Los acontecimientos relacionados con la Iglesia latinoamericana. Pero no sólo eso. Estas son palabras que el entonces cardenal Bergoglio decía a la revista 30 Días en noviembre de 2007, al día siguiente de la conferencia de Aparecida, en Brasil.
«Tengo que regresar», repite. No es que los aires de Roma no le gusten. Es que echa de menos los de Buenos Aires. Su diócesis. Esposa, la llama. Por Roma, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, pasa siempre de prisa. Pero esta vez una ciática le ha obligado a quedarse más tiempo en la Ciudad eterna descansando. Además, bromas de la vida, no pudo asistir a la cita por la que había cruzado el charco: el encuentro con el Papa y todos los cardenales reunidos en consistorio.
Estar en su compañía te captura. Nos habla de la Conferencia de Aparecida, donde presidió el comité de redacción del documento final. Nos confiesa que su intervención en el consistorio habría versado sobre esto. Y nos habla de ello con esa manera suya ligera y al mismo tiempo aguda, directa, que desorienta y sorprende.
Eminencia, en el consistorio habría hablado de Aparecida. Para usted, ¿que fue lo que caracterizó esta quinta Conferencia general del episcopado latinoamericano?
La Conferencia de Aparecida fue un momento de gracia para la Iglesia latinoamericana.
Aunque no faltaron las polémicas sobre el documento final…
El documento final es un acto del magisterio de la Iglesia latinoamericana, no ha sufrido ninguna manipulación. Ni por parte nuestra ni por parte de la Santa Sede. Ha habido algunos pequeños retoques de estilo, de forma, y algunas cosas que se han quitado de una parte se han puesto en otra; la sustancia, pues, es la misma, no ha cambiado para nada. Esto porque el clima que llevó a la redacción del documento fue un clima de colaboración auténtica y fraternal, de respeto recíproco, que caracterizó el trabajo, un trabajo que se movió de abajo hacia arriba, y no lo contrario. Para comprender este clima hay que considerar los tres puntos-claves, los tres “pilares” de Aparecida. El primero de ellos es precisamente este ir desde abajo hacia arriba. Quizás es la primera vez que una Conferencia general nuestra no parte de un texto base elaborado con antelación, sino de un diálogo abierto, que ya había comenzado antes entre el Celam y las Conferencias episcopales, que luego continuó.
¿Pero no marcó la intervención de apertura de Benedicto XVI las directrices de la Conferencia?
El Papa dio indicaciones generales sobre los problemas de América Latina, y luego dejó libertad: ¡les toca a ustedes! Fue algo grande, por parte del Papa. La Conferencia comenzó con los informes de los veintitrés presidentes de las varias Conferencias episcopales que abrieron el debate sobre los temas en los varios grupos. También las fases de redacción del documento estuvieron abiertas a la aportación de todos. A la hora de recibir los textos para la segunda y tercera redacción, llegaron 2.240. Nuestra disposición fue la de recibir todo lo que venía de abajo, del pueblo de Dios, y la de hacer no tanto una síntesis cuanto más bien una armonía.
Un trabajo duro…
“Armonía”, dije, este es el término justo. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Uno de los primeros padres de la Iglesia escribió que el Espíritu Sano «ipse harmonia est», él mismo es armonía. Sólo él es el autor al mismo tiempo de la pluralidad y de la unidad. Solamente el Espíritu puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y al mismo tiempo construir la unidad. Porque cuando somos nosotros los que queremos hacer la diversidad hacemos los cismas y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad hacemos la uniformidad, la homologación. En Aparecida colaboramos en este trabajo del Espíritu Santo. Y si se lee el documento con atención, se ve que tiene un pensamiento circular, armónico. Se percibe esa armonía no pasiva, sino creativa, que impulsa a la creatividad porque es del Espíritu.
¿Cuál es el segundo punto-clave?
Es la primera vez que una Conferencia del episcopado latinoamericano se reúne en un santuario mariano. Ya de por sí el lugar dice todo el significado. Todas las mañanas rezábamos los laudes, celebrábamos misa con los peregrinos, con los fieles. El sábado o el domingo venían dos mil, cinco mil. Celebrar la Eucaristía con el pueblo es diferente que celebrarla entre nosotros, los obispos, por separado. Esto nos dio el sentimiento vivo de pertenecer a nuestra gente, de la Iglesia caminando como pueblo de Dios, de los obispos como sus servidores. Además, los trabajos de la Conferencia se desarrollaron en un lugar situado debajo del Santuario. Y desde allí se seguían oyendo las oraciones, los cantos de los fieles… En el documento final hay un punto que se refiere a la piedad popular. Son páginas muy bellas. Yo creo, mejor dicho, estoy seguro, de que fueron inspiradas precisamente por esta situación. Después de las que se encuentran en la Evangelii nuntiandi, son las cosas más bellas escritas sobre la piedad popular en un documento de la Iglesia. Es más, me atrevería a decir que el documento de Aparecida es la Evangelii nuntiandi de América Latina, es como la Evangelii nuntiandi.
La Evangelii nuntiandi es una exhortación apostólica sobre la misionaridad.
Exacto. Por esto existe la semejanza. Y aquí paso al tercer punto. El documento de Aparecida no se agota en sí mismo, no cierra, no es el último paso, porque la apertura final es sobre la misión. El anuncio y el testimonio de los discípulos. Para permanecer fieles hay que salir. Permaneciendo fieles se sale, este es el corazón de la misión, y es lo que en el fondo dice Aparecida.
¿Puede explicarnos mejor esta imagen?
Permanecer fieles implica una salida. Si uno permanece en el Señor se sale de sí mismo. Parece una paradoja, pero precisamente porque permanecemos, porque somos fieles, cambiamos. No permanecemos fieles, como los tradicionalistas o los fundamentalistas, a la letra. La fidelidad es siempre un cambio, un florecimiento, un crecimiento. El Señor obra un cambio en aquel que le es fiel. Es la doctrina católica. San Vicente de Lerins hace la comparación entre el desarrollo biológico del hombre, entre el hombre que crece, y la Tradición que, al transmitir de una época a otra el depositum fidei, crece y se consolida con el transcurso del tiempo: «Ut annis scilicet consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate».
¿Esto es lo que hubiera dicho en el consistorio?
Sí, habría hablado de esos tres puntos-clave.
¿Nada más?
Nada más… Bueno, no, quizás habría mencionado dos cosas que necesitamos en estos momentos, que más falta hacen: misericordia, misericordia y valor apostólico.
¿Qué significan para usted?
Para mí el valor apostólico es sembrar. Sembrar la Palabra. Devolvérsela a ese él y a esa ella para los cuales fue dada. Darles la belleza del Evangelio, el asombro del encuentro con Jesús… y dejar que sea el Espíritu Santo quien haga lo demás. Es el Señor, dice el Evangelio, el que hace brotar y fructificar la semilla.
En fin, es el Espíritu Santo quien hace la misión.
Decían los teólogos antiguos: el alma es una especie de barquito de vela, el Espíritu Santo es el viento que sopla en las velas, para que vaya adelante, los impulsos y empujes del viento, son los dones del Espíritu. Sin su impulso, sin su gracia, no vamos adelante. El Espíritu Santo nos hace entrar en el misterio de Dios y nos salva del peligro de una Iglesia gnóstica y del peligro de una Iglesia autorreferencial, llevándonos a la misión.
Esto significa invalidar también todas sus soluciones funcionalistas, y sus consolidados planes y sistemas pastorales…
No he dicho que los sistemas pastorales son inútiles. Al contrario. De por sí todo lo que puede llevar por los caminos de Dios es bueno. Les he dicho a mis sacerdotes: «Hagan todo lo que deben hacer, sus deberes ministeriales los conocen, tómense sus responsabilidades y luego dejen abierta la puerta». Nuestros sociólogos religiosos nos dicen que la influencia de una parroquia es de seiscientos metros a su alrededor. En Buenos Aires hay casi dos mil metros entre una parroquia y otra. Les he dicho entonces a los sacerdotes: «Si pueden, alquilen un garaje y, si encuentran a algún laico disponible, que vaya. Que esté un poco con esa gente, haga un poco de catequesis y que dé incluso la comunión si se lo piden». Un párroco me dijo: «Pero padre, si hacemos esto la gente deja de venir a la iglesia». Le contesté, «¿Pero por qué? ¿Vienen a misa ahora?». «No», me dijo. ¡Entonces! Salir de uno mismo es salir también del recinto de las propias convicciones consideradas inalienables si éstas se pueden convertir en un obstáculo, si cierran el horizonte que es de Dios.
Vale también para los laicos…
Su clericalización es un problema. Los curas clericalizan a los laicos y los laicos nos piden que les clericalicemos… Es una complicidad pecadora. Y pensar que podría bastar el bautismo. Pienso en aquellas comunidades cristianas de Japón que se quedaron sin sacerdotes durante más de doscientos años. Cuando volvieron los misioneros vieron que todos estaban bautizados, todos válidamente casados por la Iglesia y todos sus difuntos habían tenido un funeral católico. La fe había permanecido intacta por los dones de gracia que alegraban la vida de estos laicos que habían recibido solamente el bautismo y habían vivido también su misión apostólica en virtud del bautismo. No hay que tener miedo de depender sólo de su ternura… ¿Conoce el episodio bíblico del profeta Jonás?
No lo recuerdo. Dígame.
Jonás lo tenía todo claro. Tenía ideas claras sobre Dios, ideas muy claras sobre el bien y el mal. Sobre cómo actúa Dios y qué es lo que quiere en cada momento; sobre quiénes son fieles a la alianza y quiénes no. Tenía la receta para ser un buen profeta. Dios irrumpe en su vida como un torrente y lo envía a Nínive. Nínive es el símbolo de todos los separados, alejados y perdidos, de todas las periferias de la humanidad. Jonás vio que se le confiaba la misión de recordar a toda aquella gente que los brazos de Dios estaban abiertos y esperando que volvieran para curarlos con su perdón y alimentarlos con su ternura. Sólo para esto lo había enviado. Dios lo mandaba a Nínive, y él se marchó en dirección contraria, a Tarsis.
Huye frente a una misión difícil…
No. No huía tanto de Nínive, sino del amor desmesurado de Dios por esos hombres. Esto era lo que no cuadraba con sus planes. Dios había venido una vez… “de lo demás me ocupo yo”: se dijo Jonás. Quería hacer las cosas a su manera, quería dirigirlo todo él. Su pertinacia lo hacía prisionero de sí mismo, de sus puntos de vista, de sus valoraciones y sus métodos. Había cercado su alma con el alambrado de esas certezas que, en vez de dar libertad con Dios y abrir horizontes de mayor servicio a los demás, terminan por ensordecer el corazón. ¡Cómo endurece el corazón la conciencia aislada! Jonás no sabía de la capacidad de Dios de conducir a su pueblo con su corazón de Padre.
Son muchos los que se pueden identificar con Jonás.
Nuestras certezas pueden convertirse en un muro, en una cárcel que aprisiona al Espíritu Santo. Quien aísla su conciencia del camino del pueblo de Dios no conoce la alegría del Espíritu Santo que sostiene la esperanza. Es el riesgo que corre la conciencia aislada. De aquellos que desde el mundo cerrado de sus Tarsis se quejan de todo o, sintiendo su propia identidad amenazada, emprenden batallas para sentirse más ocupados y autorreferenciales.
¿Qué habría que hacer?
Posar nuestra mirada sobre la gente: para no ver lo que queremos ver, sino aquello que es. Sin previsiones ni recetas, sino con apertura generosa. Dios habló para las heridas y la fragilidad. Permitir que el Señor hable… De un modo que no conseguimos crear interés con las palabras que nosotros decimos, solamente su presencia que nos ama y nos salva puede interesar. El fervor apostólico se renueva siendo osados testigos del amor de Aquel que nos amó primero.
¿Qué es para usted lo peor que le puede pasar a la Iglesia?
Es lo que De Lubac llamaba «mundanidad espiritual». Es el mayor peligro para la Iglesia, para nosotros, que estamos en la Iglesia. «Es peor», dice De Lubac, «más desastrosa que la lepra que había desfigurado a la Esposa amada en la época de los papas libertinos». La mundanidad espiritual es poner en el centro a uno mismo. Es lo que Jesús ve entre los fariseos: «…Vosotros, que aceptáis gloria unos de otros».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón