Tras la misa inaugural de la JMJ presidida por el Cardenal Arzobispo de Madrid, a las 22 h., en la Sala Roja del Teatro del Canal, asistí a la representación del autosacramental de Calderón de la Barca El Año Santo en Madrid. La obra dramatiza la indulgencia plenaria que el Papa Inocencio promulgó en Roma en 1650, y extendió a Madrid en 1651. Allí se celebró al año siguiente. Concebido como la segunda parte de El Año Santo en Roma, en ella el hombre peregrino de la primera parte se convierte en el hombre cortesano de la segunda, sujeto a todas las seducciones mundanas. En este contexto, se entabla la lucha entre el Pecado y la Gracia.
Dos por tanto las referencias que actualizan en esta JMJ el autosacramental del insigne Calderón. En primer lugar, como para el hombre representado, así para cualquier chico de esta JMJ la fe se prueba y madura sólo midiéndose con la vida real, en el mundo de hoy. Y, en segundo lugar, como entonces, también hoy la Gracia actúa tozudamente en favor del hombre, sobre todo cuando la Iglesia la dispensa sin medida en virtud de los méritos insondables de Cristo, mediante la Indulgencia concedida también en estos días en Madrid.
La puesta en escena rica de espléndidas imágenes barrocas y acompañada por música en directo, goza de un canto limpio que hila los conceptos y el ingenioso lenguaje antiguo, y estalla en gestualidad enérgica y danzas corales. Al fondo, un escorzo grandioso del cuerpo de Nuestro Señor, con la herida del costado, la herida que nos curó, en primer plano.
Si “el don es el lenguaje del cariño”, realmente esta obra es una muestra del amor que rige el universo, porque con una puesta en escena ágil, brillante y alegre, como viniendo de otro mundo nos trae a estos tiempos confusos un mensaje de certeza y libertad.
“A quién no sorprende que el hombre trueque los verdores, / y en menos tiempo de una hora, / equivocando la noche y la aurora, / los áspides lleve y de deje las flores”: ¿a quién no sorprende su propia fragilidad radical? Pues bien, el mensaje de Calderón es que cuanto más nos resulte patente nuestra incapacidad para el bien, más limpia aparece la naturaleza libre de cada uno de nosotros, porque no le queda más remedio que prestar oído a la voz de Otro, la voz de la conciencia, la voz de la Gracia. Calderón no vacila en sentar las bases de la libertad del hombre: “No tiene tu albedrío fuerza contra ti, si tú no se la das”, reza la Gracia, y con “callados avisos” habla en cualquier circunstancia, incluso en las peores, a fin de que “a mi calor reviváis, y algún día, el áspid matéis con su mismo veneno”. Y el fundamento cierto de la eficacia de la Gracia en la vida de cada hombre el es mérito de Cristo y la maternidad de su Iglesia.
Cuando todo esto no se queda en estética o emoción, sino que cobra cuerpo en nuestra existencia cotidiana, realmente brotan de nuestros labios las palabras de Calderón que al misterio del Amor redentor llama “¡asombro de los asombros!, ¡prodigio de los prodigios!”.
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