Este verano, el papa Francisco concedió la extraordinaria entrevista que recientemente se ha publicado en las revistas de los jesuitas en todo el mundo y que en América ha levantado inmediatamente una gran polvareda. Francisco dice a su Iglesia: «No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible». Y continúa: «Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto». Son palabras valientes, porque pueden ser fácilmente malinterpretadas e incluso manipuladas por los más variados grupos de pensamiento dentro y fuera de la Iglesia católica romana. Francisco, sin embargo, ha entendido que estas palabras también son necesarias. Con estas afirmaciones no se separa de sus predecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, como alguno querría afirmar, sino que expresa ante todo su continua atención a entrar en el corazón de la vida del catolicismo actual.
¿Por qué tendría el Papa, en una entrevista pública, que señalar estas controversias y decir que no podemos insistir sobre ellas, hablar siempre de ellas? ¿Está modificando la doctrina de la Iglesia sobre los matrimonios homosexuales o sugiriendo que para los católicos se perfila en el horizonte una nueva posición moral respecto al aborto? ¿Acaso la Iglesia se está abriendo a la idea del divorcio? Obviamente, no. Como él mismo observa, estos comentarios no contienen nada nuevo: «Al decir esto he dicho lo que dice el Catecismo». Entonces, ¿qué motivos tiene para hacerlo?
Por mi parte, avanzaría la hipótesis de que él percibe la falta de algo significativo en la vida de muchos fieles, laicos o religiosos: una conciencia de nuestra humanidad y de su necesidad de algo más grande. Como explica el propio Francisco, cuando una vez le preguntaron si aprobaba la homosexualidad, respondió: «Dime, Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?». Y continúa: «Hay que tener siempre en cuenta a la persona».
¡Esta es la cuestión! Debemos tener en cuenta a la persona. También a nuestra propia persona. Cómo es posible que percibamos la necesidad de algo más grande, de la “salvación” (no somos siquiera capaces de comprender qué significa esta palabra sin ese sentido de necesidad), la necesidad de la Iglesia, si antes no hemos tenido en cuenta nuestra persona, ¿cómo vamos entonces a estar preparados para tener en cuenta a cualquier persona sencillamente porque existe? Por eso Francisco va directo al corazón del problema cuando afirma que «el anuncio del amor salvífico de Dios es previo a la obligación moral y religiosa». Le preocupa el hecho de que hoy «parece a veces que prevalece el orden inverso». Sea cual sea nuestra visión de la Iglesia, si nuestro interés por la Iglesia – o por la religión en su conjunto – se reduce a puras cuestiones [teóricas], hemos perdido el norte. Si la preocupación que nos mueve es la de defender tenazmente la ortodoxia doctrinal, también en este caso hemos perdido el norte.
El norte es la vida misma – nuestro bien más querido, porque nos permite abrirnos al infinito. Y abriéndonos al infinito nos introduce en el drama de la vida, con todos nuestros sufrimientos, heridas, alegrías, y sí, también nuestro pecado. Si tratamos sencillamente de preservar la tradición por amor a ella misma, dice el Papa, entonces «la fe se convierte en una ideología entre tantas otras».
La tradición y la memoria del pasado tienen su propia función, afirma Francisco, pues «tienen que ayudarnos a reunir el valor necesario para abrir espacios nuevos a Dios». «Abrir», dice Francisco. No podemos volvernos introvertidos intentando corregir nuestro pecado o los males de este mundo, o tratando de salvar el mundo repitiendo fórmulas doctrinales. Francisco dice ante todo que «hay que encontrar a Dios en nuestro hoy». Este mundo imperfecto, con todos sus males y su turbación, su descontento, su violencia, su odio, su rabia y sus heridas, es también el lugar bendito donde da comienzo la redención. De modo que Francisco ha corrido un riesgo con sus declaraciones. Ha apostado por nuestra libertad. Y nos deja ante una opción sencilla: ¿queremos continuar con nuestro viejo modo de mirar a la Iglesia, en términos ideológicos, atacándola o defendiéndola mediante conceptos políticos o ideológicos? ¿O estamos dispuestos a aceptar su invitación a «tener en cuenta a la persona» (incluida nuestra propia persona), que necesita ser salvada, abriéndonos por tanto a los otros y al infinito?
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