«No podemos decir “yo” sin decir “tú” a quien nos precede»: esto es la memoria cristiana, afirma el cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán, en una entrevista sobre la encíclica Lumen fidei. El hombre se cansa, su razón se ofusca a veces, pero el llamamiento de Nietzsche está inscrito en nuestra carne: «Si quieres ser discípulo de la verdad, indaga». El Papa Francisco – explica Scola – «nos ayuda a reconocer el núcleo de la vida cristiana, Jesús mismo que se ofrece a nosotros a través de la Iglesia, y el verdadero rostro del hombre, que constitutivamente tiende a una luz que pueda de iluminar su camino».
La Lumen fidei insiste en la palabra “memoria”. ¿Por qué?
Las referencias a la “memoria” son, a mi parecer, de las más bellas de la encíclica. Sobre todo el Papa nos ayuda a entender qué es la memoria cristiana. Normalmente se piensa en la memoria como una simple referencia al pasado, un puso sinónimo de la palabra “recuerdo”. Pero para el cristiano es mucho más que eso. Es un factor constitutivo de nuestro yo: «El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande» (n. 38).
¿Qué significa eso?
La memoria muestra que no podemos decir “yo” sin decir “tú” a quien nos precede, sin reconocernos en relación. Con todos los hombres, y sobre todo con Aquel que nos dona instante tras instante la vida. Aquí encontramos la novedad de la enseñanza del Papa Francisco: nos ayuda a reconocer el núcleo de la vida cristiana – Jesús mismos que se ofrece a nosotros a través de la Iglesia – y el verdadero rostro del hombre, que constitutivamente tiende a una luz que pueda iluminar su camino.
¿Qué imagen del hombre surge de esta encíclica sobre la fe? ¿Verdaderamente se le puede definir como un hombre de nuestro tiempo?
Una lectura atenta de la encíclica hace emerger el agudo conocimiento del hombre de nuestro tiempo que el Papa Francisco posee. El suyo no es en absoluto un conocimiento que se detenga en aspectos exteriores o contingentes. Entre otras cosas, actualmente los cambios se suceden con tal rapidez que decir “quién es el hombre de nuestro tiempo” resulta problemático. El Papa conoce los rasgos más profundos que caracterizan la experiencia del hombre contemporáneo. Y cito dos. El primero es la exigencia de “buscar”. La cita de Nietzsche en el segundo párrafo resulta emblemática: «Si quieres ser discípulo de la verdad, indaga».
¿Pero al hombre de hoy todavía le importa la verdad?
Sólo se puede poner en duda si se concibe la verdad de manera intelectualista. Al hombre la verdad le interesa siempre, porque necesita una razón segura sobre la que construir su vida. Otra cosa es que luego se confunda, teorizando que la verdad no es la misma para todos… Pero tiende a la verdad, ¡y de qué manera!
El segundo rasgo expresa muy bien la sensibilidad contemporánea: no se puede separar la verdad del amor. Es más, el amor tiene de hecho una función de “verificación” de la verdad que para todos nosotros es irrenunciable. Sobre estos temas se puede hablar con cualquier hombre o mujer de toda condición.
Actualmente aceptar la fe como un asunto personal es algo que no encuentra muchas objeciones, pero resulta más difícil entender la fe en términos de “bien común”, como hace la encíclica en la segunda parte. ¿Por qué?
Paradójicamente, este es un problema que nos afecta in primis a “nosotros, los creyentes”. A menudo somos precisamente nosotros los que reducimos el alcance de la fe. No es, en primer lugar, un problema de los demás. El viernes pasado estuve en el valle de Aosta visitando tres campamentos de parroquias ambrosianas. Fui para decirles sólo una cosa: mientras uno no comprenda qué tiene que ver Jesús con los afectos, con el trabajo y el descanso, es decir, con la vida de todos los días, no madura. Se lo dije a los jóvenes, pero es algo que vale para todos. La fe, la encíclica insiste en esto de un modo muy contundente, ilumina el camino hacia el cumplimiento de toda persona, que siempre está en relación con otros. De aquí nace la potencia edificadora de una civilización de rostro humano. Bastaría mirar la realidad sin prejuicios para reconocer la fuerza de bien que la fe cristiana sigue representando hoy en el mundo.
Eminencia, existe aún la fe en su ciudad, Milán?
A esta pregunta tengo que responder ante todo en primera persona. Nadie, en última instancia, tiene derecho a responder de la fe de otros: cada uno es llamado en causa personalmente. Lo que puedo decir, y lo afirmo con gran convicción, es que en Milán vive un pueblo de testigos del Resucitado. Es nuestra Iglesia, con su gloriosa tradición, incansable en el compromiso de la caridad. Ciertamente, como a todas las iglesias europeas, a menudo le cuesta reconocer el nexo de la fe con los afectos, con el trabajo, con el descanso, con el sufrimiento, con la justicia… en una palabra, con todos los ámbitos de la existencia humana. Que este pueblo pueda ser cotidianamente regenerado y cada vez más testigo de Jesús, de modo que pueda colaborar en la edificación de un Milán nuevo, que ya se vislumbra. Es la urgencia central del próximo año pastoral, que hemos identificado con las palabras del Evangelio de Mateo: «El campo es el mundo» (Mt 13, 38).
¿Qué ciudad “prepara Dios para nosotros” (Lumen fidei, IV)?
Sin duda, una ciudad de hombres y mujeres libres, dispuestos a decir a todos quiénes son y qué llevan en su corazón, abiertos a un reconocimiento recíproco que busque el mayor bien posible para todos, sin miedo a los sacrificios necesarios… Pero todo esto necesita de nuestra libertad. Dios, para “preparar una ciudad para los hombres”, necesita interlocutores. ¿No es una perspectiva fascinante?
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