Las maravillosas palabras pronunciadas por el Santo Padre el 24 de enero, San Francisco de Sales, con ocasión de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, me han llegado de manera inesperada y me han conmovido hasta las lágrimas mientras me preparaba (todavía lo estoy haciendo) para hacer algo que no quería: ir al teatro Franco Parenti de Milán para asistir a la representación del espectáculo Sobre el concepto de rostro en el Hijo de Dios de Romeo Castellucci, sobre la que pesan acusaciones de blasfemia.
No tengo ganas de asistir a este espectáculo porque toda la polémica que lo ha acompañado me da náuseas. Nunca he sido democristiano de corazón, y don Giussani me salvó de un triste destino como intelectual “moderno”. No me podía haber hecho un regalo mejor: don Giussani me regaló el Rostro del Hijo de Dios. Por eso no me importaría perder prestigio si, llegado el caso, tuviera que negar a algunos de mis amigos más queridos para concluir, como los católicos “enfadados” – por los que no siento simpatía alguna –, que este espectáculo es verdaderamente blasfemo.
Aunque no creo que llegue a tanto. La amistad con Giovanni Testori me enseñó que incluso la blasfemia, la mayoría de las veces, es solo una oración. Y ciertos espectáculos testorianos eran incluso más extremos que los de Romeo Castellucci.
Mi amargura, sin embargo, tiene otra razón, y es que en toda esta historia el diablo se ha apuntado un tanto a favor, valiéndose de un espectáculo teatral, que seguramente ni siquiera es bello, para dividir a los católicos que trabajan en la comunicación en dos grupos (los que están a favor y en contra), dos grupos que, sencillamente, no tienen razón de ser. Se trata de una división ficticia, de la que es fácil prever su continuación: cada uno permanecerá anclado en sus posiciones, un poco más rígido y tieso que antes y un poco menos dispuesto a dejarse herir. Crecerán las sospechas recíprocas, las amistades se enfriarán – Dios mío, diréis, pero a lo largo de la historia siempre ha sido así, y muchas veces las “rupturas” más sonadas son precisamente las definitivas.
En medio de todo este malestar llegan las palabras del Papa, que me obligan a mirar en una dirección completamente distinta. No las voy a comentar, no soy en absoluto digno de ello. Pero no puede dejar de sorprenderme que todo su discurso para la Jornada de las Comunicaciones esté dedicado al silencio. «El silencio», dice, «es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido». Y prosigue: «Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse ella misma; y a nosotros, no permanecer aferrados solo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna confrontación».
El silencio ayuda a comprender mejor el lenguaje no verbal: los ojos, el rostro, el cuerpo. Y a respetar mejor al que tenemos delante. Dedica unas palabras a internet y a los peligros que conlleva su uso: «En nuestros días, la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las preguntas y de las respuestas; más aún, a menudo el hombre contemporáneo es bombardeado por respuestas a interrogantes que nunca se ha planteado, y a necesidades que no siente». Existe por tanto un rumor que solo tiene la apariencia del silencio: en el silencio auténtico nuestro ser se abre para discernir las preguntas verdaderas de las que solo son inducidas.
Sin embargo, Benedicto XVI no demoniza la Red, es más, subraya sus posibilidades, como en el pasaje fulminante en que valora el lenguaje de las redes sociales, considerado habitualmente poco profundo porque su eficacia se fundamenta sobre la brevedad, y ya se sabe que la brevedad favorece la expresión de los instintos más que la reflexión. Pero, para mi sorpresa y creo que para la de muchos, éstas son sus inesperadas palabras: «Hay que considerar con interés los diversos sitios, aplicaciones y redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir momentos de reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos si uno no descuida el cultivo de su propia interioridad».
Cuántos discursos, cuántos artículos he leído sobre el hecho de que el uso del ordenador y la red limitan la atención de los jóvenes y reducen su capacidad reflexiva, que el desarrollo de relaciones virtuales y el tiempo excesivo delante de la pantalla hacen a la persona moralmente más insensible y morbosamente instintiva. No es que todo esto no sea así, pero hay algo que está antes: las preguntas eternas que constituyen, como decía don Giussani, el tejido de nuestro corazón.
El punto central de todo el discurso de Benedicto XVI es una preocupación solícita por el hombre y por su destino, con una ternura de la que uno no puede defenderse. Incluso la locura verbal de la Red y de los blogs nos hablan de la «inquietud del ser humano, siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o grandes, que den sentido y esperanza a la existencia».
Para que exista un diálogo verdadero hace falta la escucha, para que exista la escucha hace falta una verdadera y apasionada curiosidad, y en todo esto el silencio es necesario, porque «el hombre no puede quedar satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y experiencias de vida».
Pero el silencio, ciertamente, no es una técnica, un hábito ético, una norma de higiene mental. No es para “estar mejor con nosotros mismos”, como se suele decir, por lo que el Papa habla del silencio. El problema no es estar más callados y hablar menos. El silencio es, sobre todo, la forma de la apertura de nuestro ser criaturas, que todo lo reciben de la bondad de Aquel que las hace instante tras instante, como dice el bellísimo Salmo 147: «Dispensa al ganado su sustento, / a las crías del cuervo cuando chillan. / No le agrada el brío del caballo, / ni se complace en los músculos del hombre. / Se complace el Señor en los que le temen, / en los que esperan en su amor».
¿Y quién teme a Dios? El que tiene el corazón herido, el que siente el dolor de su propia nada. Solo quien tiene el corazón herido mira en la noche, en busca de una luz, de un rostro bueno, y no desespera si esa luz, ese rostro, tarda en venir. El que tiene el corazón herido cuenta las horas, los días y los años de otro modo, distingue entre una urgencia llena de preguntas, y una urgencia fría y vacía; entre la súplica y la pretensión arrogante.
Así, en el silencio lleno de estupor, emerge «aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos en toda la historia de la humanidad (...). Y este plan de salvación culmina en la persona de Jesús de Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación».
Si aprendemos a escuchar nuestras auténticas preguntas, nos abrimos más fácilmente al acontecimiento imprevisto en el que éstas encuentran respuesta: un hombre de carne y hueso, la “persona” de Jesús de Nazaret.
Qué belleza poder aprender a partir de aquí, y no de una hipotética blasfemia, a conocer el Rostro del Hijo de Dios. Podemos hacer todos los aspavientos que queramos, hacernos pasar por hombres superiores, convertir la fe en una justificación moral o en una ideología que defender, pero la verdad es que todos nosotros esperamos Su caricia, no la caricia de un espíritu, no un soplo de viento que nos hace cambiar el gesto, sino el toque de una mano verdadera, de carne, el sonido de una voz verdadera, que pueda decir a nuestro corazón las mismas palabras que escuchó la viuda de Naím: «No llores».
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