Entre los años 2000 y 2007 nada menos que en 123 países tuvo lugar alguna forma de persecución religiosa, a un precio muy alto. Es el precio de la libertad religiosa negada, un tema de extrema actualidad hoy tanto en Oriente como en Occidente, si bien en contextos y con modalidades distintas. A los nudos de la libertad que es preciso desatar el card. Angelo Scola, Arzobispo de Milán, dedicó el discurso anual de S. Ambrosio, del cual proponemos un amplio extracto. Se trata de un texto que puede ofrecer muchos puntos para el debate común, por los distintos pasos que da: cómo inició la libertad religiosa con el edicto de Constantino, qué significa hoy reflexionar sobre la libertad religiosa y practicarla, cómo se conectan libertad y orientación del Estado respecto de las comunidades religiosas, como la laicidad auténtica del Estado se convierte en garantía de libertad y cómo al contrario una cierta «indiferencia» del Estado respecto al fenómeno religioso puede traducirse en un modelo «poco abierto» a las religiones.
1. El XVII centenario del Edicto de Milán
«El Edicto de Milán del año 313 tiene un significado histórico, porque marca el initium libertatis del hombre moderno»1. Esta afirmación de un ilustre cultor del derecho romano, el difunto Gabrio Lombardi, permite poner de relieve que las medidas, firmadas por los dos Augustos Constantino y Licinio, determinaron no sólo el fin progresivo de las persecuciones contra los cristianos sino, sobre todo, el acta de nacimiento de la libertad religiosa. En cierto sentido, con el Edicto de Milán aparecen por primera vez en la historia las dos dimensiones que hoy llamamos “libertad religiosa” y “laicidad del Estado”. Son dos aspectos decisivos para la buena organización de la sociedad política.
Una interesante confirmación de este dato la encontramos en dos significativas enseñanzas de san Ambrosio. Por una parte, el arzobispo nunca dudó en recordar a los cristianos que debían ser leales respecto a la autoridad civil, la cual, a su vez —he aquí la segunda enseñanza— debía garantizar a los ciudadanos libertad en el plano personal y social. Se reconocía así el horizonte del bien público al cual están llamados a contribuir ciudadanos y autoridad.
No se puede negar, sin embargo, que el Edicto de Milán fue una especie de “inicio frustrado”. En efecto, los acontecimientos sucesivos abrieron una historia larga y atormentada.
La histórica e indebida conmixtión entre el poder político y la religión puede representar una clave de lectura útil de las distintas fases que ha atravesado la historia de la práctica de la libertad religiosa.
La situación cambió profundamente con la promulgación de la declaración Dignitatis humanae. ¿Cuáles son las novedades fundamentales de las enseñanzas conciliares? El Concilio, a la luz de la recta razón confirmada e iluminada por la divina revelación, afirmó que el hombre tiene derecho a que no se le obligue a actuar en contra de su conciencia y a que no se le impida actuar conforme a ella.
De este modo, con la declaración conciliar se superó la doctrina clásica de la tolerancia para reconocer que «la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa», y que ese derecho «permanece aun en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella» (DH 2). A decir de Nikolaus Lobkowicz, ex rector de la Universidad de Munich de Baviera y presidente de la Universidad católica de Eichstätt, «la extraordinaria cualidad de la declaración Dignitatis humanae consiste en haber trasladado el tema de la libertad religiosa de la noción de verdad a la de los derechos de la persona humana. El error no tiene derechos, mientras que una persona tiene derechos incluso cuando se equivoca. Claramente no se trata de un derecho ante Dios; es un derecho respecto a otras personas, a la comunidad y al Estado»2.
2. Practicar y considerar hoy la libertad religiosa
Sin embargo, hablar hoy de libertad religiosa significa afrontar una emergencia que va asumiendo un carácter cada vez más global. Según el meticuloso estudio de Brian J. Grim y Roger Finke3, en el período comprendido entre los años 2000 y 2007 fueron nada menos que 123 los países en los cuales tuvo lugar alguna forma de persecución religiosa y, lamentablemente, el número sigue en continuo aumento.
Estos datos, expresión preocupante de un grave malestar de civilizaciones, impulsan a intensificar una profundización del tema sin olvidar los debates —a veces acalorados y nunca sosegados— sobre la naturaleza, la correcta interpretación y la necesaria asunción de la declaración Dignitatis humanae.
Ante todo el tema de la “libertad religiosa”, que a primera vista suscita un consenso muy amplio, posee desde siempre un contenido que no es para nada obvio. En efecto, se enreda en un nudo bastante complejo, en el cual se cruzan al menos tres graves problemas: a) la relación entre verdad objetiva y conciencia individual, b) la coordinación entre comunidades religiosas y poder estatal y c) desde el punto de vista teológico cristiano, la cuestión de la interpretación de la universalidad de la salvación en Cristo frente a la pluralidad de las religiones y “mundovisiones” (visiones éticas “sustantivas”).
En segundo lugar, es preciso añadir que a estos problemas —podríamos decir clásicos— de la interpretación de la libertad religiosa hoy se suman otros nuevos, no menos decisivos.
Indico tres. El primero es el de la relación entre la búsqueda religiosa personal y su expresión comunitaria. Con frecuencia se plantea la pregunta: ¿hasta qué punto la libertad religiosa puede limitarse a una expresión solamente individual? Por otra parte, es preciso preguntarse con qué condiciones un “grupo religioso” puede reivindicar un reconocimiento público en una sociedad plural interreligiosa e intercultural. Estamos ante la delicada cuestión relativa al poder de la autoridad pública legítimamente constituida de distinguir una religión auténtica de lo que no lo es. Los hechos confirman de ese modo que la distinción entre poder político y religiones no es tan obvia como puede parecer a primera vista.
Con características análogas se presenta el problema de la distinción entre religiones y “sectas”: se trata de un tema tan antiguo como la noción romana de religio licita, pero que recientemente ha asumido caracteres mucho más agudos por una serie de motivos: la fragmentación y la proliferación de “comunidades” dentro del mundo cristiano; la posición agnóstica de la mayor parte de las legislaciones frente a los fenómenos religiosos.
Por último, es importante subrayar que hoy uno de los temas más candentes en el ámbito de la discusión sobre la libertad religiosa es el de su vínculo con la libertad de conversión.
Por todos estos motivos, reflexionar sobre la libertad religiosa y practicarla es hoy mucho más difícil de cuanto podríamos esperar, sobre todo después de la declaración conciliar.
3. Nudos que desatar
En este marco, para desatar algunos nudos problemáticos, son útiles y apropiados al menos dos tipos de consideraciones.
El primero se refiere al nexo entre libertad religiosa y paz social. No sólo la praxis, sino también diversos estudios recientes han puesto de relieve que entre las dos realidades existe una correlación muy estrecha. Hablando en abstracto es posible imaginar que una legislación capaz de reducir los márgenes de la diversidad religiosa lograría asimismo reducir la consiguiente conflictividad hasta eliminarla, pero de hecho se verifica exactamente la situación opuesta: cuanto más el Estado impone vínculos, más aumentan los contrastes de base religiosa. Este resultado, en realidad, es comprensible: imponer o prohibir por ley prácticas religiosas, con la obvia improbabilidad de modificar también las correspondientes creencias personales, no hace más que acrecer esos resentimientos y frustraciones que se manifiestan después, en el escenario público, como conflictos.
El segundo problema todavía es más complejo y requiere una reflexión un poco más articulada. Se refiere a la conexión entre libertad religiosa y orientación del Estado y, en varios niveles, de todas las instituciones estatales, respecto de las comunidades religiosas presentes en la sociedad civil.
La evolución de los Estados democrático-liberales ha ido cambiando cada vez más el equilibrio sobre el cual tradicionalmente se sostenía el poder político. Hasta hace sólo algunas décadas se hacía referencia sustancial y explícita a estructuras antropológicas generalmente reconocidas, al menos en sentido lato, como dimensiones constitutivas de la experiencia religiosa: el nacimiento, el matrimonio, la procreación, la educación, la muerte.
¿Qué ha sucedido cuando esta referencia, identificada en su origen religioso, se ha cuestionado y considerado inutilizable? En política se han extremado procedimientos de decisión que tienden a autojustificarse de manera incondicional. Lo confirma el hecho de que el clásico problema del juicio moral sobre las leyes se haya ido transformando cada vez más en un problema de libertad religiosa. La Conferencia episcopal de Estados Unidos habla de modo explícito de herida a la libertad religiosa a propósito del HHS Mandate, es decir, la reforma sanitaria de Obama, que impone a varios tipos de instituciones religiosas (especialmente hospitales y escuelas) ofrecer a sus empleados pólizas de seguro sanitario que incluyan contraceptivos, abortivos y procedimientos de esterilización4.
El presupuesto teórico de la evolución mencionada recupera, en los hechos, el modelo francés de laicité, que la mayoría consideró una respuesta adecuada para garantizar una plena libertad religiosa, en particular para los grupos minoritarios. Se basa en la idea de la in-diferencia, definida como “neutralidad”, de las instituciones estatales respecto al fenómeno religioso y, por esto, se presenta a primera vista como idóneo para construir un ámbito favorable a la libertad religiosa de todos. Se trata de una concepción a estas alturas bastante generalizada en la cultura jurídica y política europea, en la cual, sin embargo, fijándonos bien, las categorías de libertad religiosa y de la denominada “neutralidad” del Estado se han ido sobreponiendo cada vez más, acabando así por confundirse. En los hechos, por varios motivos a la vez de carácter teórico e histórico, la laicité a la francesa ha acabado por convertirse en un modelo poco abierto al fenómeno religioso. ¿Por qué? Ante todo, la idea misma de “neutralidad” ha resultado ser bastante problemática, sobre todo porque no es aplicable a la sociedad civil, cuya precedencia el Estado debe respetar siempre, limitándose a gobernarla y sin pretender gestionarla.
Ahora bien, respetar la sociedad civil implica reconocer un dato objetivo: hoy en las sociedades civiles occidentales, sobre todo europeas, las divisiones más profundas se dan entre cultura laicista y fenómeno religioso, y no —como en cambio a menudo erróneamente se piensa— entre creyentes de distintos credos. Al negar este dato, la justa y necesaria aconfesionalidad del Estado ha acabado por disimular, bajo la idea de “neutralidad”, el sostén del Estado a una visión del mundo que se basa en la idea secular y sin Dios. Pero esta es una entre las varias visiones culturales (éticas “sustantivas”) que habitan la sociedad plural. De ese modo el Estado denominado “neutral”, lejos de serlo, hace propia una específica cultura, la laicista, que a través de la legislación se convierte en cultura dominante y acaba por ejercer un poder negativo respecto a las demás identidades —especialmente las religiosas— presentes en las sociedades civiles, y tiende a marginarlas, si no las expulsa del ámbito público. El Estado, al sustituir a la sociedad civil, cae, aunque de forma preterintencional, en la posición programática que la laicité quería rechazar, un tiempo ocupada por lo “religioso”. Bajo una apariencia de neutralidad y objetividad de las leyes, se cela y se difunde —por lo menos en los hechos— una cultura fuertemente connotada por una visión secularizada del hombre y del mundo, privada de apertura a lo trascendente. En una sociedad plural es en sí misma legítima, pero sólo como una entre las demás. Sin embargo, si el Estado la hace propia, acaba inevitablemente por limitar la libertad religiosa.
¿Como eludir este grave estado de cosas? Reflexionando sobre el tema de la aconfesionalidad del Estado en el marco de un pensamiento renovado de la libertad religiosa. Es necesario un Estado que, sin hacer suya una visión específica, no interprete su aconfesionalidad como “distancia”, como una imposible neutralización de las visiones del mundo que se expresan en la sociedad civil, sino que abra espacios en los cuales cada sujeto personal y social pueda dar su contribución a la edificación del bien común5.
Conviene sin embargo preguntarse: ¿el mejor modo de afrontar esta delicada situación es reivindicar una liberty of religion de las diversas comunidades, pidiendo el respeto de las “peculiaridades” de sus sensibilidades morales minoritarias? Solamente con esta petición, aunque sea necesaria, se corre el riesgo de reforzar en el escenario público la idea según la cual la identidad religiosa está hecha sólo de contenidos en desuso, mitológicos y folclóricos. Es absolutamente necesario que esta justa reivindicación se inscriba en un horizonte de propuesta más amplio, dotado de una jerarquía de elementos bien articulada.
Estas consideraciones, demasiado rápidas, muestran no sólo cuán complejo es el tema de la libertad religiosa, sino sobre todo nos impulsan a reconocer que, hoy más que nunca, este tema representa el indicador más sensible del grado de civilización de nuestras sociedades plurales.
En efecto, si la libertad religiosa no se convierte en libertad realizada situada en la cima de la escala de los derechos fundamentales, toda la escala se derrumba. La libertad religiosa es hoy la señal de un desafío mucho más vasto: el de la elaboración y la práctica, a nivel local y universal, de nuevas bases antropológicas, sociales y cosmológicas de la convivencia propia de las sociedades civiles en este tercer milenio. Obviamente este proceso no puede significar un retorno al pasado, sino que debe tener lugar respetando la naturaleza plural de la sociedad. Por tanto, como he dicho en otras ocasiones, debe partir del bien práctico común de estar juntos. Sirviéndose del principio de comunicación entendido correctamente, los sujetos personales y sociales que habitan la sociedad civil deben narrarse y dejarse narrar buscando un reconocimiento mutuo, ordenado, con vistas al bien de todos.
4. Por un camino común
Al respecto, sólo querría aludir a una condición en mi opinión imprescindible de este camino arduo, pero impostergable.
Adquirida la enseñanza de la Dignitatis humanae conexa al initium libertatis inaugurada positivamente en el Edicto del año 313 —que la adhesión a la verdad sólo es posible de manera voluntaria y personal y la coerción externa es contraria a su naturaleza— es preciso reconocer que esta doble condición, en los hechos, es con frecuencia irrealizable. ¿Por qué? Porque no se persigue simultáneamente «el deber y, en consecuencia, el derecho de buscar la verdad» (DH 3) que quita a toda recta afirmación de la libertad religiosa la sospecha de ser otro nombre del indiferentismo religioso que no puede menos que plantearse, por lo menos en los hechos, como una visión del mundo específica, la cual, en las circunstancias históricas actuales, tiene cada vez más tendencia a hacer valer la hegemonía de una particular visión del mundo sobre las otras.
¿Qué decir al respecto frente a la objeción de cuantos no satisfacen la obligación de buscar la verdad para adherirse a ella? Ante todo, cabe recalcar que en cualquier caso esta es siempre la elección de una visión del mundo en una sociedad plural, pero que no puede ser subrepticiamente asumida como fundamento de la aconfesionalidad del Estado.
Sin embargo, es todavía más decisiva la libre invitación a reflexionar en qué consiste esta obligación.
Agustín, genio expresivo de la inquietud humana, entendió el secreto, como nos recuerda Benedicto XVI: «No somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee»6. En este sentido, la propia verdad, a través de la riqueza de significado de las relaciones y las circunstancias de la vida de las cuales cada hombre es protagonista, se propone como “el caso serio” de la existencia y la convivencia humanas. La verdad que nos busca se documenta en el anhelo irrefrenable con el cual el hombre aspira a ella: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem?»7. Y este anhelo respeta la libertad de todos, incluida la de quien se declara agnóstico, indiferente o ateo. De lo contrario, la libertad religiosa sería una palabra vacía.
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1 G. LOMBARDI, Persecuzioni, laicità, libertà religiosa. Dall’Editto di Milano alla “Dignitatis humanae”, Studium Roma 1991, 128.
2 N. LOBKOWICZ, Il Faraone Amenhotep e la Dignitatis Humanae, in Oasis 8 (2008) 17-23, aquí 18.
3 The Price of Freedom Denied. Religious Persecution and Conflict in the Twenty-first Century, Cambridge University Press, Nueva York 2011.
4 United States Conference of Catholic Bishops, Our First, Most Cherished Liberty. A Statement on Religious Liberty, 12.04.2012.
5 Cf. A. SCOLA, Buone ragioni per la vita in comune, Mondadori, Milán 2010, 16-17.
6 BENEDICTO XVI, Audiencia General, 14 de noviembre de 2012.
7 AGUSTÍN, “¿Qué desea el hombre más ardientemente que la verdad?”, Comentario al Evangelio de san Juan 26, 5
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