Como sucede en nuestras ascensiones a la montaña, sabemos que en el camino nos ayudan los indicadores, los hitos. No son la banderola de la meta, pero sí que nos permiten que no extraviemos el camino, nos reafirman en la ruta emprendida y podemos vislumbrar el final hacia el que nos dirigimos.
Esto son los santos en la historia cristiana. Mirándolos a ellos recibimos como don la compañía que con discreción Dios pone a nuestro lado con su ejemplo, con su intercesión y sabiduría. En el prefacio de los santos pastores lo decimos: «Tú, Señor, concedes a tu Iglesia la alegría de celebrar hoy a este santo, para fortalecerla con el ejemplo de su vida, instruirla con la predicación de su palabra y protegerla con su intercesión». Esta es la gracia que deseamos recibir. Hay una razón.
El Papa Benedicto XVI nos anunció en la JMJ en Madrid: que San Juan de Ávila sería proclamado doctor de la Iglesia. En la última Asamblea Plenaria de los obispos, explicamos la razón de este doctorado: «La originalidad del Maestro Ávila se halla en su constante referencia a la Palabra de Dios; en su consistente y actualizado saber teológico; en la seguridad de su enseñanza y en el cabal conocimiento de los Padres, de los santos y de los grandes teólogos. Gozó del particular carisma de sabiduría, fruto del Espíritu Santo, y convencido de la llamada a la santidad de todos los fieles del pueblo de Dios, promovió las distintas vocaciones en la Iglesia: laicales, a la vida consagrada y al sacerdocio… En sus discípulos dejó una profunda huella por su amor al sacerdocio y su entrega total y desinteresada al servicio de la Iglesia… Fue Maestro y testigo de vida cristiana; contemporáneo de un buen número de santos que encontraron en él amistad, consejo y acompañamiento espiritual. Un Doctor de la Iglesia es quien ha estudiado y contemplado con singular clarividencia los misterios de la fe, es capaz de exponerlos a los fieles de tal modo que les sirvan de guía en su formación y en su vida espiritual, y ha vivido de forma coherente con su enseñanza». Por todo esto la Iglesia nos lo propone como un santo que nos enseña, a los sacerdotes especialmente, ese camino de santidad que nos asemeja al buen Pastor en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal, buscando la gloria de Dios y la bendición de todos los hermanos que la Iglesia pone a nuestro cuidado.
Son realmente hermosas sus palabras al jesuita P. Francisco Gómez, para que fueran dichas en el Sínodo Diocesano de Córdoba del año 1563: «Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado». Mirarnos de pies a cabeza, mirarnos en el alma y en el cuerpo, y que rompa nuestro canto en la gratitud por tan inmerecido don que hemos de vivir con fidelidad y cuidado.
Al Maestro Ávila le gustaba repetir: el sacerdote (y todo cristiano) debe saber a lo que sabe Dios. Sí, palpitar con lo que late en el Corazón de Dios, llenarnos de su mirada bondadosa, colaborar con lo que amasan sus manos creadoras, para tener ese sabor sabio que nos asemeja al Señor. El domingo 7 de octubre, la plaza de San Pedro en Roma será testigo de la proclamación de Doctor de la Iglesia de San Juan de Ávila. Vale la pena aprender en la escuela de los santos, a su magisterio nos apuntamos mientras invocamos su celeste intercesión.
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