Uno a uno. Bajo el sol de un precioso día, el papamóvil pasa entre la multitud, entre banderas y pañuelos que ondean al viento. Nos abría abrazado uno a uno si hubiese podido. A todos. Y eso que éramos ciento cincuenta mil en la plaza de san Pedro. Pero él habría querido estrechar a todo el mundo. A cada uno, dijo. Y la impresión que daba es que realmente lo sentía así.
La última audiencia de Benedicto XVI, antes de retirarse a la clausura y dejar el Pontificado a otro. «No abandono la cruz, sigo de un nuevo modo», explicó durante veinte minutos el llamado “Papa teólogo”, que habló de sí mismo, de lo que ha vivido y aprendido en estos ocho años de Pontificado. Experiencia pura, nada de discurso. Empezando por aquel 19 de abril de 2005: «A partir de aquel momento yo estaba ocupado siempre y para siempre por el Señor». Como si nos estuviera diciendo que no ha “dimitido”, que Jesús ha tomado su vida entera. Y que «uno recibe la propia vida cuando la da. Ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen». Aferrado por Cristo.
Estar allí, verle y oírle hablar, era como estar dentro de un abrazo. Como si estuvieras con un amigo muy querido que se va. Te despides de él por última vez. Todavía le tienes delante y ya se apodera de ti la nostalgia y se te hace un nudo en la garganta. Te puedes quedar en eso, ya pasará. Pero todo lo que está sucediendo te pide que des un paso. Te pide ir a la raíz de lo que os une, a ti y a él. Basta un instante para darse cuenta. Levantas la mirada hacia la figura de Cristo que preside la fachada de la basílica. Justo encima de donde está el Papa. La raíz de esa nostalgia que sientes es Él. Benedicto siempre te ha guiado hacia allí. Todos sus discursos, sus audiencia, toda su vida. Nada menos que Él. Y esta vez, la última, es igual. Vuelve a repetir, agradecido, que es para Él para lo que todo y todos estamos hechos.
«¡Gracias de corazón! ¡Estoy verdaderamente conmovido! ¡Vemos cómo la Iglesia hoy está viva!». Viva, lo dijo al comienzo y al final de la audiencia. «Se puede sentir que es la Iglesia - no es una organización, no es una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunidad de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de esta manera y casi poder tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es una fuente de alegría, en un tiempo en que muchos hablan de su decadencia». Sin embargo todos estos años ha sido como estar con los Apóstoles en la barca del lago de Galilea: muchos días de sol y de brisa ligera, días en que la pesca ha sido abundante. Y días de borrasca, cuando el Señor parecía dormir. «Pero siempre supe que en aquella barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda: es El quien conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo quiso. Esta ha sido una certeza que nada puede empañar».
Ni siquiera el límite, del que también volvió a hablar. La fatiga física, la inadecuación que siempre ha mencionado desde el día de su elección. Sin embargo «no me he sentido nunca solo». Nunca abandonado. Siempre abrazado: «Pero no es sólo a Dios, a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no está sólo en la guía de la barca de Pedro, aunque sea su principal responsabilidad, y yo no me he sentido nunca solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino». Cardenales, ayudantes, personas normales. Esas que, explica, le han escrito durante todos estos años, sosteniéndole siempre con afecto. Un afecto que hoy ha vuelto a buscar, pues él también lo necesita.
El abrazo de esa última audiencia, epílogo carnal de una paternidad de la que te descubres agradecido, ha sido una gran gracia. La evidencia de una compañía, nunca tan clara como en ese momento frente a Benedicto XVI, que sucede porque podemos conocer a Cristo cada vez más. Para conocer cada vez más aquello para lo que estamos hechos. Hasta el punto de sorprender en ti mismo una fecundidad nueva, en ti, con tu incapacidad y tu incoherencia, con tus límites. Y te dice: «Llevad a todos este abrazo». Y te conmueve el deseo que tienes de abrazar así a tus hijos. Con un abrazo que es el suyo. Tomando conciencia de su destino. Qué gracia es poder mirarlos así. Qué gracia es poder mirarlo todo así, según su verdadera naturaleza. Qué gracia es el abrazo de Cristo.
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