El 22 de febrero se celebra la festividad de la Cátedra de S. Pedro, fiesta en la que celebramos el primado y la autoridad de S. Pedro. Juan Pablo II nos recordó el singular ministerio que el Señor confió a Pedro de confirmar y guiar a la Iglesia en la unidad de la fe. La palabra “cátedra” significa asiento o trono. Es la raíz de la palabra catedral, la iglesia donde un obispo tiene el trono desde el que predica.
La Iglesia de Cristo que nos acompaña en nuestro caminar se levanta sobre la firmeza de la fe de Pedro. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Esta es nuestra fe, atrevámonos a creer ayer, hoy y mañana en el primado de Pedro con todo lo que implica.
Hay una expresión muy conocida “sapere aude”. Es una expresión del latín que significa “atrévete a saber”. También suele interpretarse como “Ten el valor de usar tu propia razón”. Su divulgación se debe a Kant, un pensador del XVIII, en su ensayo “¿Qué es la Ilustración?”. Aunque parece ser que la frase fue acuñada por Horacio, un pensador latino del siglo I antes de Cristo. Para mí el descubrimiento de la frase fue a través de Kant. El hombre que también dijo: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ello mi reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral que hay en mí». Me gustan mucho las dos expresiones. Dos cosas llenaban su ánimo de admiración y respeto siempre creciente: el cielo estrellado sobre él y la ley moral en él. Ante estas dos expresiones, siento la maravilla de los anhelos infinitos de la razón, la admiración y el respeto siempre creciente ante lo que es la naturaleza y la voz de la conciencia.
Y precisamente, porque me atrevo a pensar, porque tengo que utilizar mi propia razón con toda su capacidad, sin que nadie me imponga límites, siento: atrévete a creer, atrévete a sentir que nadie tiene una esponja para borrarte el horizonte, para separar esta tierra del sol, que no vamos errantes a través de una nada infinita, que no nos persigue el vacío con su aliento (Nietzsche). Todo lo contrario, ahí están en la cátedra de Pedro: hace poco Juan Pablo II, después Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco. A través de ellos sentimos las palabras de Jesucristo.
Es lógico que un cristiano piense que las criaturas no habrían nacido con deseos, a menos que la satisfacción para esos deseos existiese. Un bebé tiene hambre porque existe la comida. Un patito quiere nadar; pues bien, existe una cosa que es el agua. Si yo descubro en mí un deseo que ninguna experiencia de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que el mundo no es toda mi meta. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, no significa que el universo sea un fraude. Probablemente los placeres terrenales no hayan tenido nunca la función de satisfacerlo, sino sólo de despertarlo, de sugerir su verdadero fin. Si esto es así, no seré ingrato con las bendiciones terrenales. Pero tampoco lo confundiré con aquello otro de lo cual éstas son sólo copias (Lewis). Quiero atreverme a creer, y de ninguna manera limitar mi admiración, respeto, mi gratitud ante todo lo que se nos presenta. Cada vez más podemos experimentar la ayuda que es para cada uno de nosotros, para la Iglesia, la palabra del que ocupa la cátedra de S. Pedro.
Esta pincelada sólo es para saber y vivir lo importante que es atrevernos a pensar, a creer, a tener el valor de usar nuestras alas de la fe y la razón. Atrevámonos a creer cada palabra de Jesús, cada promesa suya, precisamente porque nos parecen inmensas, incluso a veces nos parecen hasta desproporcionadas. Pero desproporcionadas ¿a qué y a quién? La fe es esperanza. El elemento distintivo de los cristianos es el hecho de que tenemos un futuro: no es que conozcamos los pormenores de lo que nos espera, pero sabemos que nuestra vida no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.
El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien se atreve a creer y a esperar vive de otra manera, se le ha dado una vida nueva. No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo. La última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino el amor, una Persona. Y si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales no es la última instancia. Somos libres. El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, por encima de todo hay un Dios, un Padre, que en Jesús se ha revelado como Amor. Y necesitamos la compañía en este camino de la Iglesia.
La muerte no es nuestro único destino. El tema central del Nuevo Testamento tiene que ver con la muerte. La muerte de Jesús de Nazaret ha otorgado un nuevo comienzo. La osadía de la fe es creer que, en ese momento de la historia, algo absolutamente inimaginable llega desde fuera y aparece en nuestro mundo. Claro, no podemos comprenderlo como comprendemos las deducciones matemáticas; si así lo comprendiéramos esto mismo demostraría que el hecho no es lo que pretende ser: lo inconcebible, lo que está fuera de la naturaleza e irrumpe en la naturaleza como un relámpago.
Si no nos atrevemos a creer estamos condenados a la perplejidad. «En el ministerio de Pedro se revela, por una parte, la debilidad de lo que es propio del hombre, pero al mismo tiempo también la fuerza de Dios: precisamente en la debilidad de los hombres el Señor manifiesta su fuerza; demuestra que es Él mismo quien construye, a través de hombres débiles, su Iglesia» (Benedicto XVI).
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