La música es uno de los más grandes misterios en la historia del hombre. Misterio en el sentido de unidad entre el cielo y la tierra, unidad con lo más profundo que hay dentro de nosotros, es decir, lo que está en la superficie y lo que está sobre nosotros, en el origen.
Es un lenguaje universal. Atraviesa transversalmente las barreras creadas por la diversidad de lenguas, pero necesita de la escucha: del deseo de escuchar y de la capacidad de escuchar. Sin duda se puede escuchar música clásica haciendo otra cosa, de soslayo. Pero si se quiere verdaderamente que las notas se conviertan en nosotros en imágenes, sentimientos, emociones, hace falta que todo nuestro ser esté allí, dentro de ese acontecimiento que sucede, cada vez nuevo y diferente. Me impresionan las melodías que se representan, con distintos tiempos y acordes, así como me impresionan motivos musicales que se llaman y se responden. A veces, la música me habla de cosas que tenía dentro de mí desde siempre, aunque no lo sabía. ¿De dónde vienen estas notas? ¿Y adónde van?
Las primeras producciones sinfónicas que he escuchado desde hace tiempo, durante los años de la escuela secundaria, fueron las sinfonías de Beethoven dirigidas por Arturo Toscanini. El compositor alemán me revela la profundidad del corazón humano en sus más diversos matices: ora lleno de seguridad, ora sereno, ora angustiado y marcado por el drama.
En mi juventud, descubrí a Mozart y la infinita paz que, a partir de su ánimo, atraviesa todo cuanto hay de oscuro en el mundo y alcanza la serenidad de Dios. Hans Urs Von Baltasar escribió que Mozart es la revelación definitiva de la belleza eterna en un verdadero cuerpo terreno, con algo de infantil aunque eternamente verdadero.
La música de Chopin me parece comparable a las olas del mar, cuando la playa está en silencio. Cuando atardece, las sombras parecen llevar mensajes.
Me acerco a Bach con un temor inmenso, como a una montaña en la que habita la divinidad. Sus movimientos, tan pensados y repetidos, me trasladan a la Comedia de Dante y a la Suma de Tomás de Aquino.
La música ligera ha desarrollado en el siglo veinte la tarea que en el anterior había tenido la música operística. Tenemos que buscar a los Verdi y Donizetti del siglo veinte entre los cantantes. Algunas canciones napolitanas, algunas interpretaciones de Mina, de Frank Sinatra, de Edith Piaf, algunos fragmentos de De André, Battisti y Mogol, de Venditti, de De Gregori, permanecerán para siempre.
Los músicos son como compañeros de camino del hombre, en el largo o breve viaje de su vida. Compañeros que tienen la conciencia de la profundidad del hombre y la vocación de ayudar a Dios a revelar su Destino. Platón escribe en la República que: «el ritmo y la armonía penetran profundamente dentro del alma y la tocan con mucha fuerza, confiriéndole armoniosa belleza […] Por lo que el que ha tenido una perfecta educación musical estará bien dispuesto a darse cuenta de cosas descuidadas o imperfectamente elaboradas o defectuosas por nacimiento. […] El fin último de la música es verdaderamente el amor a la belleza». Y proféticamente Pablo VI había dicho, al final del Concilio: «El mundo necesita la belleza para no hundirse en la desesperación».
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