Si le preguntas a Arturo Mari, fotógrafo personal de seis Papas, por qué Juan Pablo II revolucionó su existencia «de la noche al día», su respuesta se resume en una frase: «Respiré su aire». Su sola presencia le cambió la vida. «Cuando vives a medio metro de él durante 27 años, aunque no quieras entender, aunque prefieras hacer como si nada, el corazón ve las cosas y las toca. Es como meter el dedo en la llaga. Porque tú piensas: sería hermoso amarse unos a otros… Y le ves a él, que ama. Le ves a él, que viene antes y te abraza, te hace una caricia, te ayuda». Nacido en 1940, Mari empezó a trabajar con Pío XII y nunca lo dejó, sin tomarse nunca un día libre (a excepción del día de la ordenación sacerdotal de su hijo) hasta que se jubiló en 2007.
Empecemos por el final. Dice que la foto de Juan Pablo II que más le gusta es la última que se publicó (la que vemos aquí), la del último Viernes Santo. ¿Por qué?
Él iba en silla de ruedas, estaba casi paralizado, y seguía el Via Crucis por televisión. Tenía una cámara detrás. En un momento en que se detuvo la retransmisión, hizo una señal de que quería el crucifijo. Con esfuerzo se lo acercó al pecho y empezó a besar a Jesús, varias veces, con ternura. En aquel gesto está para mí la síntesis de todo su Pontificado. El centro de todo para él estaba allí, en Nuestro Señor. Sólo con su amor al misterio de la Cruz cambió la historia – la mía personal y la de la Iglesia y el mundo.
En los relatos de los que, como usted, estuvieron más cerca de él siempre aflora su relación con la oración.
El centro de su jornada era siempre la Misa y la oración. Cuando estaba en la capilla, de rodillas, con la mano en la cabeza, dialogaba con el Señor y con la Virgen. Alguna vez le oí y pude entender lo que pedía: «Dios mío, ayúdame Tú. Ilumina mi mente, guía mis pasos. Dame la fuerza». Eso fue lo que oí: «¡Dame la fuerza!». Y luego me topaba con la respuesta del Señor, porque yo podía quedarme sin entender de dónde venía la fuerza con la que él vivía, o bien podía pensar en aquella petición suya. Desde las seis de la mañana hasta la noche, le miraba y veía tras él dos manos que le empujaban. Yo, que era más joven, me asombraba por todo lo que tenía que afrontar, los ritmos y la mole de trabajo que verdaderamente son inimaginables. Él estaba siempre allí, como si nada. De todas formas, evitaba en la medida de lo posible fotografiarlo cuando estaba rezando. Son pocas esas fotos porque mi trabajo no consistía en eso, en esos momentos. No podía tocar ese punto de relación, mientras hablaba con Cristo.
¿Qué significó para usted fotografiarlo?
¿Sabe? Hice casi seis millones de fotos a Juan Pablo II, pero cuando le enfocaba nunca veía un gesto igual que otro. Encontré en él ese gran recurso…
¿Y qué nos puede decir de su atención, del modo en que él le miraba?
Seguramente mi corazón percibió su carisma. Me explico. No se trataba sólo de estar concentrado pensando: ahora se va a girar, ahora no… No, se trataba de seguir su mirada, su movimiento, su personalidad.
¿Cómo era la relación entre ustedes?
Siempre me trató como a un hijo, nunca como un empleado. Como uno de la familia. Incluso me enseñó lo que debe hacer el padre de un sacerdote. Con mucha sencillez, me explicó cómo podía ayudar a mi hijo a sus espaldas. Cuando te encuentras delante de tu hijo que de alguna forma te pregunta: “¿Crees que lo haré bien? ¿Qué será de mi vida? ¿Crees que soy fuerte, que valgo?”. ¿Qué puedes decirle, que sí? No. “Esta vida será un sacrificio, tendrás que dar, dar, dar… Pero la vida no es tuya, es para darla”. Esto es lo que hacía Wojtyla con nosotros: como sacerdote, como monseñor, como obispo, como cardenal, como Papa. Se dio a sí mismo. Y lo más hermoso era su humanidad a la hora de afrontar los problemas.
¿En qué sentido?
Quería ir a los sitios personalmente. Fue así como tomó las redes de la Iglesia en una situación difícil, acompañándola hacia el nuevo milenio. Le he visto trabajar enormemente, dándolo todo y con una grandísima humildad. Trabajaba siempre y sólo por una cosa: el hombre. Tanto en las situaciones más personales como en los discursos ante la ONU, lo primero para él era el hombre: dignidad, libertad, vida. Tuve el honor de estar presente en sus coloquios privados con los grandes líderes de la tierra, y era igual.
¿Puede poner un ejemplo?
Me impresionaba cómo ciertos políticos y presidentes se arrepentían delante de él, replanteándose su propia tarea. Pienso, en particular, en una visita pastoral a América Latina. Por la mañana el Papa tuvo un encuentro con los mineros. En un momento dado, uno de ellos salió entre la multitud, sorteó a las fuerzas de seguridad y se echó en sus brazos: «Yo te amo, te sigo, aunque soy analfabeto comprendo lo que dices». Estaba llorando y luego le dijo: «Pero ahora voy a casa, ¿y qué daré de comer a mis hijos?». Y sacó una lata que llevaba en los bolsillos traseros del pantalón. Esa tarde, cuando el Papa se reunió con el presidente, lo primero de lo que le habló fue de aquel minero. Le preguntó: «Usted, que es el padre de esta patria, ¿qué está haciendo? Sus hijos tienen hambre. ¿Qué hace usted? ¿Qué posibilidades existen?». Les trataba siempre como «padres de la patria», devolviéndoles la conciencia de su responsabilidad, de la tarea que tenían. Era el inicio, que luego paso a paso, en ciertos casos, llevó a grandes cambios sociales.
Como el fin del comunismo.
Sí, las consecuencias las hemos visto con nuestros propios ojos, como la Caída del Muro. Su “programa” era un programa moral, de un padre: en eso consistió su revolución. El Muro cayó porque llegó él y fue un punto de referencia para todos. El fruto es que la gente ha recuperado su libertad para hablar, caminar, comer, creer: ¡estamos hablando de la existencia de millones de personas! Una cosa así es un milagro viviente. Él, que conocía el sufrimiento, que sabía qué significaba perder a sus padres, vivir bajo un régimen totalitario, no ser libre, no tener pasaporte, no poder hablar libremente, no poder hacer esto o aquello… En todo esto él vivió el Evangelio, trabajó sobre el Evangelio, y por ello pudo comenzar su Pontificado diciéndonos: «¡No tengáis miedo!». Se puso a nuestra disposición para hacernos vivir mejor la vida. Él nos dio la clave para que nosotros le siguiéramos.
¿Qué significa para usted seguirle hoy?
Saber que ahora nos toca a nosotros. No podemos dejarlo pasar todo como si nada. No podemos no trabajar para estar bien. Si con el paso del tiempo nos olvidamos… Y nosotros solemos olvidar demasiado fácilmente las cosas. Cuando tenemos necesidad gritamos: ¡ayuda, ayuda, ayuda! Pero cuando las cosas van bien, las dejamos ir. Sin embargo, para mantener el bien, hay que moverse. Si el mundo de hoy es de un cierto modo y antes no era así, debo mirar la historia y comprender quién lo ha hecho posible.
¿Cómo lo hace usted?
Él me indicó el camino. Si estoy bien, debo saber por qué. Si no, lo pierdo todo. Si te contentas con estar bien y basta, dura dos días. Así que me pregunto: ¿cómo estoy hoy?, ¿cómo estoy viviendo ahora?, ¿qué ha sucedido? Hay una historia, y debo mirarla. Miro su ejemplo, sus pasos, lo que dijo y lo que hizo. Porque él nos lo dio todo. La posibilidad de creer, la libertad, su testimonio, su sacrificio. Es sencillo, no hace falta mucho, ¿sabe? Sólo hay que desear la verdad. El sacrificio lo hizo él. Tenemos que comprender y custodiar lo que él nos dio.
¿Y los que no le conocieron?
El “ejemplo” ha sucedido. Como tantos otros que han sucedido. ¿Que no lo han visto con sus propios ojos? No hay problema, hay otro que se lo transmite. Aquí está Arturo que te dice: yo he encontrado esto.
¿Cuál ha sido uno de los momentos más importantes?
Para mí, sin duda, el viaje a Tierra Santa en el 2000. Sólo Dios conoce la intensidad de aquellos días. Estar allí con él, verlo con mis propios ojos, en la Basílica de la Natividad, en el Huerto de los Olivos. No era Juan Pablo II. Era Jesús. Que nacía, que vivía, que hacía su viaje terrenal, llegaba al Calvario y lloraba.
¿Cómo fue su despedida?
Tuve la gracia de entrar en su habitación ocho horas antes de que muriera. Estaba en la cama, girado hacia un lado. Don Stanislao (Dwisziz, su secretario personal; ndr) le dijo en voz baja: «Santo Padre, está aquí Arturo». Él se giró lentamente hacia mí: «Gracias, Arturo. Mil gracias». No sé cómo contarlo. Ves allí toda la devoción que tiene hacia ti. Sonreía… ¿Sabe lo que significa una magnífica sonrisa en aquel rostro tan sufriente? En su mirada estaba ya ese otro encuentro hacia el que estaba caminando. Pensará que estoy loco, pero yo no siento su ausencia. Tengo pruebas de que él me acompaña. Está aquí, siempre conmigo.
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