodio del Evangelio de Marcos, el de la barca de los discípulos sacudida por las olas, el pánico de los discípulos y la corrección de Jesús: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Las diversas estrategias occidentales e internacionales no sé si podrán ayudar. Tal vez. Deben buscarse urgentemente perspectivas políticas. Pero no será eso lo que salve al cristianismo en Oriente Medio. La barca de Pedro siempre estará agitada y siempre habrá alguien dentro de ella que tratará de decir lo que hay que hacer. Pero lo que calme la tempestad será siempre y solo el mandamiento del Señor.
Las imágenes de Oriente Medio que nos llegan nos abruman y nos dejan sin palabras; es legítimo preguntarse qué debemos o podemos hacer y es obligado implicarse concretamente para poner fin a esta tragedia, que nos afecta a todos. Pero nuestra acción siempre debe ir acompañada de la profunda y serena convicción de que nuestro actuar, para que dé fruto, debe ir unido al de Cristo.
Quisiera terminar con otras dos imágenes, también ligadas a Oriente Medio, de hace unos meses, aunque parecen estar a años luz; completamente distintas de lo que estamos viendo estos días.
La primera se refiere al encuentro entre el patriarca Bartolomé y el Papa Francisco en el Santo Sepulcro, en Jerusalén. Esa basílica, que custodia la memoria de la muerte y resurrección de Cristo, pero también nuestras tristes divisiones entre cristianos, ha conocido por primera vez en su historia el encuentro entre dos realidades, la ortodoxa y la católica, que durante siglos han sido adversarias. Es cierto, las divisiones siguen existiendo y todo parece, desde aquel momento, haber vuelto ahora a ser como antes. Pero ya no es como antes, aunque quisiéramos. Esos signos son potentes y comprometen a quienes los realizan. Las dos iglesias se han comprometido a confrontarse de una forma distinta y positiva. El itinerario aún será largo, pero el camino ya se ha abierto y marcado.
La segunda imagen está ligada al momento de oración querido por el Papa Francisco y el patriarca Bartolomé en el Vaticano con los presidentes de los dos países siempre hostiles, el israelí y el palestino. También en este caso es verdad que los dos presidentes políticamente no podían ni pueden hacer mucho, y el Papa menos aún. Justo después se desencadenó una violencia inaudita e inexplicable entre ambas partes, que parecía casi querer negar aquel momento histórico. Pero también en este caso los signos están ahí y han marcado el camino. Las imágenes de la muerte que hemos visto hasta hoy, los bombardeos, los misiles, pero sobre todo el odio profundo que se alimenta de toda violencia, no deben separarse de aquella de los dos persidentes que rezan juntos por la paz. Nos dicen que es posible. Nos ayudan a alzar la mirada. Nos caldean el corazón.
Oriente Medio también es esto.
Necesitamos de todo en Oriente Medio: ayuda financiera, militar, política, mediación, apoyo... pero sobre todo creer aún que es posible quererse. Los testimonios nos iden que, a pesar de todo, gracias a los pequeños gestos, esta fuerza sigue viva.
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