Al saludar el pasado jueves a los cardenales, Benedicto XVI quiso confiarles, como un último gesto de su testimonio y de su magisterio, «una sencilla reflexión» sobre la Iglesia y su misterio, una reflexión – dijo – que «llevo en el corazón».
Para expresarla, se dejó ayudar por dos citas de Romano Guardini. La primera proviene de sus meditaciones de La Iglesia del Señor, publicado en 1965, el año en que Guardini cumplía ochenta años y los Padres del Concilio Vaticano II aprobaron la constitución Lumen Gentium (el Papa mencionó la dedicación personal de Guardini, que fue para él maestro y amigo, lo que hace que sean «especialmente queridas» para él las palabras de este libro). La Iglesia «no es una institución creada a medida, sino una realidad viviente… Ella vive a lo largo del tiempo, en devenir, como cualquier ser vivo, transformándose... Sin embargo, en su naturaleza permanece siempre la misma, su corazón es Cristo». La segunda expresión es la parte final de la afirmación con la que, al principio de su carrera docente, Guardini inauguró una serie de conferencias sobre El sentido de la Iglesia, pronunciadas en octubre de 1922 en Bonn, en el congreso anual de la asociación de diplomados católicos: «La Iglesia se despierta en las almas».
El saludo a los cardenales ha suscitado en mí una inmensa conmoción que, podríamos decir que ha agrandado la belleza de la audiencia del día anterior. Sobre todo porque vi aflorar en las palabras del Papa la misma amplitud de mirada y de pensamiento, que también se daba en Guardini cuando compuso y publicó, mientras se celebraba el Concilio, las meditaciones sobre La Iglesia del Señor. Al empezar su libro Guardini habla de hecho de un «anillo ideal» que le une a sus conferencias de 1922; luego pasa a describir el recorrido y los sucesos (históricos y eclesiales, además de personales) a través de los cuales maduró en él el conocimiento de la Iglesia como una realidad que «se fundamenta y se erige sobre algo que está más allá de lo humano», como «la continua realización de algo que no puede ser sólo el resultado de presupuestos naturales». Es lo mismo: en su última audiencia y en su despedida de los cardenales, Benedicto XVI también abrazó con la mirada todo el camino que ha recorrido personalmente desde el inicio de su pontificado hasta hoy. Y lo describe – con una intensidad que creo que no olvidaremos nunca – como un camino cada vez más profundo de conocimiento y certeza de la Iglesia como «cuerpo vivo» y como «misterio»: como realidad viviente que no es «mía», dijo el Papa, ni «nuestra», sino «Suya»: la Iglesia del Señor.
El segundo motivo de mi conmoción tiene que ver con la forma y el contenido de la reflexión y la enseñanza de Guardini – no sólo sobre la Iglesia, sino en general. Como dice expresamente en su primera meditación, respondiendo a la pregunta «¿Pero qué es la Iglesia?», él no quiere «empezar por los conceptos», sino «ver qué ha sucedido». Es el mismo método con que surgieron las conferencias de 1922 (que fueron publicadas rápidamente con una dedicación especial «a la juventud católica»), y de la que surge después toda la enseñanza universitaria y la predicación de Guardini. ¿Cuál es el fruto más imponente y fecundo de este método, de esta inteligencia de la realidad que nace de la fe? La posibilidad que ofrecía a las generaciones de estudiantes que iban a sus clases, y a todos los que le escuchaban hablar en público o leían sus libros, de descubrir el cristianismo como «algo nuevo», distinto de lo que se podía deducir de los esquemas del pensamiento tradicional o de las definiciones habituales: en resumen, diferente de aquello que creían ya saber.
¿Pero acaso no ha sido así también para nosotros, y para todos, desde la primera homilía del Papa Benedicto? A cada imagen y a cada expresión que él citaba del Evangelio, de la vida de los apóstoles, de las obras de los Padres y Doctores de la Iglesia, del testimonio de los santos y los mártires, nos hemos sentido llevados de la mano ante el cristianismo como acontecimiento presente – como un hijo acompañado de su padre o de su madre para hacer una experiencia nueva. Sorprendidos ante un detalle, una vibración o un nexo entre las cosas, una palabra o una actitud, de Jesús o de otro al que nunca habíamos prestado atención. Y por tanto invitados a recuperar esa apertura de la mirada y esa tensión del corazón en la que se juega todo el ser, el conocer y la religiosidad del hombre. Y luego, a medida que el hilo conductor del pontificado se ha hecho cada vez más luminoso (en el magisterio ordinario, en los viajes apostólicos, en los libros dedicados a Jesús, en la convocatoria del Año de la Fe), este ha sido el pensamiento dominante: la invitación a recuperar en la persona del Señor, en su vida y en su destino la esencia del cristianismo.
La esencia del cristianismo es el título de uno de los textos más bonitos de Guardini, y también uno de los más importantes – junto a El fin de la modernidad – para don Giussani y para la historia de Comunión y Liberación. De ahí viene, de hecho, la afirmación según la cual «en la experiencia de un gran amor todo confluye en la relación yo-tú, y todo cuanto acontece se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito». Guardini la formula al principio de su ensayo, en el capítulo titulado “La cuestión”. Su párrafo final dice así: «El cristianismo no es, en último término, ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es eso también, pero nada de ello constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concreto; es decir, por una personalidad histórica». Aquí está el elemento distintivo de la pretensión cristiana: en la exigencia de que «la persona única de Jesús se convierta para el hombre en la realidad religiosa decisiva».
Volvamos a la despedida de los cardenales. La tercera razón de mi conmoción radica en la profundidad histórica y teológica del vínculo entre las dos afirmaciones de Guardini. De hecho, proyecta un rayo de luz penetrante en la historia del siglo XX y también en el futuro. Poco tiempo después de haber sido llamado por Juan Pablo II para presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger contribuía con un ensayo al libro La Iglesia del Concilio, publicado a mediados de los ochenta por al Departamento Teológico del Instituto de Estudios para la Transición en Milán, entonces dirigido por Angelo Scola, Benedetto Testa y Francesco Botturi. En aquel ensayo él parte de la afirmación inicial de las conferencias sobre El sentido de la Iglesia – que, en su formación completa, dice: «Un proceso de incalculable alcance se ha iniciado: el despertar de la Iglesia en las almas». Y señaló en ella, o mejor en la realidad que Guardini quería centrar la atención de los oyentes, la raíz histórica de la que nació el movimiento de reforma y de maduración eclesial que, primero en unas cuantas experiencias, luego desarrollándose gradualmente y dilatándose en el cuerpo eclesial, terminaría floreciendo en la conciencia de Juan XXIII, convirtiéndose en él en la fuente inspiradora de la convocatoria del Concilio Vaticano II.
Aún habría muchas cosas que decir sobre los escritos de Guardini que el Papa citó en su despedida. Quien quiera volverlos a leer percibirá muchas veces esa vibración de amor a Cristo y a la Iglesia de la que don Giussani y Benedicto XVI han sido testigos y maestros. Y podrá comprender más a fondo el valor que la fe viva tiene como factor de la historia, personal y de la humanidad, de la Iglesia y del mundo.
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