«Era un espléndido día de verano, y cuando el arzobispo impuso sus manos sobre mí, un pajarillo entonó un breve canto gozoso».
En el esencial y límpido relato autobiográfico publicado en 1997 —cuyo original alemán se titula Aus meinem Leben. Erinnerungen 1927-1977 («De mi vida. Recuerdos, 1927-1977»)— Joseph Ratzinger evoca con vívida sencillez su ordenación sacerdotal. Quien impuso las manos, el 29 de junio de 1951 en Frisinga, sobre el diácono de veinticuatro años, sobre su hermano mayor Georg y sobre otros 42 jóvenes, fue un gran protagonista del catolicismo alemán: el cardenal Michael von Faulhaber (1869-1952), biblista y patrólogo insigne, arzobispo de Munich y Frisinga desde 1917, quien en los oscuros años del Tercer Reich se había convertido en uno de los más valientes críticos hacia el régimen hitleriano.
«Al menos los dos últimos meses pude dedicarme enteramente al gran paso: la ordenación sacerdotal, que recibimos en la catedral de Frisinga de manos del cardenal Faulhaber en la fiesta de los santos Pedro y Pablo del año 1951. Éramos más de cuarenta candidatos; cuando fuimos llamados respondíamos Adsum: “Aquí estoy”. Era un espléndido día de verano que permanece inolvidable como el momento más importante de mi vida. No se debe ser supersticioso, pero en el momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre mí, un pajarillo —tal vez una alondra— se elevó del altar mayor de la catedral y entonó un breve canto gozoso; para mí fue como si una voz de lo alto me dijese: “Va bien así, estás en el camino justo”. Siguieron después cuatro semanas de verano que fueron como una única y gran fiesta. El día de la primera misa [el 8 de julio, en Traunstein], nuestra iglesia parroquial de San Osvaldo estaba iluminada en todo su esplendor y la alegría, que casi se tocaba, envolvió a todos en la acción sacra, en la forma vivísima de una “participación activa”, que no tenía necesidad de una particular actividad exterior. Estábamos invitados a llevar a todas las casas la bendición de la primera misa y fuimos acogidos en todas partes —también entre personas completamente desconocidas— con una cordialidad que hasta aquel momento no me podría haber imaginado. Experimenté así muy directamente cuán grandes esperanzas ponían los hombres en sus relaciones con el sacerdote, cuánto esperaban su bendición, que viene de la fuerza del sacramento. No se trataba de mi persona ni de la de mi hermano: ¿qué podían significar, por sí mismos, dos hermanos como nosotros para tanta gente que encontrábamos? Veían en nosotros unas personas a las que Cristo había confiado una tarea para llevar su presencia entre los hombres; así, justamente porque no éramos nosotros quienes estábamos en el centro, nacían tan rápidamente relaciones amistosas».
Sacerdote desde hace sesenta años, Joseph Ratzinger desarrolla cada día con humildad y transparencia la tarea de hacer presente al único Señor del mundo y de la historia entre las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, haciendo siembra en sus almas.
Publicado en L'Osservatore Romano
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