Si en este momento nadie parece acordarse de la importancia decisiva de la educación católica, el Papa Francisco – una vez más – vuelve a tomarnos a todos a contrapié. En su breve e incisivo discurso en la plenaria de las Congregaciones para la Educación Católica, recordó que las escuelas y universidades que nacen de la experiencia cristiana ofrecen a todos, creyentes o no, «una propuesta educativa que mira hacia el desarrollo integral de la persona y que responde al derecho de todos a tener acceso al saber y al conocimiento».
Este es de hecho la razón de existir de las escuelas, de cualquier escuela: hacer crecer la personalidad de los chicos introduciendo a cada uno de ellos en lo mejor de lo que han encontrado las generaciones que les han precedido, desde la antigüedad hasta hoy, en todos los aspectos del conocimiento, de las artes a las ciencias y a la literatura. Una escuela que nace de la experiencia cristiana tiene una hipótesis educativa singular, que no es una ideología o una nueva teoría pedagógica, sino que nace y tiende continuamente a la mirada que Cristo mismo introdujo en el mundo como posibilidad para cada hombre. Por tanto, dijo Francisco, está llamada a ofrecer a todos, «con pleno respeto a la libertad de cada uno y a los métodos propios del ambiente escolar, la propuesta cristiana, es decir a Jesucristo como sentido de la vida, del cosmos y de la historia».
Educación no es igual a técnica formativa, ni siquiera basta un cierto tipo de preparación disciplinar: «Educar es un acto de amor, es dar vida». Es una experiencia de comunicación de uno mismo, e implica a la persona del educador hasta el fondo: «el amor es exigente, pide dedicar los mejores recursos, despertar la pasión y ponerse en camino con paciencia junto a los jóvenes». De este amor forman parte la seriedad y la pasión con que el profesor se relaciona con su propia asignatura y la comunica: «No se puede improvisar, debemos hacerlo seriamente», dijo el Papa. Sin esconder las dificultades que, al menos en parte, hoy son distintas de las de ayer.
El ritmo al que cambia el mundo es tal que constituye un desafío dentro del desafío. De modo que la educación es siempre un camino, un intento, «una gran cantera al aire libre», dijo el Papa. Y no vale acusar a las nuevas generaciones de falta de atención o de inmadurez, hay que partir de aquello que puede despertar el interés por la realidad, la pregunta, la curiosidad. Para eso no basta con un saber abstracto: «Los jóvenes necesitan una enseñanza de calidad y donde los valores no sean sólo enunciados sino testimoniados». El educador es entonces un testigo, una prueba viviente de que lo que enseña vale la pena ser conocido, porque corresponde misteriosa pero realmente a un deseo que nos constituye.
El Papa terminó recordando que «el educador necesita él mismo una formación permanente». Como repetía a menudo don Giussani, «nadie genera si no es generado». Una conciencia que evidentemente en el Papa Francisco nace de una desbordante pasión educativa que coincide con su anhelo de anunciar a Cristo. Por eso sabe conmover a las multitudes y despertar el corazón de cada persona. La suya es una pasión que hace incansable su reclamo a que las obras que nacen de la fe estén dispuestas a poner en juego su propio testimonio ante el mundo. «Hace falta que las instituciones académicas católicas no se aíslen del mundo, sino que sepan entrar con valor en el areópago de las culturas actuales y ponerse en diálogo, conscientes del don que pueden ofrecer a todos».
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