1. «María avanzó en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo» (Lumen gentium 58). El Concilio Vaticano II ilumina así un aspecto del misterio de María que, normalmente, no tenemos muy presente. La Virgen Santa es peregrina de la fe.
Desde la más tierna infancia nos hemos acostumbrado a dirigirnos a María como a nuestra Madre, reconociendo en Ella nuestro refugio y defensa, Aquella que no nos abandona nunca y que siempre nos guía hacia su Hijo. En nuestras oraciones la invocamos como Inmaculada, la mujer cuyo sí – al convertirla en Madre virginal – “permitió” a Dios hacerse hombre para así redimirnos y adoptarnos como hijos. La invocamos como Nuestra Señora de la Asunción, Aquella a la que el pueblo cristiano contempla como prenda segura de resurrección.
Pero nos detenemos demasiado poco a contemplar el misterio de la peregrinación de la fe de la Virgen. Sin embargo, Ella fue la primera en recorrer el camino que cada uno de nosotros está llamado a hacer: nos ha precedido y nosotros podemos seguir sus huellas.
2. Hemos contemplado en los misterios dolorosos el camino de fe de la Virgen, cuando todo se hace cuesta arriba, cuando Jesús llega a Jerusalén para cumplir la voluntad del Padre y entregar libremente Su vida a la muerte, y a una muerte de cruz.
Sabemos bien – lo hemos contemplado en el primer misterio – que esta entrega de Jesús al Padre no fue sin lucha, sin “agonía”. Pero en ese combate Jesús, con Su dramática oración, resulta victorioso: «…hágase según tu voluntad», concluye. Sólo esta afirmación consigue mostrar hasta el fondo quién es Jesús y quién es Dios: Padre e Hijo, una sola cosa. En el Abba – «Padre mío» – de Jesús ya está incluido el «hágase según tu voluntad».
También María tuvo que pronunciar ese «hágase según tu voluntad» dirigido al Padre. El Altístimo que al comienzo, en virtud del sí de la Virgen, la cubrió con Su sombra e hizo de Ella la Madre del Mesías, ahora le pide que le restituya al Hijo que le había donado. La Virgen peregrina por la Vía de la Cruz, María es llamada a entregar a su Hijo a Aquel a quien pertenece en su sentido pleno y verdadero, al Padre. Este pasaje de la vida de María ilumina la aventura de la paternidad y la maternidad humanas. Antes o después, de hecho, cada padre debe entregar a su propio hijo, dejándole ser él mismo, dejándole libre. Y por encima de todo, confiarlo al cuidado misericordioso del Padre. La felicidad, el cumplimiento de la vida de nuestros hijos, está en el corazón del Padre nuestro que está en el cielo. ¡Cuántas fatigas se ahorrarían los padres y los hijos si cada uno aceptase este dato elemental! ¡Y cuánto bien se aportaría a la sociedad si los padres y las madres tuvieran como horizonte la entrega de sus hijos y no la preocupación, a veces obsesiva, de ahorrarles la fatiga del vivir! Es el deseo que tenemos esta noche para todas las madres y padres que esperan un hijo.
3. La “entrega” del hijo está a veces cargada de sufrimiento. En los misterios segundo y tercero hemos contemplado la flagelación del Señor y la coronación de espinas. La Madre no asiste directamente a tan inhumano tormento. El Hijo está solo ante sus torturadores. Sólo después María podrá verlo herido y llagado, entre los gritos de la gente, vestido de púrpura y coronado de espinas. En su peregrinación María se convierte entonces en la Dolorosa: las espinas clavadas en la cabeza de Jesús empiezan a traspasar su corazón virginal.
Muchas veces los hijos viven en soledad los azotes de la vida. Los padres tal vez les miran desde lejos, tal vez ni siquiera pueden hacer nada más. No porque no quieran acompañarles, sencillamente porque no pueden: no está en su mano el poder estar siempre con sus hijos.
Nosotros los hombres, normalmente, sólo podemos aliviar las heridas infligidas a tantos hermanos en nuestra ausencia.
A María tampoco se le dio este consuelo. Ella no pudo cuidar físicamente de Su Hijo antes de que su cadáver le fuera entregado en sus brazos. Sin embargo, María no fue ajena a su sufrimiento. También en esta ocasión se hizo discípula de Su Hijo, la primera discípula: Aquella que sigue el designio misterioso del Padre y lo acepta.
La comunidad cristiana, a lo largo de estos más de dos mil años de historia, no siempre – tal vez casi nunca – ha sido capaz de evitar que los hombres fueran azotados por el mal, propio y ajeno. Pero siempre ha sido capaz, como vemos en la interminable multitud de santos, de aliviar las heridas, abrazarlas, cuidarlas.
También hoy es así: más allá de nuestras faltas, la Iglesia, siguiendo las huellas de María Santísima, sigue siendo una casa de misericordia y curación. Renovemos con fuerza – se lo digo especialmente a los jóvenes y a los adultos – nuestro compromiso para hacernos cargo de los más débiles, de los más pobres, de los enfermos, de los inmigrantes. Esta noche ellos están en nuestra oración.
4. «Llevaron a Jesús al lugar llamado Gólgota». La contemplación de Jesús flagelado y coronado de espinas lleva a María peregrina a acompañar en la fe a Jesús hacia la cruz.
María fue la única verdaderamente capaz de acompañar a Jesús por el camino del Calvario: porque ella es la Inmaculada, y como tal la única que podía intuir que Su Hijo era absolutamente ajeno al pecado. Jesús, el Inocente que iba a morir, encuentra su apoyo en María, ella también inocente, completamente ajena al mal. Su inocencia hace a María capaz de verdadera “compasión”. Ningún hombre, de hecho, es capaz de compadecerse hasta el fondo por otro hombre: todos somos, en mayor o menor medida, conniventes con el mal, y por tanto responsables, culpables. Y el culpable siempre se retira cuando se trata de “padecer con”: la huida del sufrimiento suele ser por el contrario signo de nuestra culpabilidad. La Madre, la Inocente, stabat. No se retiró.
¿Pero cómo seguir a la Virgen en este rasgo tan singular de Su peregrinación de la fe? Nosotros no somos inocentes. El nombre adulto de la inocencia es penitencia y expiación. Estas palabras, tan duras a nuestros oídos de hombres del tercer milenio, no son otra cosa que la expresión de un amor real, efectivo y objetivo, que se hace cargo del mal, propio y ajeno. De hecho, como hemos escuchado, «el “amor hasta el extremo” es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida» (Catecismo de la Iglesia Católica, 616).
El amor comienza con la confesión del propio mal a Aquel que nos amó primero. La confesión sacramental, celebrada con frecuencia regular, es la fuente en la que somos regenerados en la inocencia de nuestro bautismo. Sólo quien es perdonado abre poco a poco espacio en su vida personal y social a una justicia que supera y cumple toda medida humana. Una justicia que se hace cargo de la rehabilitación del malhechor.
Acompañar al otro al lugar de su Gólgota no puede renunciar a hacerse cargo del condenado para sostenerlo en su camino de expiación que le lleva hacia la resurrección. Por eso abrazamos ahora espiritualmente a los presos y a los que viven bajo el peso de cualquier culpa.
5. María permaneció junto a la Cruz, sin retirarse, hasta el final. La peregrinación de la fe de María llega a apurar el cáliz de la muerte en cruz del Hijo: hasta el final. El para siempre es el sello insuperable del amor. De hecho, la peregrinación de la fe, que se apoya totalmente en la esperanza fiable que sostiene la vida, culmina en la caridad.
En este Año de la fe se nos llama a una conciencia renovada del don inmenso que es el encuentro con el Crucificado Resucitado en la comunidad cristiana, Benedicto XVI nos ha recordado que «con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón, los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo» (Porta fidei n. 13).
Los frutos de la resurrección – la paz, la libertad, la alegría... es decir, el cumplimiento de la propia humanidad ya en la vida presente – sólo pueden gustarse acogiendo la gracia del Señor, mediante los dones de la fe, la esperanza y la caridad. Es la experiencia de la caridad, como flor y fruto de la fe y de la esperanza, la que nos permite gustar de lo eterno en el tiempo.
6. «Jesucristo, evangelio de lo humano». Es el anuncio que tratamos de llevar a todos nuestros hermanos los hombres, conscientes de lo que nos recuerda el Evangelio: «El campo es el mundo» (Mt 13,38), es decir, todos los ámbitos de la existencia humana.
Peregrina de la fe fue María. Peregrinos de la fe somos nosotros, los cristianos. Y en cuanto peregrinos, no tenemos bastiones que defender, sólo caminos que recorrer para salir al encuentro de los hombres y de las mujeres, contemporáneos nuestros.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra,
tú fuiste la primera en recorrer la peregrinación de la fe.
De Nazaret al Gólgota, tu sí, paso a paso,
fue siempre semejante al sí de tu Hijo.
Madre primorosa, quisiste acompañarle hasta la Cruz,
tomaste sobre ti las heridas a Él infligidas,
le acompañaste siendo inocente, sólo tú consciente de su sacrificio,
muerto le recibiste entre tus brazos,
glorioso le acogiste tras la resurrección.
Sostén el camino de nuestra fe,
pide para nosotros el don de la esperanza fiable,
que por tu intercesión el Padre y el Hijo
infundan en nuestros corazones el Espíritu de amor.
Madre Santa, Inocente y Gloriosa,
te piedad de nosotros, tus hijos pecadores. Amén.
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