«Hemos participado del misterio de la existencia de un Papa». Es decir, «un hombre elegido por Dios», que «ha despertado la inquietud en el corazón de todos los sabios». Monseñor Cristophe Pierre, Nuncio Apostólico de México, describe así – un mes después de la visita de Benedicto XVI – qué significa para un pueblo encontrarse con su Pastor. Y narra cómo el viaje del Santo Padre a estas tierras, el encuentro con los niños y el diálogo con los obispos ha «dejado ya una profunda huella».
¿Por qué habla de «una profunda huella»?
Esta visita nos ha permitido a todos vivir una experiencia muy intensa de alegre comunión en torno al guía universal de la Iglesia. Sabemos que es la experiencia misma de la vida eclesial lo que puede reforzar y hacer crecer a la Iglesia. Como dijo el presidente de México, Felipe Calderón, el pueblo necesitaba ver el despertar de la esperanza en un contexto tan difícil. El Papa ha venido para confirmar la importancia de mantenernos en la espera, de seguir adelante con la riqueza de la fe. Basta con ver los numerosos testimonios que han surgido tras su visita.
¿Puede poner algún ejemplo?
En primer lugar, los ríos de lágrimas de alegría que se han derramado en tantos rostros de gente contenta. Yo mismo me emocioné al ver a la gente tan conmovida, porque estos sentimientos que se han despertado no tienen nada de artificial, van hasta lo más profundo del ser: allí donde Dios llega a tocarnos. Además, la visita del Papa suscitó múltiples iniciativas, sobre todo en el ámbito de la catequesis.
¿Cómo cuáles?
He perdido la cuenta de las publicaciones que se han preparado sobre el Santo Padre y sobre la Iglesia. En este tiempo me ha tocado estar cerca de un gran número de profesionales de la comunicación que han tomado conciencia, como católicos, de su responsabilidad al utilizar las nuevas tecnologías para incidir en la realidad social. Estoy seguro de que en el ámbito de la comunicación de masas la visita del Papa marcará una nueva era para esta Iglesia. Espero que los católicos sean capaces de ser más audaces que en el pasado en este ámbito. Pero sobre todo no hay que olvidar que el Papa ha venido también para confirmar a los obispos, para animarles en su apostolado de evangelización, y sus mensajes representan una mina que los pastores tendrán que saber explotar para que la Iglesia de México no pierda nada de su dinamismo misionero.
¿De qué modo les ha confirmado?
Ha sido muy importante el encuentro entre el Papa, los obispos mexicanos y los representantes de las Conferencias Episcopales de América Latina en la Catedral de Nuestra Señora de la Luz, en León. Porque nos ha ofrecido una imagen preciosa de lo que la Iglesia es.
¿En qué sentido?
El Papa quiso tener este momento de diálogo con los pastores de la Iglesia. Después de escuchar el saludo de monseñor Carlos Aguiar Retes, presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana y del Consejo Episcopal Latinoamericano, volvió sobre el tema de la misión continental que los obispos plantearon hace cinco años en Aparecida (Brasil) para todo el continente: se trataba de identificar los nuevos desafíos de un mundo que corre el peligro de alejarse de Dios y perder su relación vital con la dimensión religiosa. Confirmando así a nuestros pastores, Benedicto XVI les invitó a edificar una Iglesia de comunión, donde todos, sacerdotes, religiosos y laicos, tienen un lugar adecuado a su propia vocación. Con la fuerza y la humildad que le caracterizan, el Papa ha demostrado ampliamente que su misión es la de ayudar a la Iglesia a ser sacramento de Cristo resucitado en la realidad humana, con el testimonio de la verdadera comunión.
Un mes después, ¿cree que el viaje del Papa ha ayudado a México a «no perder su propia alma»?
Recuerdo el primer viaje de Juan Pablo II a Francia y su famosa frase: «Francia, no te olvides…». El estilo de Benedicto XVI es sin duda distinto. Sin embargo, continuamente ha evocado las mejores tradiciones de este pueblo, que se encuentran en el corazón de una cultura a la que han dado fuerza y valor, pero que corren el riesgo de perder su significado o incluso desaparecer «si los cristianos no saben resistir la tentación de una fe superficial y rutinaria». El Papa ha venido para decir a los cristianos y a sus pastores que tienen la enorme responsabilidad de ayudar a esta sociedad a no perder su alma.
Antes de la visita, usted dijo: «Los mexicanos tienen la secreta esperanza de que se realice de nuevo el prodigio de un encuentro que les ayude a no perder la esperanza», como sucedió con Juan Pablo II, ¿ha sucedido?
Creo que el prodigio del encuentro se ha realizado. El pueblo mexicano vive un periodo difícil, no sólo por los problemas evidentes de la violencia y la pobreza. Más profundamente, se nota la gran preocupación de la pérdida de los valores éticos, que son su patrimonio más valioso. Los padres, los profesores, los políticos e incluso nosotros los sacerdotes, tenemos la preocupación de que cada vez es más difícil transmitir las tradiciones humanas y cristianas de este pueblo a las nuevas generaciones. Existe una ruptura en la transmisión intergeneracional de los valores. Los obispos de América Latina describieron este fenómeno hace ya cinco años, en la Conferencia de Aparecida. Por eso, el futuro se presenta confuso, porque los hasta ahora considerados “maestros” ya no saben cómo educar. Esta crisis educativa genera una crisis de esperanza. Precisamente por eso, todas las intervenciones del Papa han tenido como objetivo despertar la esperanza. Y me parece muy significativo que el primer discurso público lo haya dirigido a los niños, es decir, a nuestro futuro, sabiendo que al dirigirse a ellos hablaba también a los adultos.
¿Qué ha significado esta visita para usted, personalmente?
En estos años como Nuncio Apostólico de México, he experimentado varias veces lo que significa el encuentro del pueblo creyente con su pastor. Benedicto XVI no deja de repetir que nuestra fe no es una idea o una ideología, sino una Persona que podemos encontrar en la Iglesia y gracias a la Iglesia. En Guanajuato el Papa no tuvo ninguna dificultad para convocar a más de un millón de personas que querían participar del misterio de la existencia de un Papa, es decir, de un hombre elegido por Dios para dar a la Iglesia unidad y firmeza.
¿Qué momento le ha impresionado más?
Ha habido muchos encuentros en este viaje, cada uno bello por sí mismo, por su unicidad. He escuchado testimonios como el de una persona que recibió la Eucaristía del Santo Padre y que expresaba su conmoción por ese hecho tan importante para su vida. Pero sobre todo me ha llamado la atención el rostro de Benedicto XVI cuando se asomó al balcón de la casa del Conde Rul en Guanajuato: su sonrisa espléndida, y la de los niños que estaban a su lado, y la de los tres mil pequeños que le escuchaban y saludaban. Esa sonrisa traduce la preciosa atmósfera que se creó en aquel momento. Las palabras que el Pontífice pronunció no eran nada complicadas. Expresaban una realidad sencilla pero esencial, que los niños son importantes y por tanto deben ser escuchados, protegidos, acompañados y amados. Deben ser sobre todo educados. En ese momento, tuve la sensación de que el Papa, con sus palabras, despertaba la inquietud en el corazón de todos los sabios de México, de aquellos que practican la violencia, la injusticia, o que convierten a los niños en víctimas inermes de la pobreza, de una mala educación o de abusos sexuales. Frente a estas situaciones creadas por la mezquindad humana, el Papa ha respondido con una preciosa frase que no sólo iba dirigida a sus pequeños oyentes: «Cada uno de vosotros es un don de Dios para México y para el mundo».
¿Cómo vivió el Santo Padre esos días?
Le he visto muy contento, no sólo por la acogida que le habían preparado, sino sobre todo por lo que todo ese fervor significa, y que sin embargo no le ha condicionado a la hora de analizar con una mirada lúcida una situación de la que conoce todas sus ambigüedades y contradicciones. Por ejemplo, al responder al arzobispo de León, José Guadalupe Martín Rábago, que en su saludo no dudó en hablar de una «realidad dramática», «alimentada de raíces perversas», donde «la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la crisis del sistema judicial y el cambio cultural llevan a la convicción de que esta vida vale la pena ser vivida sólo si permite acumular bienes, sin tener en cuenta las consecuencias o el precio», el Papa fue directo al núcleo de la cuestión, al insistir en la necesidad de «tener un corazón nuevo», donde Cristo pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios que es la potencia del bien, la fuerza del amor. Más concretamente, no dudó en lanzar la invitación a resistir a la tentación de una «fe superficial y rutinaria», «fragmentaria e incoherente», a «superar el cansancio de la fe y recuperar la alegría de ser cristianos». Estas palabras son fuertes, no tienen nada de complaciente, y van al corazón del riesgo que corren numerosos cristianos que se contentan con una fe sentimental, que, como dijo el Santo Padre en la conferencia de prensa a los periodistas durante el vuelo desde Roma, tiene muy poca incidencia en la vida de todos los días. Por eso ha vuelto a proponer la intuición de los obispos en Aparecida, que invitaba a los cristianos a vivir un verdadero encuentro con el Señor para ser verdaderos discípulos y misioneros.
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