En los días previos al encuentro del Santo Padre con los movimientos, el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum organizó un congreso internacional titulado “La primavera de la Iglesia y la acción del Espíritu”, que contó con la participación de varias personalidades del mundo eclesiástico, y con la presencia de representantes de muchas realidades carismáticas.
Fue de particular interés la intervención del secretario del Pontificio Consejo para los Laicos, monseñor Josef Clemens, que repasó las principales cuestiones del pensamiento del cardenal Joseph Ratzinger a propósito de los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Hace ya treinta años, cuando en Alemania los movimientos aún eran realidades muy pequeñas, el actual Papa emérito tenía ya una conciencia clara y aguda de lo que éstos representaban. Considerándolos auténticos frutos del Concilio Vaticano II, Ratzinger hablaba principalmente de ellos como lugares de una fe vivida y misionera y como dones del Espíritu Santo a la Iglesia de nuestro tiempo, en un momento en que nadie habría podido programarlo: «Me parece maravilloso que el Espíritu una vez más sea más fuerte que nuestros programas».
La concepción de los movimientos como don fue también retomada por el jesuita Gianfranco Ghirlanda, quien añadió que el carisma colectivo viene dado para que sea un bien no sólo para la realidad particular que lo recibe sino para el bien de la Iglesia universal. Fue fascinante su profundización sobre la colocación canónica de los movimientos, donde si por una parte subrayó la necesidad de que actúen en comunión con la Iglesia y con quien la guía, por otra mostró la preocupación propia de la autoridad competente por buscar una definición jurídica que refleje con fidelidad la experiencia de quien vive un determinado carisma. La importancia de la vivacidad de los movimientos en un periodo en que se da, por el contrario, un extendido cansancio a la hora de testimoniar la fe, fue evidenciada por el arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez, quien se centró de modo particular en la experiencia del Camino Neocatecumenal.
Si en la primera sesión, los distintos carismas fueron sólo objeto de debate – con la valoración de observadores más o menos externos – por la tarde se convirtieron en los verdaderos protagonistas, mostrándose en primera persona mediante las intervenciones de representantes de los principales movimientos y de las realidades más pequeñas y recientes. La sucesión de intervenciones hizo emerger las características propias de cada carisma y permitió constatar cómo la diversidad es una ocasión para entender que la unidad es algo muy distinto de la uniformidad, como subrayó monseñor Josef Clemens. De hecho, es el rasgo propio del Espíritu mismo, que elige servirse de la diversidad de carismas para llevar a la Iglesia una ulterior riqueza. Riqueza que se mostró muchas veces, como por ejemplo cuando Roberto Fontolan, director del Centro Internacional de Comunión y Liberación, recordó en su testimonio la fascinación del encuentro cotidiano con Cristo, del que cada uno puede hacer experiencia aquí y ahora. Porque, dijo Fontolan, no se llega a Él mediante un esfuerzo de coherencia, sino por una necesidad. Riqueza que volvió a hacerse evidente en el reclamo a la unidad de monseñor Piero Coda, del Movimiento de los Focolares, según la exhortación evangélica «que sean una sola cosa para que el mundo crea que Tú me has enviado», o en la invitación de Salvador Martínez, de la Renovación en el Espíritu Santo, a no tener miedo de dejar que el Espíritu entre y remueva nuestra vida. Más allá de las diferencias en la forma, se hizo evidente que lo que une a todos estos movimientos – y por tanto lo que ha llevado a los últimos Pontífices a reconocer la importancia de esta nueva juventud de la fe – es el deseo de llegar a tomar conciencia de Cristo.
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