En la vida de la Iglesia hay una profunda unidad entre el canto y la liturgia. Cantar no significa tan sólo añadir algo al gesto litúrgico, sino entrar en una dimensión integral, fundamental, de la celebración. La percepción del canto como algo accesorio o arbitrario nace la mayoría de las veces de una vida de silencio y de oración todavía tosca. El canto, en cambio, es algo que tiene que ver con todos, precisamente porque es expresión del diálogo que cada uno de nosotros vive con Dios y con los hombres.
La primera fuente del canto es el silencio. Cantar significa rezar, estar ante Dios y participar, a través del uso de la propia voz, en la liturgia celestial. Testimonio de esto es el hecho de que al final de la hora semanal de adoración eucarística en el seminario el canto mejora sensiblemente, precisamente porque crece la conciencia de estar frente al Misterio de Dios.
Es de fundamental importancia el papel del que guía. Debe ser ante todo una persona que reza, dispuesta a dejarse herir por la belleza que manifiesta la gloria de Dios. Una de las grandes características de nuestra educación es la atención a la unidad: percibirse como una sola voz, aprender a escuchar al que está al lado, adecuarse a su presencia. Un buen campo de entrenamiento para esto es el rezo diario de las Horas en tono recto.
El canto gregoriano
El canto no es un elemento en sí. Es un acontecimiento que se relaciona con el hecho litúrgico y con toda la existencia. No hay liturgia sin canto, ni canto sin vida. Por eso no podemos fijarnos en una única forma. De todos modos, sostenemos que el canto gregoriano es el eje fundamental para educar el canto litúrgico, ya sea moderno o popular.
La razón de esta preferencia radica en el hecho de que el gregoriano es la forma de todo canto litúrgico (como dijo Benedicto XVI en 2008 en París) y, en cuanto tal, debe tender a dar forma a todas las demás modalidades de canto. El gregoriano nos ayuda a percibirnos a nosotros mismos como parte de un pueblo orante. Se trata de un canto que se acerca a la oración más que otros, la favorece y la educa con particular fuerza a través de la tranquila y alegre certeza de la fe. Por esto cualquier otro tipo de canto tiene que atenerse a la originalidad del canto gregoriano, a su equilibrio, a su compostura y esencialidad. Este es un juicio que hemos aprendido de don Giussani, que quería que el canto gregoriano también encontrase espacio en la liturgia del movimiento (basta con pensar en el Veni sancte spiritus, en los himnos en gregoriano que cantan los Memores Domini o en el uso del gregoriano moderno a través de los himnos del Monasterio Trapense de Vitorchiano).
El canto popular
La historia de la Iglesia nos testimonia grandes encrucijadas entre el canto litúrgico y el canto popular. A lo largo de los siglos han nacido cantos litúrgicos con acentos populares (pensemos en el mundo alemán), pero también cantos tomados de la liturgia (por ejemplo, el canto latinoamericano o el gospel).
El canto popular es como una ventana abierta a la experiencia humana de un pueblo. Por eso el deseo misionero de hablar a las personas a las que somos mandados debe, antes o después, interceptar las cuerdas de la música. Con el surgimiento de esta Fraternidad, Dios nos ha entregado la oportunidad de poder compartir la riqueza de los repertorios que encontramos en los lugares en que estamos presentes, como también el movimiento siempre nos ha enseñado. Para discernir la adecuación del canto popular a la liturgia, hay un sencillo criterio: valorar aquellos cantos que nos ayudan a rezar, aunque no alcancen en su forma la armonía de las proporciones del gregoriano.
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