La foto del Papa Francisco sosteniendo entre sus manos y besando la cabeza de un enfermo de neurofibromatosis en la plaza de San Pedro será difícil olvidarla. La neurofibromatosi es una enfermedad que provoca la aparición de tumores por todo el cuerpo; sus efectos son muy dramáticos para los que la padecen. Y el Papa, al colocarse entre el enfermo y los objetivos de los fotógrafos, parece querer protegerle de los ojos curiosos. De ese modo, la foto recoge sobre todo el gesto de Francisco, que sin vacilar atrae hacia sí al enfermo con un fuerte abrazo lleno de ternura.
«Es un gesto que a veces ni siquiera un padre es capaz de hacer», declaró Andrea Rasola, padre de una niña de ocho años afectada por esta misma patología, en una entrevista a la revista italiana Vita. Rasola preside una asociación dedicada a esta enfermedad rara: «El Papa Francisco ha hecho eso que cada uno de nosotros querría hacer de corazón, pero que en realidad no siempre llegamos a hacer. Es un gesto maravilloso».
Se pueden hacer muchas reflexiones a partir de esta imagen. La primera tiene que ver con esta extraordinaria simpatía hacia lo humano, sea cual sea la forma en que se manifieste, una simpatía que el Papa expresa en todas sus apariciones y comunica al mundo entero. Es un Papa que, antes que indicar el camino, lo recorre él mismo, acogiendo a todos los que le salen al encuentro. La segunda reflexión se refiere al hecho de que para el Papa no hay distancias entre palabras y gestos. En cierto sentido, él es Francisco de nombre y de hecho: igual que Francisco se bajó de su caballo para dar limosna al leproso y besarle la mano, también él se detiene para besar a un enfermo de neurofibromatosis. Y después, igual que Francisco, «siguió su camino». Lo que el Papa dice coincide con lo que hace, no por un principio de coherencia, sino por un afecto que da origen tanto a su discurso como a su acción.
La tercera reflexión es la que, personalmente, llevo grabada en el corazón. Hace unas semanas, en su viaje a Asís, el Papa comenzó su visita en el Instituto Seráfico para encontrarse con los niños discapacitados y enfermos. En aquella ocasión, una mujer, durante su intervención de bienvenida, le dijo: «aquí estamos entre las llagas de Jesús, y esas llagas necesitan ser escuchadas». Esa observación conmovió profundamente a Francisco, que dejó a un lado el discurso que había preparado y comenzó una breve reflexión precisamente a partir de lo que acababa de escuchar. «Jesús, al resucitar era bellísimo», dijo. «No tenía en su cuerpo las marcas de los golpes, las heridas... nada. ¡Era más bello! Sólo quiso conservar las llagas y se las llevó al cielo. Las llagas de Jesús están aquí y están en el cielo ante el Padre».
Para Francisco, las llagas de los hombres que sufren coinciden con las llagas que Jesús no quiso eliminar de su cuerpo, ni siquiera después de resucitar. Esta certeza es lo que hace totalmente humano el gesto del Papa. No hay pietismo en él. Ni siquiera es la compasión lo que le mueve a actuar así: es la certeza, incluso física, de que besar la cabeza de ese enfermo coincide con besar las llagas de Cristo. «Que Jesús nos diga que estas llagas son suyas», dijo al terminar su brevísimo discurso, «y nos ayude a expresarlo, para que nosotros, cristianos, le escuchemos».
Con el Papa, el cristianismo se despoja de cualquier abstracción e intelectualismo posible. Y se convierte en un hecho tan real que conmueve e impacta a cualquiera. Como decía ese padre, después de este gesto no dan ganas de hacer discursos sino de ser como él. De saber acariciar así y después «seguir nuestro camino».
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