El Papa ha elegido Zagreb, la Roma de los Balcanes, para proseguir su lección de Westminster Hall sobre los fundamentos de la democracia. En Londres hablaba en el seno de una sociedad con apuntes de agria hostilidad hacia el cristianismo; en Croacia se ha dirigido a una nación todavía marcada en su vida diaria por la impronta católica, pero en la que ya son visibles las trazas de la secularización. Pero hay una melodía común de fondo: la fe cristiana debe acoger y confirmar las grandes conquistas de la edad moderna, y para ello debe mantener abierto el fundamento trascendente de la razón y de la libertad.
El primer mensaje es la acogida cordial de las grandes conquistas de la modernidad: "la libertad de conciencia, los derechos humanos y la libertad de la ciencia". Así lo dice el Benedicto XVI una vez más, por si acaso alguno no se ha enterado. No es algo que la Iglesia deba aceptar a regañadientes, sino que debe constituirse en su garante. Entre otras cosas porque sólo en el cauce de la tradición cristiana esos valores han podido despuntar, aclararse y crecer. De hecho, como señala el Papa, en la medida en que se cierra la apertura de la razón y de la libertad a Dios, se autodestruyen.
Retomando uno de los temas esenciales del beato John Henry Newman, el Papa ha querido desarrollar ante la flor y nata de la sociedad civil croata la cuestión de la conciencia y su papel en la construcción de la democracia. Y lo ha hecho pensando en el entero continente europeo. La comprensión de lo que significa la conciencia es el "punto crítico" que determina la calidad de la vida social y civil. Si la conciencia se entiende según los parámetros del pensamiento en boga, como mero lugar de lo subjetivo, el Papa entiende que Europa está destinada a la involución. En cambio, Europa tendrá futuro si recupera la conciencia "como lugar de escucha de la verdad y el bien, como lugar de la responsabilidad ante Dios y los hermanos en humanidad". Esta conciencia, ha remachado Benedicto XVI, es la fuerza contra toda clase de dictadura. Y un ejemplo bien destacado en este viaje ha sido la figura del beato cardenal Stepinac que se enfrentó a los totalitarismos nazi y comunista.
En este discurso emparentado con los de Londres, París y Ratisbona, el Papa Ratzinger ha recordado que no basta evocar las raíces cristianas, sino que hace falta "leerlas en profundidad para que puedan dar ánimo también al presente". Resulta muy sugestiva la invitación a descubrir el dinamismo que lleva desde la conciencia que se mueve por la fuerza de la verdad y el bien, hasta generar un tipo de cultura que luego se traduce en una obra social. Y así Benedicto XVI habla del nacimiento de una universidad, de una obra artística o de un hospital. E insiste en la necesidad de valorar este método que nace de la conciencia y se traduce en desarrollo y construcción del bien común. Un método que lo es también para la nueva evangelización, en lugar del levantamiento de estériles trincheras.
En consonancia con los recientes discursos de Venecia, el Papa ha urgido también a la construcción de "una polis acogedora y hospitalaria, que no esté vacía, que no sea falsamente neutra sino rica de contenidos humanos, con una fuerte dimensión ética". Y para ello indica a la Iglesia dos líneas-guía: la profundización en la Sagrada Escritura como guía de la cultura, y la formación de comunidades en las que se eduque según la lógica del don, principal impulso del auténtico desarrollo. Una preciosa lección que ha marcado la clave de un viaje alegre y orientado al futuro.
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