“Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera” (Papa Francisco).
Por eso la gran invitación que vivimos de manera especial durante toda la cuaresma, convertíos y creed en el Evangelio, es la mejor propuesta que se nos puede hacer: conversión confiada en el amor misericordioso de nuestro Padre Dios. Por eso al comienzo de la cuaresma pedimos insistentemente al Señor que mire compasivo nuestra debilidad y para protegernos extienda sobre nosotros su mano poderosa llena de amor.
Nos gusta saber los autores de las grandes obras en todos los campos: música, arquitectura, pintura, escultura, literatura, economía… ¿Quién puede quedarse impávido ante las grandes creaciones del hombre a lo largo de la historia, sean las cuevas de Altamira, las pirámides de Egipto, la muralla china, el calendario azteca, la milenaria cultura oriental, las catedrales góticas, el Quijote, Hamlet, la Capilla Sixtina, la Gioconda, la Novena Sinfonía (el himno de Europa), el David, el Empire State…? Pues la creación, desde el inabarcable universo, todo lo que existe físicamente, la totalidad del espacio y del tiempo, de todas las formas de la materia, la energía y el impulso, y las leyes y constantes físicas que las gobiernan, hasta la más sencilla florecilla del campo y el más pequeño de los animales, es la obra de Dios: la creación. Sólo Él es el autor y puede “firmar” lo que está a la raíz de lo que llamamos universo. Y también sólo Él es capaz de hacer un ser humano que en virtud de su semejanza con Él realice esas grandes creaciones.
Es un hecho: la creación es la obra de Dios, y en la creación hay un ser con el que tiene una relación muy especial, porque es un ser con el que entabla una comunicación personal, con el que establece un diálogo, gracias al cual es capaz de entender, preguntarse, ser consciente de la revelación que quiere hacerle y, si libremente lo decide así, vivir de propuestas con las que se realiza y ayuda a los demás. El hombre, un ser cuya razón está abierta al misterio de Dios, ha sido creado con capacidad para recibir su revelación. Porque Dios ha querido revelarse, asumir nuestra humanidad y expresarse en Jesucristo. Él es la Palabra hecha hombre con todas sus consecuencias. Todo el sentido de la vida, toda la fe y la esperanza están en esto: en nuestro modo de reaccionar ante ese Dios que asume nuestra humanidad, y en ella y desde ella nos habla, nos mira, nos redime. Nuestra es la libertad, la manera de reaccionar ante la concreción de su presencia en Jesucristo, ante el Evangelio, ante la Iglesia, con sus luces y sombras que son las de sus miembros.
No sé por qué he sentido la necesidad de ese marco que he descrito, para sentir la mejor propuesta que se nos puede hacer: conversión confiada en el amor misericordioso de Dios Padre y creer en Jesucristo con todo lo que realmente significa. Mi corazón y mi razón están centradas en la expresión que vivimos, si vivimos bien nuestro caminar hacia la Pascua, en lo que supone nuestra conversión, y creer en la alegría del Evangelio. La conocemos, la hemos oído, algunos, montones de veces, pero no sé qué me ha pasado, como si no la hubiera escuchado como la he sentido ahora desde la Exhortación del Papa Francisco “La alegría del Evangelio” en la que nos invita a una nueva etapa evangelizadora, marcada por la alegría que con Jesucristo nace y renace.
Quiero ver toda mi vida a la luz de estas palabras y confrontar todo lo que me ocurra a su luz. La propuesta nos la hace un hombre, que se llamó a sí mismo Hijo del hombre, Hijo de Dios, Palabra del Padre. El que nos sabe, conoce, comprende, siente todas nuestras situaciones y circunstancias, nos hace la gran propuesta, la mejor propuesta que se nos puede hacer: convertíos y creed en el Evangelio.
Sólo los seres humanos somos capaces de hacer todo lo que el hombre ha hecho a lo largo de la historia, y por eso, somos los únicos a los que se nos hace esta propuesta, a la que podemos responder o ignorar. No sólo es necesario que sintamos teóricamente que es lo mejor que le puede suceder a una persona, sino que experimentemos que nos va la vida en ella.
Lo primero es ser consciente de si vivo frente a esta Persona, ante esta realidad, si este Tú que es Jesucristo puede tocar el fondo de mi deseo, de mi amor, de la dirección de mi vida. Ese convertíos es ponerme ante Él y reconocer que es la respuesta de mi vida, el sentido y significado de mi responsabilidad. La cuestión se refiere a mi persona, a lo que hago con mi vida. No es nada ajeno, ni extraño, ni externo a mí. Es mi propia identidad, esto es lo que supone la conversión. Como lo han vivido tantísimas personas. El convertirme es convertirme a mí mismo en Él, “es Cristo quien vive en mí” nos dice desde su conversión san Pablo. Como la persona que ama se vuelve al ser que ama, y se pone ante él, y vive en él, y con él. Sólo así sabré realmente del sentido de mi vida, del porqué y para qué estoy aquí.
Va unido convertíos y creed en el Evangelio. El Evangelio, la Buena noticia es el Reino de Dios, no separado del trabajo, del poder, del amar, del gozo, de la familia, de otros proyectos. Todo son medios para este Reino de Dios. El contenido central del Evangelio, nos dice Benedicto XVI en Jesús de Nazaret, es el Reino de Dios, anuncio que constituye el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Y es vivir toda nuestra vida, a la luz de esta propuesta, sin exclusiones de ninguna clase. No se anuncia algo ultraterreno. Sino que se habla del Dios vivo que actúa en el mundo y en la historia personal de modo concreto. Dios actúa ahora, esta es la hora, si no ¿qué sentido tiene la creación, venida de Jesucristo, la redención? Realmente es la gran propuesta.
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