A la concepción de Francisco de Asís como santo que ama a todas las criaturas contribuyó no poco la bula del beato Juan Pablo II Inter sanctos, con la cual en 1979 le declaraba “Patrono de la ecología”. El motivo que la bula pontificia aducía para ello hacía referencia al Cántico del hermano sol, más conocido como Cántico de las criaturas; considerado por otra parte como el primer texto poético en lengua vernácula de la literatura italiana. Probablemente muchos recuerden la expresión que retorna más veces en la oración: Alabado seas, mi Señor.
Pero entenderíamos el Cántico de manera totalmente errónea si lo consideráramos como una expresión natural de admiración por la belleza de la naturaleza, de la que nace una actitud en favor de su defensa. De hecho, en la época de Francisco no había necesidad alguna de “defender la naturaleza”; más bien había que “defenderse” de ella, de su carácter salvaje, áspero e indomable.
En el corazón del Cántico, en realidad, no están las criaturas sino Dios, como se pone en evidencia ya desde su íncipit: «Altísimo y omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor, y toda bendición. A ti solo, Altísimo, te convienen y ningún hombre es digno de nombrarte». Las cosas no son Dios. No hay sombra alguna de panteísmo. La realidad creada es fuente de alabanza a Dios porque «de ti, Altísimo, lleva significación».
Además, resulta sorprendente descubrir que Francisco no escribe el Cántico precisamente en un momento despreocupado y sereno de su vida. Al contrario, lo escribe dos años antes de su muerte, cuando ya estaba duramente marcado en su cuerpo por innumerables enfermedades invalidantes. En particular, sufría una enfermedad en los ojos que le hacía muy doloroso el simple hecho de ver la luz. Es inevitable preguntarse entonces: ¿cómo es posible que el santo de Asís eleve una oración a Dios precisamente por el sol y por su fuego, cuya visión le resultaba insoportable? ¿Cómo podía alabar a Dios por la realidad, la luna y las estrellas, si ya no podía verlas, siendo casi totalmente ciego?
Francisco percibe la realidad de una manera que es fruto de su relación dramática con Dios: él escribe este texto después de haber recibido el don de los estigmas en el monte de la Verna. A propósito de esto, Benedicto XVI afirmó: «Su camino de discípulo lo había llevado a una unión tan profunda con el Señor que compartía incluso sus señales exteriores del acto supremo de amor de la cruz».
Sólo entonces Francisco, identificado con Cristo redentor, mira de un modo nuevo la obra del Padre creador y reconoce la positividad última de todas las cosas. Francisco no exalta una realidad idealizada, sino que reconoce que todo es positivo porque en Cristo todo es signo de Dios, «todo consiste en Él». En Francisco encontramos mucho más que un ecologista; encontramos expresada la conciencia del hombre redimido ante la realidad.
Llama la atención que Francisco en su Cántico no se limite a elevar sus alabanzas con y para todas las criaturas, sino que toma en consideración ciertas situaciones. «Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor»: emerge aquí el hombre de paz y reconciliación – al que se ha referido el Papa Bergoglio al indicar los motivos de la elección de su nombre – porque es anunciador de Cristo, nuestra verdadera paz. No en vano, en su Testamento, Francisco dice que el Señor mismo le reveló que debía saludar a todos con estas palabras: «El Señor te dé la paz». El don de la paz sólo viene de Dios. No hay paz sin perdón y reconciliación; no hay paz sin misericordia.
Finalmente, Francisco alaba a Dios por los que «sufren enfermedad y tribulación». De nuevo vemos aquí que no hay nada de idealista. El hombre alaba a Dios con su manera de vivir la vida diaria, asumiendo sus límites. De tal modo que el cántico culmina en la expresión que resulta más desarmante: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal». Llama a la muerte “hermana”. Por tanto, la vida que alaba a Dios es la vida real, la que está marcada por el límite.
Este amor por la vida real sólo es posible para quien ha encontrado a Cristo. Seguirle a Él nos permite recobrar la vida. Devuelve lo humano a su cauce. La familiaridad con Cristo hace que san Francisco pueda abrazar la realidad hasta el final.
Las fuentes hagiográficas nos cuentan que el Cántico se escribe en un momento en que Francisco tiene la certeza de haber recibido en heredad el reino de Dios: «Él se ha dignado en su misericordia asegurarme a mí, su pobre e indigno siervo, cuando todavía vivo en carne, la participación de su reino». El Cántico es por tanto expresión de la alabanza del Poverello, que recibe ya ahora la herencia de Dios, él ve a todas las criaturas como parte de la “herencia” filial.
El cántico nos revela la posición humana que nace de una relación redimida y definitiva con todas las cosas. La muerte, percibida como el punto que contradice toda nuestra relación con la realidad, aparece como la “hermana” que hace evidente de forma definitiva lo que ya había comenzado en la vida, lo eterno en el tiempo.
Son muy significativas las palabras con que Chesterton describió la muerte del santo de Asís: «en los porches de la Porciúncula se produjo una quietud repentina; las figuras marrones permanecieron inmóviles como estatuas de bronce, porque se había parado aquel gran corazón que no se rompió hasta que logró sostener al mundo».
*capuchino
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